miércoles, 1 de julio de 2009

Maribel

Nació en una tercer piso de una casa de esas que hacían en los extrarradios de las ciudades cuando la emigración movía pueblos enteros desde el campo a donde había para comer, conoció a vecinos y vecinas como ella, más altos, más guapos, más feos, pero como ella, y conoció el amor de su madre, una voz más alta que otra y a su padre que volvía raro muchos días del trabajo.

Conoció la zapatilla que era la forma que su madre tenía para decirle lo que estaba mal y un día conoció la mano de su padre, la que antes utilizaba para acariciarla, fuerte y dura, dolorosa, porque había tirado la botella de vino y se había derramado; apenas tenía nueve años y eso le ayudó a respetarle aún más.

Esa misma mano, la intuía usada para lo mismo cuando oía ruidos en la habitación de sus padres y después el llanto con sordina de su madre y nadie decía nada.

Su padre, un buen hombre, con las manos curtidas por el trabajo en el campo desde niño, ahora con un buen trabajo en la construcción que les permitía vivir en aquella casa y tener otra, mucho más bonita, en aquel pueblo andaluz, preñado de tiestos.

Un colegio, las clases, los juegos en aquel parque que iba a ser un polideportivo y se quedó en un patio con canasta; las amigas, los vecinos, las colonias. La vida, le decía su madre, era muy buena con ellos, en el pueblo todo era más difícil, en el pueblo no había de nada, pero aquí las cosas eran de otra manera.

Despacio, entre el pueblo, las clases, los jardines, los días iban pasando, los años iban pasando y Maribel perdió la niñez sin apenas darse cuenta, viviendo deprisa y con ganas de que llegara el día en que pudiera salir de casa sin hora límite, y cambió los calcetines por ropa que aún ponía más de manifiesto lo bien que se había portado la naturaleza con ella.

Le gustaba gustar, le gustaban los chicos, pero les ponía coto; no había mano que pudiera pasar los límites, ni deseos que vencieran sus barreras; no había más que juego, porque no quería que le apuntaran con un dedo y porque tenía la lección bien aprendida.

Conoció a Joaquín en una discoteca a la que iban los sábados y los domingos sus amigas y ella, música fuerte, luces en bolas de espejos, copas y sanfranciscos, minifaldas y pantalones ajustados, risas y grupos de chicas yendo al baño mientras ellos se adueñaban de la barra y desde esa posición observaban el ir y venir y los convulsos movimientos de gente que iba allí con su mejor ropa, a gastarse el poco dinero del que disponían, no sólo a bailar, sino a buscar algo que en otros lugares no encontraban, o no era tan fácil de encontrar como allí.

Fueron muchos sábados y los mismos domingos los que ella salía a bailar sabiendo que él le miraba desde la barra tras su vaso de tubo, era muy consciente de que le gustaba y en ella producía sensaciones contrapuestas, era un tío extraño, era diferente, no era un adonis, tampoco un monstruo, le gustaba que tuviera interés en ella, tenía algo que le hacía distinto y eso le hacía apreciar aún más su interés en ella.

Le habían dicho que él había preguntado a un camarero por ella, que él trabajaba de delineante y ganaba más que el resto de los que iban por allí, que siempre iba solo y que era tímido, muy tímido. Era atractivo, con esa belleza racial posiblemente heredada de siglos de estancia de los árabes en España, llevaba ropa buena y era serio, muy serio y a ella que tenía un espíritu jacarandoso y festero, le hacía gracia ver la seriedad de él, que siempre asociaba a la responsabilidad.

Un sábado, al pasar cerca de la barra, él le dijo con un casi imperceptible tono de voz, ¿podemos hablar?, bueno, se fueron hacia unas mesas alejadas de la pista y por tanto del ruido extremo, ella le miraba mientras se alisaba la falda en un gesto calibradamente coqueto, ¿que si quieres quedar conmigo mañana?, ese fue todo el discurso que tenía preparado, que le había costado días decidir y cuyo resultado no era sinceramente muy atractivo, pero si efectivo, bueno, dijo ella, a las cinco en el parque, vale, y siguió su camino a ningún sitio.

© 2009 jjb


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3 comentarios:

Anónimo dijo...

Que tiempos aquellos!!!

Anónimo dijo...

maribel fuimos muchas en los años 70...ajajajaja...yo, me he visto reflejada totalmente, y como yo, imagino que le pasara a todos los que en los 70, eramos muy jovenes, me has sacado una sonrisa, al recordar aquellos maravillosos años.

Anónimo dijo...

Recuerdo cuantos sanfranciscos, jeje.
Promete ser una bonita historia, como todo lo que escribes. Aunque...
no creo que un tortazo ayude a respetar a nadie, yo diría que todo lo contrario.
Su padre..¿un buen hombre? Alguien que pega nunca puede ser un buen hombre por muy curtidas que tenga sus manos.