miércoles, 30 de septiembre de 2009

Alonso III

848-910

Hijo y sucesor de Ordoño I pasó la mayor parte de su infancia en Oviedo, donde recibió una educación esmerada. Nombrado gobernador de Galicia a la edad de 14 años, tras la prematura muerte de su padre en 866, fue proclamado monarca, no sin antes enfrentarse a Fruela Vermúdez, el cual aprovechando su ausencia se apoderó del trono.

En el año 862 consideró Ordoño I que la educación que había recibido su hijo había sido suficiente, por lo que decidió enviarle a Galicia en calidad de gobernador. Con un doble propósito, ya que por un lado Alfonso debía representar en estas tierras al monarca y por otro debía completar su formación. De este modo en el año 866, entró por primera vez en combate en dos campañas sucesivas, donde derrotó a los normandos y a los árabes, los cuales intentaron llevar a cabo una expedición de castigo por mar.

Tras su llegada al poder Alfonso III intentó organizar nuevamente la administración del reino y reparar todos los desajustes que había ocasionado Vermúdez. Pero a pesar de la tranquilidad de los primeros meses de reinado, Alfonso III muy pronto se vio obligado a abandonar sus actividades, ya que a principios del 867 tuvo lugar una sublevación de los vascones, los cuales fueron acaudillados por un noble del territorio llamado Eylón.

A la edad de 21 años el monarca decidió que había llegado el momento de contraer matrimonio, para dar un heredero a la corona. Así tras considerar sus opciones, decidió casarse con Jimena, la hija del rey de Navarra García I Íñiguez. Dicho matrimonio tuvo como fruto el nacimiento, entre otros descendientes, de los futuros reyes García I, Ordoño II y Fruela II.

Deseoso de hacer de Santiago de Compostela un importante centro religioso, no emprendió Alfonso nuevas campañas en el exterior de sus reinos hasta el año 876, momento en el que se decidió a apoyar al gobernador de Badajoz en los enfrentamientos que éste mantenía con el emir cordobés. Aunque el monarca no acudió personalmente a la campaña, obtuvo importantes beneficios de la expedición, en la cual fue capturado uno de los generales de Muhammad I, llamado Hasim ibn Abd al-Aziz, por el que pidió un cuantioso rescate.

Finalmente en septiembre de 883 Alfonso III deseoso de ocuparse de la repoblación de sus territorios, decidió que había llegado el momento de firmar la paz con Córdoba, por lo que envió a un clérigo mozárabe, llamado Dulcidio a negociar con el emir. Alfonso III satisfecho por las gestiones realizadas por su enviado continuó repoblando el territorio conocido como tierra de campos, lo cual contribuyó notablemente al engrandecimiento del futuro condado independiente de Castilla, y además en estas mismas fechas llevó a cabo la repoblación de Castrojériz y fundó la ciudad de Burgos. Pero a pesar de que había conseguido mantener la paz con sus enemigos exteriores, tuvo el monarca que tomar de nuevo las armas para acabar con algunas sublevaciones internas, como la que protagonizó un noble leonés llamado Hanno que fue duramente castigado en el 885; o la del noble gallego Hermeregildo Pérez, que dirigió una conjura para acabar con la vida del monarca, descubierta en el año 886.

Según apuntan todos los cronistas, no preocupó en demasía a Alfonso que su hijo Ordoño, tras ser nombrado gobernador de Galicia, se proclamara rey del territorio en el año 897, puesto que éste confiaba plenamente en la labor que allí ejercía su hijo predilecto. Así en el año 899 acudió a Santiago a presidir la consagración de la primitiva catedral, con toda normalidad.

En la última etapa del reinado fueron evidentes los progresos que se habían realizado en la repoblación de Lusitania, Galicia, Tierra de Campos y Castilla, lo cual llevó a Alfonso III a fijar la frontera de su reino en las márgenes del Duero. Pero fueron precisamente estos progresos los que determinaron que tuviera que iniciar nuevas campañas para proteger sus territorios frente a los musulmanes, puesto que desde el año 901, estos se vieron amenazados por las tropas reclutada por Ahmed ibn Moawia y por un rebelde llamado Abu al-Asserraj, que iniciaron sus prédicas en las tierras dominadas por los bereberes.

Alfonso III murió el 20 de diciembre de 910 posiblemente a causa de una pulmonía a la edad de 62 años, en la ciudad de Zamora. Tras su muerte sus restos fueron depositados en una urna en la catedral de Astorga, donde permanecieron hasta que fueron trasladados a la iglesia de Santa María de Oviedo, para acabar finalmente, desde el siglo XVII, instalados en el panteón real de la catedral de la mencionada ciudad.


Fuente: EUM

Wikipedia

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martes, 29 de septiembre de 2009

Verónica /7

en un beso, sabrás todo lo que he callado

y seguía repitiéndolo como si esa frase fuera la llave de las estancias secretas del tesoro, si fuera el conjuro de sus males y de sus bienes, sin saber por que, sin querer dejar de decirlo.

A las siete estaba frente a Palacio, en aquel banco flanqueado por dos estatuas de reyes, Ordoño II y Alonso III, y se fijo en sus caras, y se pregunto quienes eran, y quiso saber de sus vidas, eran una estatuas magnificas, en piedra blanca, y flanqueaban el espacio en donde le esperaría a ella, quería saber de aquellos reyes con aspecto maligno, con aspecto colosal, que posiblemente llevaban alli mucho tiempo, esperándoles, flanqueándoles, ¿vendría ella?


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lunes, 28 de septiembre de 2009

Verónica /6

Volvió a tener la misma sensación que conocía muy bien, las horas ya no tenían sesenta minutos, los minutos no tenían sesenta segundos, los segundos duraban horas y las horas no pasaban.

Aun notaba el calor de un beso en sus labios, de aquel beso, aun no salía de la sorpresa y hacia mucho tiempo que había dejado de buscar una razón porque estaba seguro que si la había jamás la iba a conocer, estaba eufórico pero tenia miedo de que aquella cita volviera a ser una cita falsa, una espera sin resultado, una mala tarde, un cúmulo de sensaciones, una retahíla de excusas que nadie le daba, la colección de sentimientos y dudas, la necesidad de algo que desconocía, pero aquel beso, aquel momento, aquello lo tenia que hacer universal y contárselo a todo el mundo porque no era una casualidad, era un regalo de los dioses, era un guiño de ojo del universo para que volviera a tener fe en la vida, a reconciliarse con el mundo, a perdonar los malos ratos por ser mas que los escasos buenos momentos.

Y busco de nuevo en los libros de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto al que jamás llamaría Pablo Neruda porque seguía sin perdonarle que hubiera sido comunista y por tanto partidario de una dictadura, la del proletariado, aunque la cara del comunismo había cambiado, aunque tenia amigos comunistas, aunque todo le decía que no eran ni los únicos ni los peores malos, el seguía pensando que todas las dictaduras eran iguales y todas despreciables, y la comunista era una mas, igual que las otras, busco en sus libros, pretendiendo encontrar una frase, un poema, algo que definiera su fugaz encuentro mágico con ella, y lo encontró, de nuevo creyó que el maestro se adelantaba a su vida y la intuía, y la relataba, y horas estuvo leyendo aquello primero, escribiéndolo después en todos los papeles que encontraba, rezándolo como una oración,

“en un beso, sabrás todo lo que he callado”

en un beso, sabrás todo lo que he callado

en un beso, sabrás todo lo que he callado

en un beso, sabrás todo lo que he callado


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viernes, 25 de septiembre de 2009

Verónica /5

Y de Julia a Lola, de tranquilidad en tranquilidad, sin alteraciones sensibles, con los papeles definidos y jamás dichos, una la amante y otra la amiga, se perdía y perdía el tiempo para no volverse loco por el recuerdo de aquella mujer sin nombre a la que no podía olvidar. Jamás los sucedáneos paliaron el placer de lo auténtico, jamás la promesa de la felicidad desconocida perdió contra la certeza de lo cotidiano.

Él se movía desde el corazón a sus asuntos, rezando como una letanía, como un conjuro que reclamara su presencia una frase robada de la obra del maestro, “Por qué se me vendrá todo el amor de golpe cuando me siento triste, y te siento lejana ...”, ¿por qué? Y como siempre, había más preguntas que respuestas, pero la respuesta a aquella pregunta que se había instalado en su vida sin visos de dejarle libre de su acoso, aquella respuesta ni la conocía ni posiblemente existiera.

Una tarde después de haber comido con Lola en un restaurante de barrio el menú del día, la había acompañado a clase y después se dirigía al metro para volver a casa y allí leer poesía y escuchar a Serrat y de repente, como una exhalación, al cruzar una esquina, la vio avanzar calle arriba vestida elegante, como de oficina. No iba sola, a su lado había un hombre de edad indescriptible que lo mismo podría ser su hermano, un amante maduro, un compañero de trabajo o un inspector de hacienda. Sólo reparó en el acompañante un segundo porque enseguida tuvo ojos sólo para ella, intentando guardar cada detalle para que después de este encuentro no se le borrara ni un rasgo de su memoria.

Su corazón iba cada vez a una velocidad mas rápida, su cerebro acompañaba en su loca carrera al corazón y no sabía qué hacer: salir corriendo como le pedía su yo mas cobarde o abordarla como su más audaz personalidad le exigía. Optó por lo que había hecho toda su vida, la técnica del avestruz, hacerse el despistado como si fuera ajeno a este mundo y no viera nada de lo que aparecía a su alrededor.

Al llegar a la altura de aquella pareja notó los ojos de ella y no pudo por menos de levantar la vista y por un instante cruzar sus miradas. Vio la risa entre burlona y feliz de ella, pero vio poco más, porque instintivamente volvió a bajar la cabeza. Unos pasos más allá después de cruzarse se paró, se giró y se quedó mirando cómo se alejaban, mirando el suave baile de sus caderas que no había cambiado y que le gustaba tanto como la primera vez que lo vio.

De repente ella se volvió, le dijo alguna excusa a su acompañante y con la misma sonrisa que tenía al mirarla se dirigió hacia él. Quería morirse, no estaba preparado para aquello fuera lo que fuera, pero la distancia no era muy larga y su paso era firme, así que llegó a su altura, se acercó hasta rozarse con él, se puso de puntillas y con los ojos cerrados le besó fuerte y lentamente, con un beso eléctrico que levantó todas las terminales nerviosas de él con una fuerza imposible de medir con voltios, amperios, julios o vatios. Ese beso pudo durar un tiempo indefinido comprendido entre una eternidad y un pequeño intervalo de tiempo robado, pero fue tan intenso, tan potente, tan febril, tan vivo que cuando ella se separó suavemente, le sonrió más ampliamente y le dijo mañana en el mismo sitio a la misma hora y se alejó con el mismo paso firme con el que había llegado, él no sabía si morirse de alegría o vivir eternamente aquel momento, que se estaba terminando mientras ella se alejaba del brazo de su acompañante y no miraba hacia atrás.

Les vio perderse en la calle y apenas tuvo fuerzas para moverse, como si no quisiera romper la magia de aquel instante, como si quisiera quedarse allí para toda la vida, porque en aquel momento, después de días, quizás años de vivir sin vivir, ahora la vida tenía sentido.

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jueves, 24 de septiembre de 2009

Verónica /4

Lola sabía llenar ese minuto de tranquilidad. Le conocía bien y sabía también medir el grado de desorden, la magnitud del fracaso, sabía medir sus constantes vitales, esas que no miden los aparatos médicos ni los tests. Nunca utilizaba esa habilidad en contra de él, siempre a su favor y así sabía cuándo debía hablar y cuándo callar, cuándo querer y cuándo ser amiga, cuándo apretar y cuándo soltar.

Julia estaba preparando la oposición a médico, un eslabón complicado en la complicada carrera de un médico en España. Optaba a ser Médico Interno y Residente, MIR y así entrar en la sanidad pública y obtener el doctorado en una especialidad concreta. La oposición no era fácil y dependiendo del resultado y del puesto que ocupara dentro de todos los que se presentaban, que no eran pocos, podría, o no podría, escoger su especialidad y el sitio donde tendría que ejercerla. Es decir, si los resultados del examen le permitían aprobar pero su puntuación le relegaba a los últimos lugares de la lista, sólo podría hacer una especialidad médica que no quería, en un sitio que no quería. Ella y la mayoría de los que se examinaban querían cirugía, pediatría, dermatología y en su propia ciudad. Los resultados podrían llevarles a anatomía patológica en un lejana ciudad de muy pocos habitantes, pero además no era sencillo ni siquiera aprobar el examen.

Por eso Julia estudiaba como una posesa. Compartía un piso con otros compañeros de la carrera que ya habían terminado y allí estudiaban apoyándose unos a otros. Estudiaba y en los momentos de asueto hacía el amor con él cuando se presentaba intermitentemente, con una lógica que aún Julia no había descubierto y tampoco le interesaba demasiado.

En aquella casa de estudiantes había cientos de vecinos, escaleras de patios interiores, ruidos y voces constantes y dentro de la casa, batas de quirófano recuerdo de las prácticas en los últimos años de carrera que servían de pijamas en las visitas esporádicas. Allí ambos se entregaban a hacer el amor con ganas, olvidando una la incertidumbre y la presión de la oposición y el otro las negaciones y los sinsabores y ambos eran ajenos a aquel trasiego de casa de sábana inquieta, como decía aquella canción de Serrat que oían en un arcaico reproductor de casete que era parte de la poca equipación de aquella casa que poco servía para dormir.

Allí, en aquella casa de ruidos estaba su primer refugio, el calor necesario para sus desilusiones y sus complejos, pero también buscó cobijo en la música de Serrat y como otras veces, como durante toda su vida, en Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto y en su obra, en sus poemas, en sus libros.

No podía pasar un segundo sin leer y releer los versos que ya sabía de memoria, aquellas frases que juntas en un poema eran poesía pero que sacadas de su nicho natural eran belleza y filosofía comprimida en una frase, frases como letanías, como lemas para poder seguir vivo, para olvidar la triste realidad o para aumentarla por comparación y equiparación, porque lo que pasaba en aquellos poemas le estaba pasando a él o al menos eso sentía, y recordaba aquel:

“Márcame mi camino en tu arco de esperanza
y soltaré en delirio mi bandada de flechas.
En torno a mí estoy viendo tu cintura de niebla
y tu silencio acosa mis horas perseguidas,
y eres tú con tus brazos de piedra transparente
donde mis besos anclan y mi húmeda ansia anida.”

O aquel otro:

“¿Por qué se me vendrá todo el amor de golpe
cuando me siento triste y te siento lejana?”

Y se metía en ellas y le hubiera gustado haberlo escrito porque eso era exactamente lo que hubiera querido decir si fuera un genio y pudiera hacerlo, pero sobre todo se dejaba llevar por la belleza de un sentimiento que él compartía, que veía retratado en un poema, que le ahogaba y le liberaba al mismo tiempo, que le daba la libertad y la condena.


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miércoles, 23 de septiembre de 2009

Verónica /3

A las seis y media estaba esperando, a ratos se alejaba del banco y vigilaba furtivamente las inmediaciones, de pronto pensaba que alguien podía quitarle su banco y destruir así la magia del segundo encuentro y volvía presuroso a tomar posiciones sentado, en el esperando y pensando. A veces planeaba cómo iba a ser la conversación, qué debía y qué no debía decir, pormenorizaba temas de conversación y suponía lo que ella le diría.

Los minutos se hacían largos, las siete pasaron y la media y las ocho y nadie apareció por aquel banco que se había convertido en un refugio de sus pretensiones, en un cofre de sus deseos, en el muro donde se estaban estrellando sus ilusiones.

A las nueve aún se concedió diez minutos inútiles por ver si llegaba, pero no llegó y se fue mirando hacia atrás y maldiciendo no haber previsto esa posibilidad que era la que más daño podía hacerle, o al menos eso creía, pero avanzando despacio y mirando hacia atrás aún albergaba alguna esperanza, que se disipó con la distancia y el tiempo.

Pasaba de la desolación al abatimiento, buscaba razones y encontraba excusas, perdía la cabeza y ganaba desconfianza. No podía pasar un segundo sin pensar en ella, no lograba entender por qué, apenas sabía nada de ella y la echaba de menos como si hubiera estado con ella toda la vida, como si su vida careciera de sentido sin ella y como un penitente, como un alma en pena, volvió día tras día, tarde tras tarde al banco de piedra frente a Palacio.

Pero nada pasaba, nada de lo que él estaba buscando, la vida en aquella parcela era monótona, una repetición de escenas que diariamente ocurrían en el mismo orden: un paseante, una madre con un bebé en su carrito, unos jóvenes con bicicletas, una pareja buscando la complicidad de la noche, un abuelo en retirada. La vida era una repetición de momentos y situaciones y una constante, ella no aparecía por allí, él esperaba paciente y según iban pasando los días más desesperaba, menos confiaba en su suerte y más deseaba verla, pero nada podía hacer y su confianza iba mermando al mismo ritmo que aumentaba su deseo.

Imaginaba cómo era. Ponía cara a su voz aunque ambas se iban disipando con el tiempo aunque él iba poniendo nueva cara y nueva voz a un recuerdo desvanecido. Imaginaba su nombre, su olor, sus costumbres, sus manos, y sólo recordaba aquel baile de caderas alejándose sin echar la vista atrás, sólo esa imagen de recuerdo y cada vez que lo rememoraba se estremecía al pensar aquella cadencia al andar, aquella coreografía sensual y mínima, provocativa y estudiada, sólo le quedaba eso y ni era mucho, ni decía mucho de la selectividad de sus recuerdos.

Su vida se movía entre la monotonía y los deseos. Seguía buscando trabajo pero esa búsqueda se había convertido en un trabajo mal remunerado y menos apreciado pero que a él le servía para justificar su tiempo y su vida, buscaba y no encontraba, eso parecía haberse convertido en el lema de su vida en todos los aspectos.

Llegó el día que por fin dio por terminada la espera, la inútil espera de nada y volvió a lo que había sido su constante desde hacía ya demasiado tiempo. Había conocido a muchas mujeres, pero sólo habían sido esporádicas aventuras, él lo llamaba la caza, un juego de caza en el que el premio era conquistarlas, vencer su voluntad y llevarlas a la posición horizontal y una vez conseguido, una vez alcanzado el objetivo, el juego había terminado. Sin embargo con Lola, por algún motivo que desconocía, en momentos de derrota, cuando necesitaba un poco de calor humano, un hombro, quizás una caricia, siempre volvía a ella y ella jamás preguntaba, jamás tenía una mala palabra, no pedía una explicación, no había discusiones ni pedía cuentas. Cuando volvía con ella, parecía que se habían despedido la tarde anterior y hacía meses que no se veían. Ella le miraba, sonreía, y empezaba una conversación sin pretensiones que le envolvía en la naturalidad de lo cotidiano.

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martes, 22 de septiembre de 2009

Verónica /2

Suponiendo que ocurre todo eso, los siguientes pasos son una larga serie de explicaciones y obligaciones, de citas y ritos, de creación de cadenas y sucesión de hechos que conducen al dolor a veces y a la rutina otras, pero antes de eso, para que ocurra ese milagro que a veces aparece, es necesario que ambos sintamos lo mismo, o ¿sólo es necesario que uno lo sienta y el otro lo finja?, yo puedo fingir esa atracción porque sé que sólo uniendo sentimientos puedo practicar el sexo con la mayoría de las mujeres, sólo me aceptarán si además de mi deseo las digo que las quiero, va íntimamente ligado una cosa a la otra, parece absurdo, pero es así.

Pero ¿qué hacía yo? A escasos momentos de que una atractiva desconocida me abordase y me hiciera una pregunta fuera de lugar estaba yo haciendo teorías, componendas, razones y justificaciones y eso no tenía ni pies ni cabeza. Por algún motivo aquella descarada mujer se había colado en mi vida sin permiso y sin ninguna misericordia me hacía plantearme los conceptos, las razones, las cosas, pero sobre todo y sin entenderlo muy bien, cada segundo que pasaba tenía la certeza de que la había conocido hacía mucho tiempo. Se estaba colando en mi vida, en mi mente, en mis pensamientos y estaba usurpando un lugar que amigos, familiares y vecinos han necesitado casi una vida para tener y no lograba entender por qué, ni cómo.

Sin darme cuenta, sin apenas notarlo, estaba empezando el proceso, el largo proceso que torpemente y con exceso de verborrea le acababa de contar. Ella callaba, escondiendo tras una media sonrisa mucho más que intenciones, comprensiones o aceptaciones, estaba asentada en su media sonrisa porque las cosas estaban discurriendo como ella había pensado que ocurrirían.

En aquella plaza, frente a Palacio, con la noche cayendo lentamente, ajenos al mundo, compartieron unos segundos de silencio, un respiro para poner en orden sus ideas, para pensar qué decir en el próximo futuro, para observarse, para completar el protocolo ancestral del cortejo humano refinado por siglos de fracasos y fracasos, de éxitos efímeros y pasiones desmedidas. Ella volvió a tomar la iniciativa y rompió el silencio, tengo que irme, te espero mañana aquí a las siete, ven si quieres.

Mientras se alejaba, él observaba el suave baile de sus caderas, la cadencia de sus pasos, en un vaivén estudiado del que era muy consciente, que llamaba la atención y también sabía que él la estaba observando admirando el ritmo de su baile. No volvió la cabeza para comprobarlo, no necesitaba hacerlo, lo sabía.

Y allí le dejó repleto de preguntas, carente de respuestas y una que flotaba sobre todas las demás ¿qué había ocurrido? ¿cómo podía haber cambiado su vida en una pequeña fracción de tiempo fruto de la casualidad, la coincidencia, la probabilidad quizás?, ¿quién era ella?, ¿por qué le interesaba tanto?.

Mientras esperaba su turno seguía pensando en ella, no había dejado de hacerlo desde que desapareció sin decir adiós. Tampoco dijo hola cuando la conoció, los convencionalismos no parecían encajar con ella, estaba allí, en una sala de espera, sólo, amueblada asépticamente, como si fuera la sala de espera de un doctor, o de un notario de zona buena. Había un único cuadro, “Effect de neige a Vetheuil” y ese cuadro era lo único que le hizo abandonar su insistente persistencia en pensar en ella, era de Monet, el titulo y el autor estaban también en la reproducción. Su francés básico le permitía saber que el efecto de la nieve en Vetheuil era la visión de Monet que se impresionaba con la nieve en distintos sitios. El impresionismo, la fijación en un solo personaje que se debía estar muriendo de frío mientras posaba para el pintor, la iglesia, la nieve, el campo, la desolación.

Ese era su estado de ánimo, desolación, falta de información, muchas más interrogantes que respuestas, mucha más necesidad de saber que de preguntar, la incertidumbre de la sorpresa, la oscuridad del deseo. Aquel cuadro de Monet, una copia enmarcada de una serie de miles vendida en unos almacenes de nombre escandinavo para decorar las salas de espera de todos los negocios del mundo, era la única posibilidad de perder el tiempo mientras la espera se prolongaba, pero aquel cuadro además de servir para contar árboles, enumerar detalles y buscar diferencias le atraía especialmente y aún no sabía por qué.

La entrevista de trabajo no le dio muy buena impresión, tampoco aquí le iban a contratar pensaba, pero al menos había sido corta y no una interminable serie de preguntas inconsecuentes con un fin siempre igual. No era fácil empezar a trabajar sin tener experiencia y era difícil tener experiencia sin tener un trabajo, una contradicción difícil de superar. Esta vez al menos no había tenido la sensación de jugarse la vida mientras le hacían preguntas, no había tenido la tensión que otras veces le había secado la garganta y le había hecho dudar de respuestas y preguntas. Por alguna razón esta vez no había habido la tensión de otras veces y las manos no las había tenido húmedas, ni el corazón se le había puesto a una velocidad preocupante, ni las piernas parecían haberle dejado de responder, en esta ocasión había estado tranquilo.

Pero también sentía que aquello no le interesaba demasiado, porque toda su atención la tenía aquella desconocida a la que apenas había conocido el día anterior. Contaba las horas, los minutos que quedaban para verla, amontonaba más preguntas que respuestas y se olvidaba tanto de unas como de las otras. El reloj corría lentamente, con una parsimonia que le hacía perder los nervios, con las ideas confusas y dispares, intentando que la rutina le dirigiera los pasos para dedicarse a otras cosas que le interesaban más que comer, dormir, andar, vivir.


© 2009 jjb

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lunes, 21 de septiembre de 2009

Verónica

Allí, extramuros, lejos de cualquiera mirada interesada, lejos de cualquier deseo, fuera de los límites y de las circunstancias, allí, encontré a Verónica abriendo la caja de los truenos, cerrando su vida anterior.

Estaba sentada en un banco de piedra, me miró y me preguntó ¿alguna vez te has enamorado? Yo no sabía si aquella intromisión en mi vida merecía ser respondida con la indiferencia, si salir corriendo de allí o seguir contemplando sus ojos que eran más intensos que la pregunta que se repetía en mi cerebro, pero no podía hacer como otras veces, decir un “perdón”, otra fórmula de conveniencia que me diera un poco de tiempo para pensar, una pequeña tregua para que mi mente a cien por hora pudiera elaborar una respuesta que aunque no fuera cierta, al menos fuera brillante.

Opté por decirle la verdad, que es la mejor opción cuando no se te ocurre nada brillante. No, nunca me he enamorado, ni creo que lo haga nunca, pero ¿por qué me preguntas eso? Es imposible que nunca te hayas enamorado, me respondió, no te creo, con un desparpajo tal que de nuevo me desarmó, pero sobre todo hizo que mi atención sólo estuviera con ella.

Me senté en el banco de piedra, a una distancia lo suficientemente distante para que no hubiera implicación y sobre todo para que pudiera verla y analizarla con perspectiva. Era una mujer menuda, alta, de pelo negro y largo, de mirada profunda, enigmática mas allá de las preguntas posibles, sus ojos eran tan profundos que no permitían apreciar otras características suyas más allá de los convencionalismos.

¿Por qué nunca te has enamorado? seguía preguntando, intentado quizás que dejara de mirarla a los ojos que me tenían absolutamente secuestrado, transportado a otros sitios y otras épocas, sin tiempo apenas de pensar en una respuesta, ni siquiera en una respuesta correcta y mucho menos en una respuesta brillante.

No sé qué decirte, yo a ti sí, te vi salir de aquel autobús, por alguna razón que desconozco me fijé en ti, quizás porque eres muy alto, no lo sé y unos segundos después pensé, dentro de unos años no recordaré a aquel que bajaba del autobús, posiblemente no recordaré que estuve sentada en este banco y al verte venir hacia aquí me dije, haré que este momento no se me olvide y por eso te hice la pregunta, que por cierto, aún no has contestado.

Intentaré responder tu pregunta con hipótesis, tú imagínate que yo al verte me haya vuelto loco de pasión por ti, imagínate que se me hubiera ocurrido un método de acercarme a ti tan original como el que tu has tenido, y puestos a suponer supongamos que tú también te hubieras sentido terriblemente atraída hacia mí. Hablaríamos, nos iríamos conociendo, nos atraeríamos y en un momento determinado entre ambos surgiría un soplo divino, un momento indescriptible en el que uno de los dos, posiblemente yo porque soy el hombre y por algún motivo siempre suele ser el hombre el que toma esa iniciativa, me acerco a ti y te beso y tú correspondes a mi beso.


© 2009 jjb

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