viernes, 9 de julio de 2010

En memoria, Gracia

Sin hacer ruido, despacio, sin daño, sin miedo porque al lado tenia la mano que le apoyaba, se ha ido Gracia a otra parte, a otro sitio, y aqui deja el vacio de su risa y la certeza de su mano. Fue feliz, quiso y fue querida. el sueño de todos, nada la puede reemplazar, pero recuerdala leyendo este cuento al que yo le puse su nombre, Gracia.

lunes, 17 de mayo de 2010

Parentesis

Con Sancha acaba el proyecto Plaza de Oriente. Ya no quedan más estatuas de reyes ni más bancos, y como llevo año y pico escribiendo diariamente 700 palabras, pues va siendo hora de tomarme un respiro para que se me ocurran nuevos cuentos. Siéntete en tu casa y lee lo que ya está escrito. Déjame un mensaje o un comentario y ven por aquí de vez en cuando, por si hay algo nuevo. Gracias.

viernes, 14 de mayo de 2010

Sancha / y 38

Después hablé con Jesús, hablé con Antonio, con Sabino, buscando rastros de Cordero y nada se sabía de él, salvo que vino del sur y que alguien vio una esquela de las buenas en el ABC que lamentaba la pérdida de Don Francisco Cordero que fue enterrado en Madrid el día de Navidad de no sé que año, después de haber recibido los Santos Sacramentos. Qué raro, porque Cordero el único sacramento que recibía era la comunión en su vertiente vinícola, sin que fuera conocido el cumplimiento de cualquier otro Sacramento por su parte. Y la esquela terminaba con la triste despedida de sus feudos: su hermano, su hermana, sus sobrinas, sus sobrinos, sus sobrinos nietos y una larga lista de personas que le detestaban y a las que les había solucionado un problema con su muerte. Pero ese alguien que vio la esquela no la guardó y su testimonio era tan banal como los comentarios, rumores y dimes que existían.

Cordero se fue y con él se fue mi ingenuidad y una forma de ver la vida que era diferente. No sé si Cordero ocupará su sitio en el cielo de los borrachos, en el de los mansos o en el de los aliviadores de conciencia de algunos. Lo que sé es que Cordero tuvo más importancia para mí que para cualquiera y que aún le veo cuando paso por la calle Unión o la calle Espejo y observo la calle del Lazo. Primero veo a mi amigo el tapicero y luego el tremendo hueco que dejó aquel hombre insignificante y proscrito en aquel rincón en donde sus lágrimas tocaron mi corazón.

Allá donde estés, Cordero, espérame, porque tengo una deuda contigo y quiero pagártela. Allá donde estés, Cordero, aunque no sepas que existo, hazme un hueco para contarte lo que soy, lo que no soy, lo que me gusta de ti, lo que no me gusta. Allá donde estés permíteme que en tu ausencia te pueda hablar en silencio, contarte mis penas, compartir mis cuitas. En el tremendo silencio de mis pensamientos, en la callada llanura de mis negaciones, te contaré mis silencios, mis contradicciones, mis más bajas pasiones, y tú no me dirás nada pero me escucharás. Tú serás mi alter ego y quizás algún día te lograré entender. Quizás algún día vengas a la Plaza Oriente y bajo la sombra de una estatua de aquellos reyes me explicarás todo lo que no sé de ti, o quizás lloremos juntos. “

Sancha terminó de leer aquellos folios, releyó tres veces algunas de las partes y después no lloró, sólo se quedó ensimismada un ratito, como si fuera una estatua de piedra, y pensó. Pensó en los siglos que llevaba allí viendo a unos y a otros, escuchando a éstos y a aquéllos, y entre las líneas de aquellos folios manuscritos vio un corazón joven empezando a vivir, empezando a conocer, aún demasiado joven para saber de grandes penas y grandes ausencias. Vio de nuevo lo que siempre le había gustado ver, la vida, lo importante, la vida, lo que transciende de las personas y de los malos hábitos, la vida, renqueando, soportando su peso, liviana de prejuicios y ausente de penas, subió a su pedestal, buscó su sonrisa después de mirar a su marido ausente y separado por un banco de piedra, afianzó aquella sonrisa y pensó, ésta es mi plaza, y esta plaza, mi plaza, está viva.

© 2010 jjb

A ti, que estas conmigo, que me soportas, que haces que cada dia sea un dia mejor, distinto, un dia contigo, tu que has hecho que cada dia tenga una razon para despertarme y te hayas aprendido la letra del porompompero, quizas tu seas lo que necesitaba o quizas seas mi perdicion, pero me da igual porque tu me has hecho entender muchas cosas y todas buenas

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jueves, 13 de mayo de 2010

Sancha /37

Así pasó la noche que debería haber sido buena y cuando se iban mis hermanos les dije que les ayudaba a llevar las cosas al coche, lo cual era una novedad porque casi siempre me hacía el remolón cuando tenían que irse. Bajé y fui directo a la esquina de Lazo con Unión, miré, pero allí no había nadie, ni nada. Habían desaparecido las botellas, las bolsas, los bultos, incluso había desaparecido Cordero, y en ese mismo momento aumentaron mis incertidumbres y mis miedos.

Di una vuelta por las calles adyacentes, amplié el círculo, superé la zona, nada, no había rastros de Cordero en ninguna parte. Ni siquiera encontré a algún vagabundo en estado consciente para que mi conciencia se quedara tranquila charlando con él. Nada, así que desandé mis pasos para volver a mi casa, no sin antes volver a pasar por la calle Lazo para encontrarme de nuevo con la testaruda realidad. Allí no había nadie.

Pasé un buen rato sentado en el mismo sitio en el que estaba Cordero llorando hacía unas horas, intentando reproducir lo mismo que podría haber sentido él, provocando el llanto, persiguiendo sentirme mejor si al menos pudiera sentirme él por unos segundos, por un momento. Pero ni lloré, ni logré sentir que tenía sus mismas sensaciones, ni me sentí mejor sólo ahondando más en la herida, pensando que debería haber hecho lo que no hice y sin poder hacerlo, aunque fuera con un retraso vergonzante y cobarde.

No estaba, y lo cierto es que aquella fue la última imagen que tuve de Cordero porque en esta ocasión su ausencia fue definitiva. No se lo volvió a ver, o al menos ninguno de los rumores que circulaban de tarde en tarde tenía visos de verosimilitud, que si lo habían visto de cajero en un banco, que si coincidieron con él en un semáforo en el que estaba pidiendo. Eran simples invenciones, imaginaciones incruentas y aisladas. Nada, porque lo cierto es que apenas unos cuántos lo recordaron cuando ya hacía más días de los razonables para esperar que llegara con su traje impoluto y su corte de pelo de mil pesetas, pero no llegó.

Desapareció sin pena ni gloria, como mucho algunos decían hacemuchoquenoseleve, quéhabrásidodeél, pero poca cosa. Desapareció del mobiliario urbano y a nadie le produjo penas ni quebrantos. A nadie salvo a mí, que me quedé con las ganas de poder haber cambiado el curso de la historia y haber hablado con él para intentar comprenderle, para intentar ayudarle. Pero ni quise cuando lo vi aquella noche de navidades, ni pude encontrarlo después.

Me hubiera gustado saber si fue un importante hombre cercano a José Antonio, si era de una importante familia, si era ingeniero, el por qué un vencedor se había exiliado en las calles y se había aislado del resto del mundo tras los cristales de una botella, las razones que lo llevaron allí, las circunstancias que le impidieron salir. Pero sobre todo me invadían dos sentimientos convergentes y dispares de los que creo que nunca me liberaré, el haberle podido preguntar si, como parecía, era feliz llevando aquella vida de suciedad y alcohol, de humillaciones diarias y negaciones constantes, de aislamiento de la realidad y sonrisa permanente.

Pero lo que más me dolía, lo que estoy seguro que dentro de unos años seguirá atormentándome y posiblemente ampliándose, es el no haberle dicho a aquel hombre que me gustaba verle andar por las calles de mi barrio siempre sonriente, que me gustaría ayudarle si realmente necesitaba mi ayuda, que hablara conmigo cuando ya no pudiera más y necesitara desahogarse con alguien. Y yo pensaba que aquella impotencia por haber perdido a quien podía haber ayudado y no lo hice, me dio que pensar si tendría la misma sensación de culpabilidad con los míos que se fueran cuando llegara su momento, si tendría la impotencia de no haberles dicho lo que realmente sentía por ellos, si perdiera la oportunidad de decírselo por cobardía o por comodidad, y aquello me desbordaba.

© 2010 jjb

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miércoles, 12 de mayo de 2010

Sancha /36

Cordero estaba allí, a una distancia lo suficientemente lejana para que, ensimismado en su llanto y en sus efluvios de alcohol no me viera, pero lo suficientemente cerca como para que se me clavara en el alma como un cuchillo, como una daga envenenada todo el dolor de aquel hombre.

Quizás, pensé después, era impotencia, el desbordamiento de todas las negaciones, la concreción de la certeza sin posibilidad de dar marcha atrás. Pero era tan desgarrador, era tan tremendo ver a aquel hombre tirado en el suelo rodeado de los regalos que la supuesta caridad cristiana de algunos le había hecho llegar para no sentirse culpables y poder tener la noche en paz. Era tan dura la sensación de vacío que veía en aquel ser humano y era tal mi desconcierto que seguía allí parado y observando como el llanto no sólo no remitía, sino que se ampliaba y se duplicaba. Se transformaba en hipo y tos, en más llanto y más lágrimas, bajo el cielo de una noche de diciembre en Madrid.

Inmovilizado por el pánico, mi mente multiplicaba su velocidad de elaboración sin encontrar ninguna respuesta ni ninguna forma de responder. Quería ayudarle, tenderle una mano, ofrecerme para que pudiera compartir conmigo sus penas, desahogarse, hablar con él, pero no me atrevía, no podía hacerlo.

Inventé una excusa plausible. Si me acercaba, posiblemente se molestaría por haberle invadido su espacio en aquella circunstancia tan extrema, tan violenta, tan íntimamente atroz. Pero era eso, sólo una excusa, porque aunque pudiera haber sido cierto, es que no me atrevía a dar ese paso tan sencillo y tan improbable de ofrecerte a un desconocido que tiene problemas, para ayudarle.

No podía acercarme a él, no sabía qué decirle. No me atrevía a servirle de hombro amigo para que descargara toda su acumulación de penas y pesares. Posiblemente hubiera rechazado mi mano si se la hubiera tendido, posiblemente me habría echado de allí. Pero no me acerqué y en vez de las posibilidades de lo que podía haber ocurrido, en vez de hablar de lo ingrato de aquellos hombres que sólo beben y beben y que rechazan la ayuda cuando se la ofreces, en vez de todo eso y cien argumentos más que todos manejamos, me quedé con la inquietud de que había encontrado a alguien que necesitaba mi ayuda y no le había ayudado. Se había esfumado en la calle del Lazo mi visión romántica de la vida en la que ayudaba a los necesitados y protegía a los indefensos. Cambió mi forma de verme a mí mismo y desde ese día me jure que ayudaría a los demás cuando los demás me necesitaran. Pero era sólo eso, sólo un deseo, sólo un buen deseo navideño que no había realizado cuando iba camino de mi casa para encontrarme con mi familia y ser felices comiendo y bebiendo, cantando y riendo.

Aquella noche comí, bebí, reí, cante, jugué con los niños y tuve tiempo para pensar en aquel hombre roto por el llanto, preguntándome si seguiría allí, si estaría todavía llorando, si habría comido el turrón que tenía o bebido las botellas que le habían dado. Pensaba en él, pero sobre todo pensaba en mí y volvía a atormentarme por no haber sido capaz de acercarme a él simplemente para decirle que buenas noches, que feliz navidad, que si podía ayudarle. Qué se yo, decirle algo, pero no pude y no lo hice. Pero eso no era lo peor, porque ahora sabía que si me volviera a ocurrir, volvería a hacer lo mismo y con absoluta seguridad mantendría las mismas excusas que había manejado esta vez.

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martes, 11 de mayo de 2010

Sancha /35

Unas Navidades de no sé qué año, pero sí eran de aquéllas en las que nos reuníamos todos en casa, mis hermanos, mis cuñados, mis padres y la prole que estaban creando, que le daba a las navidades un sabor a Navidad, porque las navidades son para los niños y para los recuerdos, para la melancolía y el desajuste. Eran navidades de un árbol, de colocar las bolas y comprar algunas más, de poner aquel Belén pequeño, con pastores tullidos por el tiempo y lavanderas en un río de papel de plata. Eran navidades tristes y alegres, porque jamás, sin saber por qué, me gustó el ser feliz por obligación y reírme sin tener ganas, mucho menos los cánticos regionales y el ponerse hasta arriba de comida. Eran alegres porque estábamos todos y cada vez éramos más, porque los niños alegraban la mesa y porque las cosas parecían ir bien y había más besugo, más langostinos y más de todo. Alegres porque no había habido bajas en la familia más cercana, y tristes porque según iban avanzando los años iban sumándose ausencias, y faltas y tristezas. Nunca me gustaron las navidades pero aquel año estaba más contento.

Quizás porque hubiera nacido hacía unos meses mi última sobrina, quizás porque los estudios no iban mal, posiblemente porque tenía una nueva novia o la de siempre de otra manera. No lo sé, pero sé que estaba más contento de lo habitual y extremadamente contento para ser Navidad, que me llevaba a una situación de defensa que aún no entendía pero que después entendí.


Es ese estado en el cual, sin saber por qué, te gustan más los amigos, te interesa más la gente, la vida te parece distinta, incluso te parece llevadera, y se te pone esa cara de tonto que es la parte visible de un estado interior falso y momentáneo, pero agradable, muy agradable. Suele aparecer cuando creemos que nos enamoramos, cuando te ocurren consecutivamente tres situaciones favorables, o dos, o cuando ves en la sonrisa de un niño un gesto espontáneo de vida, sin dobleces ni componendas, sin artificios.

Yo estaba en esa etapa seráfica y me movía por el planeta Tierra como entre algodones. Todo me parecía bien, todo me parecía dentro del orden general de las cosas y me gustaba. Y aquella tarde de un veinticuatro de diciembre, después de haber pasado la tarde con mis amigos en la Plaza Mayor viendo las casetas de los artículos de broma, viendo la enorme cantidad de gente que allí se juntaba para comprar de todo, apurando ese último cigarrillo antes de entrar a casa, bajando por la calle Unión camino de Amnistía, camino de casa, al mirar por si venían coches antes de cruzar la calle del Lazo, vi a Cordero.

Estaba sentado en un pequeño escalón delante de la puerta de un viejo taller con escaso paso a horas diurnas y ninguno a aquella hora de aquel día. Estaba abrigado con un abrigo cuyo dueño era tres veces Cordero de tamaño. Tenía a su alrededor dos botellas de sidra champán el Gaitero, varias pastillas de turrón, casi todas del blando, una botella de cava catalán barato, unos mazapanes, y algunas bolsas que podrían contener tanto bebida como comida. Todo ello rodeaba a Cordero y estaba intacto, sin que ni siquiera le hubiera puesto la mano encima, porque Cordero para mi sorpresa, para mi asombro, estaba llorando como un niño, como llora una viuda desconsolada, como sólo los que han sufrido desgarros profundos son capaces de llorar. Con la certeza absoluta de que aquel llanto no acabaría porque era el llanto escondido y ocultado de años de sonrisas y caras de satisfacción.

Cordero estaba llorando como no había visto llorar nunca a nadie antes y sorprendido y asustado no sabía que hacer. Estaba aterrado por aquel grito con sordina, constante y profundo, desgarrador.

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lunes, 10 de mayo de 2010

Sancha /34

Y no son Pascuas ni Ramos, ni Cordero se planteaba los cambios de estaciones, ni las fiestas nacionales, ni las locales, ni nada. Cordero vivía ajeno, fuera del mundo, tal como los demás entendían el mundo. Nada le parecía serio, nada le parecía bueno ni malo. Cuando se tomaba su droga servida en vasos pequeños, pequeñas dosis legales de felicidad con consecuencias, nada tenía importancia, ni seriedad, ni trascendencia, nada importaba nada, nada era importante.”

Y cuando Sancha leyó ese párrafo, sus ojos de piedra se volvieron a llenar de lagrimas, con más fuerza aún que cuando comenzó aquel torrente de lágrimas que acabó de mala manera. Pero no podía sofocar la tristeza que le producía lo que aquel joven hubiera escrito, hubiera traducido en palabras, la tremenda desgracia de un ser humano buscando la nada, encontrando la nada, temiendo el abismo.

Y llorando se subió a su pedestal, y así siguió un buen rato, días quizás, sin consuelo, sin matices, sin tregua. Pero su llanto no fluía en vano, y yo, que nunca había llorado, lloré también con ella.

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viernes, 7 de mayo de 2010

Sancha /33

Oí un día a Jesús, el mejor tabernero del barrio, la persona que más apreciaba a Cordero, que había sido secretario personal de José Antonio Primo de Rivera, que se había salvado de milagro antes de que fusilaran a su jefe en Alicante y que mantenía muy buenas relaciones con gente de peso del Régimen como Arias Navarro que después fue Alcalde de Madrid y después el Presidente del Gobierno que llorando dio la noticia en televisión que Franco había muerto.

Era de buena familia y posiblemente fueran ellos los que de vez en cuando, de cuando en vez, se lo llevaban a reciclarle y a quitarle por unos días su adicción, la suciedad acumulada y lo rodeaban de algodones tratando de sustituir la locura y el desenfreno del alcohol por las comodidades de la vida ordenada. Pero siempre, muy a su pesar, con escaso éxito porque Cordero siempre encontraba un momento para buscar la puerta de salida.

Se dejaba querer, apreciaba el fragor de las sábanas limpias, el roce con la fina seda de un pijama, la rigidez de un buen colchón, el calor de una buena cobertura, un desayuno nada más levantarse, una ducha, una conversación, bueno un monólogo que él escuchaba con la sonrisa, un buen afeitado, un corte de pelo, las visitas, el semiencierro que dulcemente le imponían para evitar que saliera a la calle a reencontrarse con el vicio y el desorden.

A Cordero le gustaba muchísimo más el vicio y el desorden, para desespero de sus familiares más directos y para que los familiares políticos más directos aumentaran las críticas y las razones para olvidarse de él. Pero él buscaba siempre la válvula de salida a toda aquella comodidad que tanto le incomodaba.

La suegra de su hermano decía que Cordero era un esquinado, posiblemente lo decía porque era de Valladolid y porque tenía muchísima mala leche, pero a pesar de que en su boca sonaba a insulto sin darse cuenta aquella arpía había hecho la mejor definición de Cordero posible porque efectivamente era un tipo de trato difícil.

De esta manera y en menos que cantaba un gallo, pasaba de ser el Paco acomodado y vestido de sedas a ser el Cordero que vagaba libre por las calles del barrio de palacio. Bebía vino en sus tabernas y dormía con la luna como techo en cualquiera de las calles que frecuentaba. Pasaba de vivir en una casa de doscientos metros cuadrados, dieciocho ventanas y seis balcones, a otra de cinco mil metros cuadrados, como poco, con ventanas abiertas al mundo y sin necesidad de balcones, porque su desarrollo era horizontal y pegado al suelo.

Nadie podía entender las razones que llevaban a alguien a dejar un mundo de cuidados y atenciones, de comida caliente y cama limpia, de duchas y visitas, de paseos y misa dominical, por una vida desordenada y difusa, dependiente y sucia, egoísta y cerrada. Pero a él lo cierto es que se le veía feliz a pesar de no tener zapatos y caminar siempre con el centro de gravedad ausente.

Yo no quería juzgarle, para eso ya había bastante gente para hacerlo, pero no me caía mal aquel hombre que no se metía con nadie y al único que hacía daño era a sí mismo. Respetuoso con todos menos con su familia, a la que traía por el camino de la amargura porque no tenían más remedio que intentar sacarle de la calle para evitar ese eterno que dirán que tanto preocupa a la gente de bien.

Cordero hacía tiempo que, viviendo en su nube, había olvidado distinguir entre el bien y el mal y sólo apostaba por el más humilde calificativo de bueno y malo, adaptado a una pequeña fracción de tiempo y sólo cuando tenía cierto nivel mínimo de sobriedad, lo cual ocurría de Pascuas a Ramos.

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jueves, 6 de mayo de 2010

Sancha /32

El sueño de Cenicienta se desvanecía en unas cuantas horas, la carroza se convertía en calabaza, los corceles en conejos. Para Cordero el viaje de vuelta al dar las doce o cualquier otra hora era que el traje de corte exquisito se convertía en un muestrario de lamparones, el chaleco se había perdido quién sabe dónde, los zapatos se los había vendido a un camarero de un bar de la Plaza Santo Domingo, los pañuelos eran ahora servilletas usadas, los gemelos no recordaba muy bien si los había vendido o se los había regalado a alguien. Y de aquel sueño sólo quedaba el corte de pelo a navaja con precisión suiza, porque el afeitado en la misma barbería estaba siendo olvidado por aquella indómita barba que ya le acompañaría durante toda la temporada en la que el cuento se convertía en una pesadilla y en la que las calabazas eran calabazas y los cuentos no se los creía nadie.

Cordero daba que hablar durante unos cuantos días en bares y calles. La pregunta general es que dónde estaba, quién lo recogía, por qué volvía. Al mismo tiempo que surgían las preguntas aparecían peregrinas teorías sobre Cordero. Que si era un marqués al que su mujer había abandonado y que se había entregado a la bebida, que si su hermano había sido un ministro de la Republica y hoy conservaba la fortuna familiar y él era el hijo descarriado, y otras muchas más que carecían de sustento ni tenían ni pies ni cabeza.

Cordero había vuelto a ser el Cordero de siempre. Su traje ya no llamaba la atención y estaba creando esa pátina que le imprimía un brillo sospechoso que mediaba entre lo mugriento y lo antiguo. Su cama volvió a ser una acera y de nuevo algunas manos bondadosas lo apartaban del paso o lo refugiaban en un sitio más protegido de las inclemencias del tiempo y de las miradas de los viandantes. La gente volvía a verle y algunos incluso se alegraban de que siguiera vivo porque ya le habían dado por muerto al hacer tiempo que no lo veían. Al final Cordero se había hecho un hueco mínimo, insignificante, minúsculo, si no en el corazón, en la imaginación de los que vivían en aquel barrio y que tenían tanta prisa en hacer sus cosas que apenas se entretenían en nada que no les afectara directamente.

Y comenzó de nuevo la rutina, aquella tremenda rutina de despertares a cualquier hora en cualquier sitio, con la garganta seca y el estómago deshecho, la búsqueda de las botellas, los vasos de vino, las excusas y las explicaciones, las palabras de negación, los consejos y de nuevo el limbo que le conducía a otra acera, a otro lugar a otro final o a otro principio, porque aquello era un círculo vicioso sin muchos cambios y con el recorrido conocido, pero en el que se desconocía cual era el principio y cual el final.

Y así pasaban los años y así se repetía la historia. De vez en cuando me encontraba a Cordero en posición horizontal descansando o, como decían entonces, durmiendo la mona. Otras veces lo veía en posición vertical, arrimando el codo a la barra de un bar en el que le fiaran y en el que silencioso se bebía un vino tras otra sin articular palabra y sin perder aquella sonrisa beatífica y calma.

Otras veces lo veía en su faceta de resucitado, vestido elegantemente y luciendo los signos externos de haberse sometido a un tratamiento intensivo de higiene. Pero eran las menos, quizás porque no sucedían muy a menudo aquellos momentos o quizás porque cuando ocurrían yo no coincidía con el itinerario de Cordero con el bolsillo lleno de dinero, que era otro distinto de su recorrido habitual.

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miércoles, 5 de mayo de 2010

Sancha /31

Cordero era un habitual en el barrio, tan constante como ajeno. Nadie lo echaba de menos ni de más pero lo reconocían cuando estaba en posición vertical o en posición horizontal. Unos maldecían, otros se preocupan, pero nadie decía nada. Todo era una perorata interior porque Cordero era tan discreto que ni siquiera provocaba reacciones ni a favor ni en contra. Para muchos, sin decirlo, era parte del mobiliario urbano y tan prescindible como un banco, una farola o una papelera.
De vez en cuando, quizás de mes en mes, o cada tres meses, sin una rutina concreta, sin plazos ni aparentes razones, Cordero desaparecía. Muy pocos se daban cuenta y esos pocos sólo eran conscientes cuando pasaban muchos días sin que visitara sus bares, no estaba. Nadie supo medir nunca durante cuanto tiempo se iba, nadie aventuraba si aquella huída era definitiva o no. Algunos pocos suponían que le había pasado lo peor, que uno de los otros borrachos de la zona en una reyerta le habría dado un golpe mortal, una navajada certera, un empujón con una mala caída. Otros pensaban que estaría reposando en el depósito de cadáveres o en el instituto anatómico forense a la espera de que alguien, vaya usted a saber quien, lo reconociera y lo identificara.

Era una conversación de bar, intranscendente, de igual calado que el resultado de un partido o la muerte de siete mil personas en China. Hablar por hablar, charlas de bar sin compromiso ni certeza, pero no pasaba de ahí. A nadie le interesaba demasiado lo que le pudiera ocurrir, salvo que fuera extremadamente malo, con lo cual podría convertirse en un tema más amplio de conversación.

Días después, semanas después, rara vez meses después, el día menos esperado, a la hora menos esperada, Cordero aparecía en un bar y deslumbraba.

Terno gris de fina raya blanca en donde se podía ver la tijera de un sastre de renombre, camisa blanca inmaculada con sus iniciales, F.C., bordadas en letra minúscula inglesa en la pechera, corbata de seda con tonos azules, zapatos de tafilete, calcetines de hilo de Escocia, pañuelo en el bolsillo de la chaqueta, gemelos de nácar y una sonrisa de oreja a oreja.

Estaba sereno, y saludaba a unos y a otros como un concejal que acababa de renovar su cargo. Invitaba a los que estaban y cinco minutos después preguntaba en tono discreto al dueño o al encargado, Manolo cóbrame también lo que te debía. Manolo no cabía en sí de gozo por recuperar lo que hacía meses que había dado por perdido y al mismo tiempo en recuperar un viejo cliente totalmente reciclado y que tenía toda la pinta de gastarse su dinero, abundante por lo que parecía, en invitar a propios y extraños en una ceremonia no convocada de vuelta a su hogar.

Paseaba Cordero su nueva imagen por un sitio y otro, sorprendiendo a unos y a otros, pagando deudas antiguas y recuperando nuevos créditos y amistades, bebiendo el vino de las tabernas con la sed de quien llevaba meses bebiendo agua e infusiones, con demasiada limpieza y excesiva disciplina, con horarios ajustados y conversaciones impuestas, con la sed del que aunque lo hubiera intentado no se ha convertido. Y no es un nuevo converso sino el viejo borrachín de siempre que se está dejando los codos de la chaqueta del traje de lujo en las barras de los bares y las mangas de la camisa en limpiarse la boca después de beber el vino de siempre.

Cordero bebía y bebía, y el uniforme de su fortuna se iba desvaneciendo vaso a vaso, gota a gota. La procesión del reencuentro iba bajando en intensidad según aumentaba el grado de acumulación del alcohol en la sangre y seguía visitando estaciones como si fuera Jueves Santo.

© 2010 jjb




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martes, 4 de mayo de 2010

Sancha /30

Jamás se había preguntado por qué bebía, como no te preguntas por qué te despiertas por las mañanas o por qué respiras. Son hechos repetitivos, apenas percibidos, como tener un dedo o un codo. Sólo te acuerdas de que lo tienes cuando te duele o cuando algo anómalo te ocurre. Su estado normal era estar borracho, la anormalidad era estar sobrio. Si lo hubiera pensado, que nunca lo hizo, se habría dado cuenta que tendría que remontarse hasta su niñez para tener certeza de haber estado más de cuatro o cinco horas totalmente sobrio.

La gente del barrio lo había admitido como a los otros, como un elemento indeseable del paisaje, y le huían como se huye de la peste porcina o de una vecina dicharachera. Tampoco le interesaban mucho las personas que encontraba a su paso, en el hipotético caso que las viera. Aparentemente nada le importaba a Cordero salvo la ingesta de aquel vino áspero de las tabernas, salvo el beberse el mundo lo más rápido posible para situarse en el limbo de la anestesia de los sentidos, en la antesala del abismo, en el preámbulo de la nada.

Cordero se llamaba Francisco, Paco posiblemente, pero nadie lo sabía. Era sólo Cordero, cuando dejaba de ser uno de los borrachos de la plaza Oriente para tener personalidad propia. Otras veces era elseñoresequecuandoseemborrachasequedaadormirenelsuelodedondeesté, porque esa era la característica que más llamaba la atención de la gente, verlo tirado en la calle, dormido o durmiendo. Nadie tenía la presunción que estuviera muerto o herido, o si lo pensaban no lo demostraban, porque sólo se apartaban para no tropezar con él y lo miraban como el que ve un objeto extraño en la vía publica.

Yo lo vi una vez levantarse. Fue una casualidad, empezó a moverse lentamente, se incorporó un poco, después se quedó sentado en la acera y empezó a estirarse como si estuviera en su cama, luego se frotó los ojos y si hubiera apagado el despertador habría repetido los mismos gestos que cualquier persona podía hacer en su cama por las mañanas, al levantarse.

Y es que aquella acera, cualquier acera, era la cama de Cordero, que podría haber sido tan inmensamente grande como la longitud de las calles de la ciudad, pero que él había limitado a aquel distrito de Centro, barrio de Palacio, por alguna razón que aún no conocía.

Después, otra vez empezar de nuevo. La única diferencia es que el día, la jornada natural de veinticuatro horas, carecía de sentido para Cordero que se dormía, abatido por su exceso de alcohol, a la hora que fuera del día o la noche y que se despertaba horas después de aquello sin hora fija, sin fijación de tarde o mañana, sin obligaciones y cuando fuera.

Lo mismo podían ser las dos de la tarde o las cuatro de la mañana, lo mismo podía ser en verano que en invierno. Sólo había un dueño, el alcohol, y su efecto en su cuerpo, el gran dictador de la vida de Cordero y de las horas de reposo o actividad.

No se metía con nadie, no discutía con nadie, pero a veces aparecían huellas de violencia en su cara y en sus manos. Eran peleas con otros borrachos que lejos de hacer piña se pegaban por unas migajas, unas gotas de vino o qué sé yo que disputa con resultado de sangre. No llegaba la sangre al río, pero se añadía a la dura geografía de su cuerpo, dándole aún un aspecto más preocupante.

© 2010 jjb

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