viernes, 29 de enero de 2010

Doña Sancha

1016-7.XI.1067


SANCHA DE LEÓN, nació en 1016, y falleció el 7 de Noviembre de 1067, hija de Alfonso V de León “el Noble” y Elvira Menéndez de Melanda.

Sancha de León, a la que también se le llamaba Sancha Alfónsez, fue infanta y reina de León, convirtiéndose su marido, el conde de Castilla Fernando I, en rey consorte pero con poder efectivo a la muerte de Bermudo III tras la Batalla de Tamarón.

Sancha era la heredera de los derechos al trono del Reino de León como hija del rey Alfonso V y hermana de Bermudo III, derechos que transmitió a sus hijos. Sin embargo fue su marido Fernando el que fue ungido rey de León un año después de la muerte de Bermudo, debido a que en aquellos tiempos no se reconocía a las mujeres como reinas con poder efectivo.

Estuvo prometida con García Sánchez, conde de Castilla. Cuando iba a conocer a la infanta, éste fue asesinado por la familia Vela en las calles de León el 13 de mayo de 1028.

Fue madre de los reyes Sancho II de Castilla, "el Fuerte", nacido en 1036, fallecido en 1072 cerca de Zamora. Rey de Castilla 1066-1072, y de León 1072. Con la Ayuda del Cid Campeador extendió sus dominios en detrimento de Sancho IV de Navarra, con quien se enfrentó en la llamada guerra de los tres Sanchos .

Fue también madre de Alfonso VI de León, nacido entre 1040 y 1042. Rey de León. De García, nacido en 1042 y fallecido en 1090. Rey de Galicia.

Así como de las infantas Urraca de Castilla nacida en 1033-4, fallecida en 1101. Señora de Zamora, llamada Reina y Elvira de Castilla, nacida en 1038 y fallecida en 1101, Señora de Toro. Casó con el Conde García Garcíez II, Señor de Aza.

Doña Sancha fue Abadesa seglar del monasterio de San Juan y San Pelayo, La Iglesia Católica la venera como beata. Junto a su esposo ordenó la construcción de la Colegiata de San Isidoro, en la ciudad de León, donde se depositaron las reliquias del Doctor Hipalense, que habían sido traídos desde Sevilla.

De las 20 estatuas que rodean la Plaza de Oriente de Madrid la de doña Sancha es la única de mujer y es la última que quedaba mencionar aquí.

jueves, 28 de enero de 2010

Fernando I

1029-1065

Rey de Castilla y León. Nacido en fecha desconocida y muerto en León el 27 de diciembre de 1065. Fue el segundo hijo del rey de Navarra Sancho Garcés III el Mayor y de doña Munia Mayor, hermana del conde de Castilla, García Sánchez e hija de Sancho García. Fue conde de Castilla entre 1029 y 1037 y rey entre el 1035 o 1037 y el 1065. Su verdadero nombre era el de Fernando Sánchez, aunque al proclamarse rey pasó a ser conocido como Fernando I El Magno.

Existía una vieja querella entre el reino de León y el condado de Castilla, la disputa de la región fronteriza entre el Pisuerga y el Cea. Esta disputa se mantuvo en suspenso entre 1029 y 1035, ya que el rey navarro Sancho Garcés III era el dueño y señor de los territorios cristianos del norte de la península y el joven Bermudo III no tenía el poder necesario para oponérsele. Pero en 1035 falleció Sancho III el Mayor y Bermudo III aprovechó la ocasión para lanzarse sobre los territorios en disputa. Fernando I a la muerte de su padre, lo primero que hizo fue autoproclamarse como rey de Castilla, lo que no pudo por menos que escandalizar al rey leonés y provocar aún más su ira. Fernando I acabó de esta manera con el condado de Castilla e instituyó el reino, cuyo principal núcleo lo constituyeron siempre las tierras de la actual provincia de Burgos.

El rey leonés organizó una campaña contra Castilla; en primer lugar contrajo matrimonio con la última hija del difunto conde castellano Sancho García, llamada Jimena. El motivo de este enlace estaba en asegurarse partidarios dentro de Castilla y en prepararse unos buenos derechos sucesorios en el caso de que Fernando falleciese. Fernando por su parte era consciente de que Castilla no era rival para una hipotética coalición entre leoneses y navarros. Por otro lado, sabía que si Castilla tenía que ser fuerte esto no se conseguiría sino a base de aumentar sus territorios.

La muerte de Bermudo III, sin descendencia, dejó el reino de León en manos de doña Sancha, la esposa de Fernando I, el cual tomó el gobierno en virtud de los derechos de su mujer. El 22 de junio de 1038 el obispo Servando coronó a Fernando, en la iglesia de Santa María de León, como rey de Castilla-León, con el nombre de Fernando I. Esto supuso la primera unificación entre ambos territorios. Pese a que en un principio un amplio sector de la nobleza leonesa se negó a aceptar la unificación de los dos reinos, Fernando finalmente pudo imponer su criterio y su fuerza y ser reconocido por todos, castellanos y leoneses, como el legítimo rey.

Una vez asentado firmemente en el norte de la península Ibérica y convertido en el principal soberano entre los cristianos, además de haber logrado una relativa tranquilidad en el interior de sus reinos, Fernando I fijó su atención en los musulmanes del sur y el este. Aprovechó la desintegración del califato de Córdoba para extender las fronteras de su reino hacia el sur. Hacia el 1055 emprendió una campaña contra el rey de la taifa de Badajoz, Muhammad al-Muzaffar. Sus ataques a los debilitados reinos de taifas le reportaron, además de grandes beneficios económicos a través del cobro de parias, una notable posición autoritaria respecto de los reinos musulmanes más importantes.

La última campaña de Fernando I contra los musulmanes se dirigió contra el reino de Valencia, el único de los grandes reinos peninsulares que aún no había reconocido la soberanía de Fernando. A finales de 1064 Fernando I dirigió a sus hombres sobre Abd al-Malik al-Muzaffar, rey de la taifa de Valencia. El rey castellano-leonés logró sin esfuerzo alcanzar la ciudad de Valencia, a la que puso sitio en los primeros días de 1065. Era la primera vez que los castellanos dirigían sus armas contra el reino valenciano, y Fernando se encontró con que el ejército musulmán era indisciplinado y estaba mal organizado. Sólo la fortaleza de los impresionantes muros de Valencia explican la resistencia de los valencianos. Ante la imposibilidad de rendir la ciudad, Fernando I tendió una trampa al régulo valenciano, al cual hizo creer que se retiraba del campo de batalla y cuando Abd al-Malik salió en su persecución le presentó batalla con la totalidad de las fuerzas cristinas. El encuentro de ambos ejércitos se produjo en Paterna y la victoria correspondió a las huestes de Fernando I. Tras la derrota, al-Muzaffar recibió la ayuda de su suegro, al-Ma´mum de Toledo, el cual posteriormente le traicionó y le encarceló por su incompetencia. Las crónicas árabes hablan de que Fernando I recibió la ayuda de Alí Iqbal Ad-Dawla, rey de la taifa de Denia, en el asedio a Valencia. En las crónicas cristianas sin embargo, no ha quedado constancia de que el rey de Denia ayudase a Fernando I.

Tras el sitio de Valencia Fernando I se sintió enfermo, por lo que emprendió el regreso a León, donde falleció poco después, el 27 de diciembre de 1065.

En su testamento repartió el reino entre sus hijos: a Sancho II el Fuerte, su hijo mayor, le dejó el reino de Castilla; a Alfonso VI el Bravo el reino de León y Asturias; a García el reino de Galicia y los territorios conquistados en Portugal; a Urraca la ciudad de Zamora y a Elvira la de Toro.

Los hijos de Fernando I, principalmente Sancho II, se dedicaron a guerrear entre ellos. Sancho II, no respetó el testamento de su padre y arrebató Galicia a su hermano García en 1071, al cual hizo, en 1072, prisionero Alfonso VI. Posteriormente Sancho II atacó a su otro hermano, Alfonso, al que venció cerca del río Pisuerga e hizo encarcelar en Burgos. Por intercesión de su hermana Urraca, Sancho liberó al prisionero bajo condiciones, entre ellas que se retirara de la vida pública y no le disputase el trono. Alfonso, sin embargo, huyó a la corte del rey de la taifa de Toledo Abul Hassan Yahya ibn Ismail. A continuación Sancho tomó Toro y puso sitio a Zamora, ciudad que resistió el asedio durante siete meses hasta que Bellido Dolfos asesinó al rey castellano.

miércoles, 27 de enero de 2010

Hablar por hablar / y 33

Y aquella pequeña mano le transmitía toda la energía que necesitaba. Era el motor que necesitaba, la fuente de alimentación de su alma. Aquella mano tenía más poder que mil palabras, que argumentos perdidos, que teorías completas y extensos libros. Aquella manita le proporcionaba el maná salvador y no necesitaba de más explicaciones, sólo asirla, sólo notar sus deditos que le daban cobijo y amparo.

En algún lugar del parque, escondido tras una rama, confundido con el paisaje, al sol de media tarde, Joaquín sonreía al ver que su madre se había conciliado con la vida. No del todo, no completamente, pero sí lo suficiente para que en la cara de Joaquín apareciera una sonrisa. Para que por fin estuviera un poco más tranquilo pensando que su madre por fin iba a hacer lo que el deseaba con toda su alma, lo que había sido el objetivo de su vida y de después de la vida, que aquella mujer, dios la bendiga, fuera feliz.

© 2010 jjb



Nadie es más fuerte que tú que has sabido vencerte incluso a ti misma. Esto son sólo palabras unidas con la torpeza del que las une, pero nacen del cariño, ¡gracias amiga!



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martes, 26 de enero de 2010

Hablar por hablar /32

Y así seguirán vivos en nuestro recuerdo y en el de todos los que les conocieron y les apreciaron.

No sé si llegarás a leer esta carta, soy consciente de tu dolor, también de tu entereza. Sólo quisiera hacerte llegar mi comprensión, mi cariño y mi solidaridad y este grito pacifico y silencioso que me libera y me los devuelve. La seguridad de que todo se transforma pero que nada se destruye.

Estoy seguro que a tu lado habrá muchas personas que te darán los cuidados y el amor necesario. Estoy seguro que verás la luz al final del túnel. Sé que es difícil encontrar palabras cuando todas nos parecen pequeñas, o cortas o sin sentido ante problemas que parecen insolubles, ante situaciones que son muy duras y sobre todo que nos desbordan y nos traspasan. Sólo quiero decirte que en la lejanía, desde la distancia que dan los años y las circunstancias, aunque sé que nunca nos veremos, me encuentro muy cerca de ti y me gustaría haberte servido para que esa carga que llevas fuera un poco más liviana, fuera más llevadera. Sé que no soy nadie para dar consejos, que carezco de fuerza moral para hacerlo. Sólo he querido que sepas que no estás sola, que todos los que están a tu alrededor te darán lo mejor y los que no lo estamos también estamos contigo.”

Y cerró la carta con esa sonrisa que le había quedado en un difícil equilibrio entre la tristeza y la esperanza. No comentó nada como esperaban los que la observaron leer la carta con parsimonia. La guardó en el sobre y dijo “vámonos al parque”. Y allí se fueron sin que mediara palabra en el camino, sin bajar la vista ni un solo segundo. Allí en el parque, en el mismo sitio en que se había reencontrado con la vida, en el lugar en que empezó a perdonar ligeramente al mundo que había sido ingrato, en el banco que fue testigo de ver la ingenuidad, la naturalidad, la vida sin afeites. Allí volvió de nuevo a ver a Joaquín en los juegos de los niños, en los árboles, en las carreras y en los gritos. Le reconfortó la certeza que allí donde hubiera vida, allí donde la gente hablara, pecara, comiera, durmiera, riera… allí estaba él, a su lado, como siempre, inventando historias inverosímiles, surcando el cielo con un corcel, navegando entre mares y tormentas, subiendo a la cima del mundo en globo y bajando a las más recónditas simas sin miedo al peligro y a la nada. Allí, en aquel rincón de la ciudad en el que la vida estaba más presente que en ningún otro sitio, allí la madre de Joaquín encontró lo que se le había perdido.

De pronto aquella niña que se acercaba a su banco cuando ella quería, normalmente cuando estaba sola, se acercó al banco, le cogió la mano, la miró con su mirada de niña. Con esa mirada que a veces le daba la impresión que era el preámbulo de una travesura, con los ojos limpios y muy abiertos y le preguntó: ¿quieres jugar conmigo?


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lunes, 25 de enero de 2010

Hablar por hablar /31

"No sé si te acordarás de mí, hace ya tanto tiempo… El caso es que sigo jugando al backgammon, apenas dos o tres partidas diarias. Sí, en la misma sala que jugábamos hace tiempo tú y yo, cuando te conocí. Por internet se hacen buenos y malos amigos, tú fuiste un buen referente.

He sabido que has tenido una experiencia muy mala, horrorosa. Yo no quiero que pienses que quiero enmendar mi actitud, que intento hacer olvidarte que me comporté inadecuadamente. No es eso, sólo sé que me he sentido muy cercano a ti porque recientemente, muy recientemente, he tenido una experiencia no comparable a la tuya pero muy dura y eso me ha motivado a escribirte esta carta que no se si leerás. Lo cierto es que me gustaría compartir contigo algunos de los sentimientos que he tenido, algunas de las sensaciones que me han ocurrido. Me gustaría transmitirte mi fuerza, mi inconsistencia, mis debilidades. Me gustaría que supieras que no estás sola a pesar de todo. Me gustaría que supieras que nada puede paliar tu dolor, pero que si somos muchos los que lo hemos padecido y lo entendemos.

No sé si leerás esta carta, tampoco estoy muy seguro si esto te ayuda o te pueda hacer daño. Lo cierto es que no es ésa mi intención. Lo que quiero que sepas es lo que yo he sentido y siento, compartir contigo algo que nunca he podido contar a nadie.

No soy católico, lo fui y así fui educado. En todas aquellas historias del temor de Dios y el perdón de los pecados no creo, tampoco en la vida eterna ni en los paraísos para los buenos y los que hacen caso a los curas. La verdad es que sería bueno, pero sinceramente no creo en eso.

Hace no mucho se fue alguien muy querido por mí. Alguien de quien había temido que se fuera desde hace años. Jamás soporté que me faltaran los más cercanos, quizás porque nací de padres muy mayores y siempre tenía la idea de que me quedaría solo muy pronto, excesivamente pronto. No podía soportar aquella sensación, ese miedo, y durante años tuve terror infantil, un miedo desmedido a quedarme solo. No podía aceptarlo y siendo un niño no encontraba ninguna solución a esa posibilidad. En la noche iba a la habitación de mis padres diciéndoles que tenía miedo y que quería dormir con ellos. Sólo el calor de mi madre disipaba mis miedos, mi angustia, mi terror.

Un día terminé con ellos, internamente los asesine, ya no existían. Asumí que ya no estaban y acepté que un día dejaría de estar sin ellos y que así tendría que vivir. Asumiendo esa realidad, aceptando que la vida siempre acaba, siempre termina,. Ese día me liberé de mi obsesión y gracias a Dios pasaron muchos años, muchísimos años, hasta que mis padres se fueran de verdad, no sólo de mi obsesión. Mi madre murió hace muy poco, a los 97 años.

El caso es que a pesar de los años, a pesar de la obsesión sanada, cuando se me fueron sentí un tremendo vacío en mi. Sentí que algo de mí desaparecía. Me sentí mal porque creía, estaba seguro, que debería haberles hecho más caso. Debería haberles querido más, hacerles caso aquella vez. Me sentía culpable de omisión, creía que debería haber hecho más, darles más tiempo. Los echaba tanto de menos, aún hoy los echo de menos.

Nada es comparable, lo sé. Pero lo que a mí me ha ocurrido, lo que yo he sabido, es que sí es cierta la resurrección de los muertos, la vida eterna ésa de los curas, no exactamente igual, no en los mismos términos. Porque te aseguro que en los años en los que no he tenido a los que se fueron, los he visto vivos en muchas situaciones, en muchos momentos. En mí, en mi hijo, en todos aquellos que le conocieron, en lugares. Nada se va y siguen vivos en la memoria de los que les conocieron. Lo sé, carece de sentido religioso. Ni con mucho es una teoría válida para construir nada, pero es así. Todos aportamos valor para que cuando nos vayamos sigamos vivos en los que dejamos. Aquí quedan nuestras obras, nuestras palabras, nuestros hechos. Aquí siguen vivos los que quisimos y aún queremos, porque nada puede acabar con el cariño y nada nos puede quitar nuestros sentimientos.

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viernes, 22 de enero de 2010

Hablar por hablar /30

Poco a poco, muy despacio, se vieron síntomas de mejoría en la madre de Joaquín. Comía un poco mejor, decía alguna palabra, se le notaba cierta turbación en los minutos previos a ir al parque. Eran pequeños detalles, apenas nada. Pero era la primera vez en meses que había algo distinto, una pequeña luz dentro del túnel, muy poco, pero mucho.

La niña había días que iba, otros no. Algunos días se acercaba al banco y otros correteaba con otros niños de su edad por el parque. Pero a diferencia de antes, la madre de Joaquín ya no miraba al suelo y observaba lo que ocurría en el parque. Las carreras de los niños, sus riñas, sus juegos, escuchaba los ruidos humanos y los ruidos de los animales, veía los árboles, veía la naturaleza y su proceso de vuelta a la vida avanzaba según iba avanzando su deseo de ver, de observar.

La primavera primero y el verano después, obraron milagros en el estado de ánimo de la madre de Joaquín que ya hablaba con naturalidad. Se centraba en las cosas cotidianas, hacía las labores diarias, preguntaba por los que antes no preguntaba. Recordaba a Joaquín día y noche pero le tenía a su lado. Ya le había dado un respiro a su feroz decepción con el mundo y se comportaba natural y espontáneamente con huellas de dolor, con dolor soterrado, pero vivía y daba señales de vida.

No perdonaba su visita al parque por la mañana y cuando caía la tarde. Aquel parque en el que había corrido de niño y de adolescente su hijo y donde le vio a través de los ojos de una niña y le sintió con la dulce presión de la mano de una niña.

Cada día estaba mejor y cada vez estaban más contentos los que le rodeaban que le habían dado todo el cariño del mundo, su atención y sus desvelos. Pero que no habían logrado resultados hasta que llegó la primavera y con ella las visitas al parque. Nada importaban los intentos fallidos, las caricias no atendidas. Nada, porque ahora si veían que aquella mujer había abierto su isla al mundo sin olvidar ni uno solo de los motivos de su profunda melancolía.

Tanto había mejorado, tan notable era su normalidad dentro de los cauces posibles, que un buen día se atrevieron a decirle todas las llamadas recibidas, los mensajes llegados y sobre todo las cartas que le habían dirigido.

Las habían leído todas los más allegados. Fue una decisión difícil pero que tuvieron que tomar, puesto que ella no estaba en condiciones de leer al recibirlas. Y sobre todo porque no sabían cuando lo estaría, incluso si ese día llegaría.

Por eso sabían que aquella carta, de un viejo amigo del que apenas sabían, tenía una carga emocional que posiblemente no fuera aconsejable ni siquiera en aquel punto en el que la mejoría se hacia notar.

Por eso le dieron muchas vueltas y lo discutieron una y otra vez hasta que por fin llegaron a un consenso. Hablarían con su psicóloga y le plantearían si era idóneo el enseñársela o por el contrario era mejor no hacerlo. Así lo hicieron y ella fue categórica. Había que enseñársela, debía leerla.

Lo hicieron. Le explicaron porqué habían abierto y leído las cartas y le dijeron que aquella era especialmente importante y que les gustaría que la leyera. Los miró con una sonrisa y con aquel fondo de tristeza que se había alojado en sus ojos. Se puso las gafas, tocó el sobre, sacó la carta y empezó a leer aquella carta a la que daban tanta importancia.

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jueves, 21 de enero de 2010

Hablar por hablar /29

Los días seguían su rutina, sólo interrumpida por ese entreacto, ese paréntesis, en el que sacaban a la madre de Joaquín al parque. Poco a poco le iba gustando la idea de ir a aquel parque. Poco a poco lograba salir de su laberinto para pensar en el parque y en las sensaciones que en él tenía.

El calor, el viento, la luz, el bullicio de los niños, rara vez la lluvia, el tiempo justo para salir apresuradamente de allí. Pero recordaba a aquella niña, aquella niña que se acercaba al banco cuando estaba ella sola. Le hacía pensar en otras cosas. Le hacía incluso evocar la figura de Joaquín cuando tenía su edad. Rememorar cosas que la tristeza le había hecho olvidar. Restaurar certezas que había abandonado al querer abandonar el mundo, al desterrar la vida como se conoce de su vida, al sufrir el tremendo desgarro, al suponer que sin duda era culpable de algo cuando la vida le había tratado tan mal. No encontraba razón alguna para ser merecedora de tanto sufrimiento. Y no la encontraba porque no había ninguna. Pero en ese laberinto se perdía y quería abandonarse salvo cuando pensaba en aquella niña que no le decía nada, pero que se sentaba a su lado y la miraba.

El día lo superaba pensando en los momentos que vivía en el parque. Su vida seguía careciendo de sentido para ella pero al menos había surgido una pequeña ilusión, una mínima ilusión, una paupérrima razón. Aquel parque, aquel banco.

Día a día los que estaban a su alrededor veían lo que aquel parque conseguía, lo que la ausencia de alguien a su alrededor conseguía. La fuerza de aquello era infinitamente superior a terapias, a palabras, a teorías y prescripciones, y aplicaban aquella bendita medicina sin restricciones.

Aquella niña se acercaba al banco y miraba a la madre de Joaquín. Un día acercó la mano buscando la suya y con la mano cogida pasaron minutos. Quizás fue sólo una mala percepción, quizás no, no lo se. Pero parecía que de los ojos de la madre de Joaquín surgía una lagrima, una sola, que surcaba su cara y se perdió en la arena del parque no muy lejos de sus pies.

Una lágrima es un océano cuando ya no te quedan más por haberlas gastado todas en tu desesperación. Una lágrima, aquella lágrima, era una promesa de vida. La certeza de que las cosas, los organismos, los órganos, las funciones, adquirían un poco de normalidad. Las cosas volvían a su cauce y aquella lágrima era la avanzada del cauce de las cosas.

Aquella niña con su mano entrelazada con la mano de aquella mujer con aspecto tan triste la mirtó y sonrió. Sólo sonrió, sin decir una sola palabra, sin pedir nada a cambio, sin negociar futuras concesiones. Sólo le regaló una sonrisa y quizás… no lo se, no me hagas caso, quizás la madre de Joaquín le devolvió un amago de sonrisa. Un pequeño gesto similar a una sonrisa, lo más parecido a una sonrisa que meses de desesperación podían asimilar. Pero una voluntad de comprender que aquella pequeña mano era una invitación a la esperanza, era un preámbulo de la vida. Quizás fuera también, quizás pudiera ser, el mensaje que estaba esperando sin ella saberlo, sin esperarlo, sin esperanza, sin nada. Porque en esa sonrisa, en aquella mano, en aquel momento vio lo que durante tiempo había invocado y no había querido imaginar.

Aquel momento desapareció cuando la niña salió corriendo de la misma forma que llegó, sin previo aviso. Pero daba igual, ya había quedado el poso. Ya había notado la vida de aquella niña en su mano. Ya había visto que a pesar de lo que ella hubiera deseado, la vida no se había detenido y seguía vigente en todas sus formas.

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miércoles, 20 de enero de 2010

Hablar por hablar /28

Pasaron días como si fueran una sucesión de imágenes borrosas. Con esa tenaza que le atormentaba, que le hacía perder a ratos la consciencia y a ratos recuperarla. Ya no le quedaban lagrimas, ni le quedaban fuerzas para seguir negociando el canje a base de gritos. Tenía la sensación de estar sola, terriblemente sola rodeada de muchos. No hablaba, no quería hablar, no quería detalles, no quería pensar. Sólo quería que le devolvieran a su hijo. Sólo quería soltar aquella pesadilla, terminarla de una vez por todas y buscar en el sofá la sonrisa de Joaquín. Pero ya no le quedaban fuerzas para maldecir al mundo, a Dios, a los hombres.

Aquella maldición se convirtió en interna y aún preocupó más a los que ya estaban bastante preocupados. No hablaba, no comía, no andaba. Sólo bajaba la cabeza y allí se entregaba a la nada en horas de más de sesenta minutos. El tiempo le había hecho convertir su desesperación en dolor, en tachar las esperanzas y arrastrar la verdad, y no aceptaba aquello. No quería vivir ni allí ni así. No quería nada, sólo morirse. Porque en este mundo ya no cabía y quizás pensaba que así podría ver a Joaquín allá donde estuviera, en el paraíso de los justos.

Seguía allí sumida en sus pensamientos sin consuelo y sin argumentos. Sin ganas de vivir ni ganas de hacer nada. Sin fuerzas para llorar ni manos que estrechar. Sola entre la multitud de todos aquellos que querían ayudarle. De todos aquellos que intentaban en vano sumar razones para que volviera a estar con ellos, que también en el dolor inventaban historias. Creaban palabras para arrancarle algún gesto humano, que saliera de aquel laberinto del que ni quería ni podía salir.

Fueron todos. Los amigos de su hijo, los padres de los amigos, la familia cercana y lejana, y sólo reconoció a los padres de Ana a los que dedicó algo que quería que fuera una sonrisa y realmente fue una mueca de dolor. No quiso preguntar por ella ni saber que había sido de ella, porque los padres de Ana iban de luto riguroso pero no por Ana, sino por Joaquín. Y su hija se debatía entre la vida y la muerte en el mismo hospital en el que Joaquín acabó. No pudo preguntar pero se puso aún más triste por compartir también aquel dolor que ella suponía.

Y tuvo ganas renovadas de llorar y de sentirse doblemente triste. Pero siguió sumida en aquella rutina del silencio, de enfado contra el mundo, con la tierra, con todo y con nadie. Quería salir de aquí, irse, pero no tenía fuerzas para nada. Sólo para seguir muerta en vida, como un vegetal, como ausente de todo, encerrada en la soledad de sí misma, ajena a todo. Fuera obligación, necesidad, sentimiento o pensamiento.

Pasados los días, llegando la primavera, una mano amiga le llevaba a un parque cercano. Nada parecía cambiar. Seguía sumida en su ostracismo, perdida en sus silencios. Pero a pesar de su indiferencia, a pesar de que parecía ajena a todo, se colaban por sus oídos los ruidos de los niños. Notaba en sus mejillas el sol del mes de abril. Apreciaba la sombra de un árbol. Y en aquel banco de madera empezó a notar cosas que hacía mucho tiempo que no sentía.

Tarde tras tarde le llevaban allí y allí miraba ausente lo que pasaba. Un día en el que su cuidadora estaba momentáneamente alejada, se sentó a su lado una niña de no más de tres años, que en silencio se quedó junto a ella hasta que llegó la cuidadora y le preguntó como se llamaba.

La niña salió corriendo como alma que lleva el demonio y la madre de Joaquín no hizo ningún gesto, ningún movimiento que pudiera hacer sospechar que había visto a la niña. Pero la había visto y la había sentido cercana.

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martes, 19 de enero de 2010

Hablar por hablar /27

Silencio, espera, llamadas, un teléfono que suena en la noche… y nadie quiere dar la noticia a una madre. La fueron a buscar a casa. Con engaños dulcificaron la importancia del hecho. Con el tiempo fueron ampliando y convirtiendo en grave lo que antes era leve, pero no se lo dijeron. Llegó al hospital y el nudo que tenía en la garganta era un aviso de que nada bueno le esperaba. Y allí, sin tecnicismos, sin palabras ampulosas, con el cuidado que se puede tener al dar una noticia de ese tipo a una madre, un médico le dijo que su hijo había fallecido en el trayecto, que el golpe afectó a órganos vitales, que nada pudieron hacer.

Y allí, en un pasillo, en un edificio de salud y enfermos. Allí acabó el mundo, como siempre lo había concebido para la madre de Joaquín.

Convertida la sonrisa en una mueca, sin querer creer que aquello que le estaban diciendo fuera cierto. Con la sangre agolpada en la cabeza, sin palabras ausentes y sólo un deseo, una fuerza, una ansiedad, ¡ser ella, ser ella!, ¡que no fuera su niño!, ¡ser ella! Nada podía vencer aquel dolor, aquel abismo, aquel desgarro. Y sólo le salía en un grito, en un improperio lanzado a los cuatro vientos, todo su dolor, su desesperación. Su llanto seco y profundo se concentraba en una sola palabra, en una sola oración, en un solo nombre, ¡Joaquín, Joaquín!. No estaba nombrándole. Lo estaba convocando junto a ella en un último intento desesperado de que aquella pesadilla acabara, que aquello no fuera cierto. De nada valía el hombro de sus familiares, de sus amigos, ¡Joaquín, Joaquín! Buscando fuerzas de la flaqueza para que su grito fuera terrible sin pretenderlo. Porque su única intención era que fuera tan potente para traspasar muros y vientos y que él la escuchara. Desgarrador para que venciera las barreras del espacio, de la lógica y le trajeran a su niño de allí donde estuviera. De allí donde quería negociar un canje y dar su vida para recuperar la del que invocaba, ¡Joaquín, Joaquín!. Le administraron un calmante y mucho cariño. Le dijeron palabras reconfortantes. La besaban, la abrazaban y ella sólo quería que la dejaran en paz para concentrarse en intentar buscar una solución para recuperar a su niño. Se ahogaba en su grito, ¡Joaquín, Joaquín! Sólo quería morirse y no había en la Tierra un lugar donde pudiera encontrar consuelo, ni sosiego, ni paz,¡ Joaquín, Joaquín! Su voz desgarrada era un estilete que se introducía en el alma y en el ánimo de los que la escuchaban. Se le había roto el corazón o al menos se lo habían arrancado de cuajo aquel día, en aquel hospital. Sus gritos fueron cediendo, sus fuerzas se fueron perdiendo. Lograron que se sentara y allí se quedó con la mirada ausente, perdida, como una estatua. Inane, ajena al mundo, prisionera en su interior, esclava de su desgracia.

Pasaron horas en las que parecía que se había ausentado del mundo. Pasaron delante de ella mucha gente que le daba el pésame y pensaba cómo hubieran reaccionado ellos ante un hecho similar. Pasaron otros que querían ayudarle y no sabían cómo. Otros sabían como hacerlo pero ella estaba encapsulada en la nada, en el delirio. En un estado de prevención ante el precipicio que impide caer más y sentir mucho. Pero seguía aquel vacío, las ganas de gritar y la impotencia de no hacer nada, la imposibilidad física de poder pensar coherentemente. El dolor se había desbordado. Había empapado como lluvia de mayo cada uno de sus términos sensibles y algunos órganos que desconocía. Era tan fuerte el dolor que apenas podía diferenciar la realidad de lo ficticio.

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lunes, 18 de enero de 2010

Hablar por hablar /26

En silencio, con el silencio sonoro de la noche. En una escena prácticamente igual a la que vivieron unas semanas antes al salir de la anterior boda. En aquella ocasión hablaron por primera vez de su boda. Ahora los dos recordaban aquel momento como si hubiera sido unos minutos antes. Se miraban a veces furtivamente, otras coincidían y como si supieran que ambos pensaban en lo mismo. Sonreían cómplices un segundo, sólo un momento.

Fue aquel cambio de rasante, uno más. Ni peor ni mejor, una línea continua que conminaba a no adelantar. El coche con aquella pareja ascendiendo a velocidad adecuada. No había muchos coches, pero había intuido coches en el otro lado porque se veían las luces. Un conductor adelantando donde no debía, una velocidad desmesurada. Y allí, un poco antes de coronar la loma… un segundo, nada, un choque brutal. Un segundo de terror, un ruido estremecedor, un coche que huye, un coche que hace ver lo que aquel loco que adelantaba por donde no debía y que había huído había hecho. Silencio, sonido de intermitentes, carreras, pánico, intentar ayudar y no saber. ¡Están muy mal! Una tensa espera. Una interminable espera para ver a lo lejos luces azules, seguidas de luces rojas que se acercan muy despacio, muy despacio.

Un coche me adelantó en el cambio de rasante pisando la raya continua, chocó con ese coche y salió huyendo. En el coche hay una pareja joven,¡ están muy mal! No, no se la matrícula del coche que chocó. No la memoricé, ¡están muy mal!

El personal de las ambulancias hizo su trabajo rápido y eficiente. Los inmovilizó, intentaron estabilizarlos y les evacuaron al hospital más cercano.

Ingresa un varón. Paciente varón de edad aproximada 25 años. Ingresa por accidente de coche. Hechos los controles se le detectan lesiones incompatibles con la vida con lo cual se inicia el protocolo de deceso y se da conocimiento a la policía judicial.

La muerte tiene eso, un protocolo, una forma de actuar. Por qué, por qué, no, protocolo. Hay que llamar a los familiares. Debemos activar el protocolo de defunción y yo me cago en los protocolos, especialmente en el de defunción. Llamar a la madre, la madre no es una palabra, es una persona que ajena a todo eso jamás asimilará los protocolos. ¡Jamás aceptará la realidad!

¡No, no quiero, no! ¡No quiero protocolos! ¡No, por favor, no! Avisen a la familia, busquen los teléfonos, cumplan el protocolo. María ¿tienes los teléfonos? Sí, ya voy para allá. Haz el favor de acabar. Sí, te preparo el quirófano. Sí, llama a urgencias.

El varón ingresado presenta opciones incompatibles con la vida. ¡Dios mío!, ¡incompatibles con la vida! Eso es un eufemismo de la muerte. Y Joaquín, a efectos de los literatos de la muerte ya no vive.¡ Está muerto!, muerto en una carretera secundaria a manos de un inconsecuente. En un segundo, sin justificación ni razonamiento, ni lógica, ni nada ¡Dios mío!, ¡cómo explicarlo, cómo razonarlo, cómo aceptarlo! No me valen los certificados, ni los partes, ni las alegaciones, ni las pruebas, no.¡ No quiero, no puedo! ¡Me cago en las autopsias, maldigo lo cierto! ¡Eso no es verdad, eso no es posible!

© 2009 jjb
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