viernes, 30 de abril de 2010

Sancha /28

Y las niñas del barrio eran como nosotros pero con el férreo aleccionamiento de sus madres para poner coto a cualquier mano de hombre o de niño. Eran diosas con pecho incipiente que nos hacían buscar mil y una fórmulas para acercarnos a ellas, con la duda de ser un buen amigo o un amigo bueno, porque lo que queríamos no era ninguna de las dos cosas. Qué sé yo, qué ignorancia, qué balbuceo me daba mi tremendo miedo a equivocarme, a fallar. Temiendo en mi inexperiencia que no se iba a notar mi falsa experiencia, necesitaba datos que aportar a aquellas conversaciones sucias y prohibidas que imaginábamos sentados en la valla de la plaza de Lepanto.

Y de vuelta a casa seguía ensimismado en aquella obsesión en forma de chica, pensando y repensando qué podía hacer para acercarme sin levantar la liebre, ser atrevido sin pasarme, ser discreto sin parecer un soso, ser notorio sin parecer arrogante, poder desenvolverme como se desenvolvían aquellos galanes de las películas que sin despeinarse se llevaban a aquellos monumentos al huerto. Pero lo cierto es que las películas daban pocas pistas del proceso. Los mayores tampoco es que se esforzaran mucho y todo era muy confuso.

Subiendo hacia casa, en la cuesta de Independencia que era el final del trayecto no era la primera vez que lo veía. bajaba hacia Ópera andando hacia los lados, la mirada perdida, el aspecto horrible, un traje que posiblemente tuviera un noble origen pero que la mala vida que había llevado en la percha que lo transportaba lo había convertido en harapos de un color imposible, con restos de mejor no pensarlo. Debajo no había camisa y se adivinaba una camiseta de tirantes y pelo en el pecho, una gabardina roída y con un muestrario de borracheras distantes, en los pies unas zapatillas quizás robadas de algún cubo, quizás fruto de la buena voluntad de alguien, qué sé yo.

A pesar de que su centro de gravedad estaba ausente y se movía con un preocupante oscilamiento que amenazaba con una inminente caída, su rito era decidido, como si supiera donde iba, pero no lo sabía. Se dejaba llevar por su instinto y al llegar al final de la cuesta, al final de la calle Independencia, miró hacia un lado y hacia otro y con un gesto rápido, que afortunadamente no lo llevó al suelo, se fue calle Vergara arriba, vete a saber dónde.

En el barrio había muchos borrachos, se juntaban en sitios determinados hasta que los echaban los guardias. Pedían monedas y compraban vino barato, áspero y fuerte, con un fuerte olor y una consistencia que tiñe la boca, los labios, la lengua y cualquier conducto que lo soporta hasta llegar al estomago donde seguramente hacía estragos.

Eran un grupo unido solo por su afición a la bebida y por su exclusión de una sociedad que por algún motivo u otro les había expulsado. Unos eran violentos, otros desagradables, otros falsamente educados. Alguno habría bueno, pero lo cierto es que no les dedicábamos ni siquiera un segundo para saberlo. Habíamos sido aleccionados por nuestras madres y sobre todo no queríamos acercarnos a aquellos residuos que la sociedad había depositado en el mismo sitio que nosotros jugábamos.

Pero aquel hombre que vi aquel día a pesar de ser borracho, ya lo había visto varias veces. Era distinto, no estaba en un grupo. Lo había visto alguna vez discutir con alguno de ellos, y me había llamado la atención aunque aún no sabía muy bien por qué, así que cada vez que lo veía, lo observaba y lo seguía con la vista hasta que desaparecía.

© 2010 jjb

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jueves, 29 de abril de 2010

Sancha /27

“Cordero

Verano, parece que siempre es verano. Estoy harto de que siempre sea verano, pasa sin detenerse, se nos escapa sin darnos cuenta, sin querernos dar cuenta, se va y enseguida vuelve, siempre es verano. Los balones corren libres por la plaza llena de polvo, en esa plaza en la que me fumé el primer cigarrillo, comprado con miedo a aquella vieja de los caramelos y el regaliz que siempre llevaba mitones en las manos. Ese cigarro que dejó paso al siguiente y así hasta que ya ni siquiera tosíamos, o tosíamos poco.

Los domingos mi padre me daba la paga, después de pedírsela con solemne seriedad, después de comer, antes de salir corriendo. La primera paga que recuerdo eran veinticinco pesetas, cinco duros, que estiraba milagrosamente durante aquellas tardes de fiesta. Seis pesetas eran para el bocadillo de calamares. Los calamares eran correosos, realmente no eran ni calamares, eran voladores, una especie muy parecida al calamar pero bastante más económica. Era la especialidad de un bar de los aledaños de la Plaza Mayor, en la calle Zaragoza. Estaban malos, pero nos sabían a gloria.

Cruzando la plaza en dirección al cuartel de bomberos de Imperial, hay otra bocacalle en la que tomábamos una caña de cerveza, la de mayor tamaño del barrio, acompañada de una patata con alioli y una aceituna, total cinco cincuenta. Desandando el camino, con el sabor áspero de la cerveza aún en la boca, en la patatería de Mesón de Paños comprábamos los recortes, un manjar sólo para nosotros. Los trozos inservibles de las patatas rotas acompañados de pedruscos de sal e incluso a veces de una patata entera sin freír que no se comía pero hacia bulto en el cucurucho de papel de periódico que nos vendían al módico precio de una peseta. Doce pesetas se iban a un paquete de tabaco que en aquellos tiempos daba para uno de calidad media, que había que acabar antes de llegar a casa para que no nos descubrieran. Los cincuenta céntimos restantes se dedicaban a comprar unos caramelos, casi siempre Saci para quitarnos, o al menos intentarlo, el mal sabor del tabaco en la boca y así llegar a casa con un aliento a mentol que nos permitiera dar los besos sin que se notara el olor de aquellos cigarros furtivos y adolescentes.

La lluvia, gota tras gota, derramándose día tras día, llueve y deja de llover y vuelve a llover de nuevo y después un tímido sol aparece. Se cuela por los balcones a las casas acostumbradas a la lluvia y nos hace ver cosas nuevas. Los zapatos se quedaron pequeños, los pantalones se quedaron pequeños, las camisas se quedaron pequeñas, las ideas se quedaron pequeñas.

Ya no nos servían los zapatos, ni aquella plaza en la que con religiosa puntualidad nos dejábamos romper las rodillas jugando a las chapas. Ya no era interesante correr como alma que lleva el demonio cuando el guardia nos quitaba el balón intentando también apuntar nuestros nombres en su libreta de culpables. Ya nada era como antes y lo sabíamos sin decir una palabra. Todo había cambiado y el grupo se hacía parejas, tríos, fracciones más pequeñas que buscaban la vía más rápida para encontrar el sexo contrario. Nos interesaba lo que siempre habíamos despreciado y alejado. Ahora el valor ya no era ganar aquellas interminables carreras de chapas, ahora se medía en tres besos, ya no queríamos saber otras cosas que no fueran que hacían las parejas escondidas en la noche de la Cuesta la Vega, la experiencia de aquel hermano mayor de un amigo que se dignaba a perder un poco de su tiempo con los pequeños.

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miércoles, 28 de abril de 2010

Sancha /26

Un dictador ya viejo, unas ideas antiquísimas, unas costumbres ancladas en otros siglos anteriores, miles y miles de estómagos agradecidos que creían en una cosa y hacían otras. Ésa era la única certeza posible, había que luchar contra aquellos, había que terminar con un Sistema que si alguna vez lo tuvo, había perdido el Norte, había que encauzar la energía de tantos y tantos en conducir todo aquello a la sensatez, al sentido común a superar jirones, dimes y diretes y avanzar para que nuestros hijos tuvieran un país mejor para vivir.

Lo cierto es que con aquella edad nadie pensaba en sus hijos, pero era una buena razón para luchar contra la dictadura. Aquella que llevaba instalada ya demasiados años y cualquier otra que pudiera venir, fuera de derechas, de izquierdas o divina.

Y así, entre la romántica aventura de ser moderadamente revolucionario a ratos y sus ganas de aprender y de obtener respuestas, aquel joven se alejaba del grupo para poder estar en él con otras condiciones. Era tan poco lo que sabía, era tal su timidez, era tal su sensación de inferioridad ante aquellos que eran iguales pero que sabían estar en cualquier situación, con las chicas, con los otros, con todos. Tenía que salir para poder entrar con razón, con recursos y con base, por eso se dedicaba a buscar solo fuera del grupo, aceptando aquella pose como algo natural que no lo era. Pero había en su vida tantas cosas que no eran como las de los demás que ya casi se había acostumbrado.

Un día se sentó de nuevo cerca de Sancha, en su banco limítrofe con la calle Bailén y el más cercano a los jardines de Sabatini. Vio Sancha que parecía más distraído que otras veces, que leía y releía unos folios escritos a máquina, con las faltas que aquellas máquinas y la impericia de algunos hacían que sobresalieran en el texto y se notaran más cuando se intentaban borrar con tippex. Estaba venga a leer y releer. A ratos miraba al infinito que se abría en la cara norte del Palacio, viendo en la lejanía, o en la imaginación, el Escorial, Guadarrama, la sierra, y volvía de nuevo a leer los folios a veces con cara contrariada, a veces con seriedad, a veces con la mirada perdida. Sancha no sabía que le pasaba, pero estaba claro que estaba en ese tránsito que produce el desasosiego y la incertidumbre.

Se levantó del banco una o dos veces, quizá más, volvía de nuevo y seguía en su tarea. No sacó el bolígrafo, no añadió una coma, no hizo ningún cambio ni marcó un párrafo, no anotó un comentario en el margen. Sólo leía y leía, y finalmente una de las veces que se levantó de manera enérgica, se perdió entre la oscuridad de la plaza, camino del Teatro Real, con paso firme y vigoroso, perdiéndose por las calles laterales del Teatro en muy poco tiempo.

Pero se le había olvidado una carpeta en el banco, una carpeta gris, con la huella de las manos, con la indeleble muestra que esa carpeta había sido traída y llevada, manoseada y ajada. La carpeta dejaba ver unos folios que sobresalían de ella, y eso fue el detonante que hizo explotar, más si cabe, la curiosidad de Sancha.

No pudo más y en contra de sus costumbres, aunque se había jurado no volverlo a hacer, amparada de nuevo en la noche, bajó del pedestal, cogió la carpeta y se puso a leer aquellos folios, pero aquella vez yo no estaba con ella.

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martes, 27 de abril de 2010

Sancha /25

Sancha era consciente que aquel joven se sentaba en otros bancos y que observaba a veces otras estatuas. Sabía por tanto que lo que le interesaba a aquel joven eran las estatuas en general y no la suya en particular, aunque su gris piel de piedra se sonrojaba ligeramente dándole un tono imposible durante unos breves segundos. Le gustaba comprobar que a pesar de los siglos mantenía ese coqueto interés en ser objeto de deseo, de aprecio, de interés, y ella sabía que aquel joven estaba interesado en escribir y en contemplar lo que casi ninguno de los miles de visitantes de aquella plaza, incluso los más asiduos, contemplaban.

Si no creyera en la locura, Sancha habría pensado que aquel joven era un insensato, si no creyera en la balanza, en la razón del equilibrio, si no hubiera creído en el delirio, hubiera perdido la esperanza de que aquel joven estaba escribiendo sobre ella. Pero eran tan profundos sus pensamientos que años después sin comprender como podía haberlo hecho, un cubano, Silvio Rodríguez hizo una canción con ellos. El mundo estaba loco, pero ella sólo creía en su locura cotidiana y profunda, en la tremenda locura de pensar que las cosas pueden cambiar, que la vida a veces se puede hacer dulce y ella quería creer que aquel joven estaba escribiendo la parte de su historia menos conocida, su vida de granito y piedra, su vida en un pedestal, su vida después de la vida.

Y aquel joven no escribía sobre ella. Escribía sobre lo que más le interesaba, aunque le interesaba casi todo. Escribía sobre las chicas del barrio que poco o ningún caso le hacían. No escribía nada sobre los demás chicos a los que muchas veces no entendía y otras despreciaba. Estaba dando el primer paso de un largo peregrinaje pretendiendo entender el mundo, pero sobre todo para tener un lugar en él, para poder sentirse cómodo en él. Era un viaje iniciativo a ningún sitio, sólo a una posición, a esa en la que te sientes a gusto en algún sitio, en la que encuentras tu hueco. Y eso hacía intentando conocerlo todo, escudriñando todo, estudiando todo con escasos resultados porque cada vez que se interesaba por algo y tenía una duda por resolver le surgían de inmediato muchas más preguntas que aumentaban de manera exponencial sus dudas que no eran pocas.

Era un círculo vicioso que daba la impresión que por muchos días, semanas o años que viviera no tendría tiempo para solucionar, ni siquiera para tener un número razonable de respuestas porque lo que le pasaba es que cada vez tenía más preguntas y ninguna respuesta. Hasta que empezó a convivir con la idea de que el mero hecho de tener preguntas era parte de la solución de sus problemas, y así seguía buscando y rebuscando y escribiendo en papeles sueltos, en blocs, en folios de la Facultad, en servilletas, en manteles de papel y en cualquier papel que tuviera un hueco para poder hacerlo.

Había crecido allí en aquel barrio muchos años después de que a Sancha la taparan con sacos terreros, pero aún quedaban jirones de aquella guerra y sobre todo quedaba un dictador, el mal representado por una única persona con nombre y apellidos.

Tener dieciseis años, ser rebelde por ese difícil equilibrio de hormonas que esa edad facilita a la naturaleza y tener la representación de la injusticia instalada en tu país, en tu ciudad, en tu barrio, es una de las mejores cosas que le pueden pasar a un adolescente.

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lunes, 26 de abril de 2010

Sancha /24

Y allí en su pedestal, viendo a los niños correr y a Perico dar vueltas y más vueltas, Sancha convirtió la esperanza en rutina y vivía confortablemente instalada en el aburrimiento. Tenía sus clientes fijos, los de las nueve de la noche en verano, un matrimonio de cierta edad de Tomelloso, porteros de una casa de la calle del Lazo que apenas hablaban en las dos horas que tomaban el fresco. Pensaba Sancha que debía ser un largo matrimonio en el que el silencio era una inteligente forma de no discutir ni contrariarse, el caso es que todo se solventaba con un “hace fresco” y un “vámonos ya”, casi siempre dicho por ella y sin respuesta de él.

Estaba también aquella pareja de por las tardes. A él, que parecía un hombre tan serio con su traje y sus gafas, se le hacían los dedos huéspedes en cuanto se sentaban en el banco. No venían todos los días, y sin saber por qué, Sancha tenía la presunción de que la resistencia de ella a los embates de él ni era muy drástica ni parecía muy convencida, pero el caso es que a él le faltaba tiempo y le faltaban manos, y así pasaban la tarde en una batalla incruenta que se saldaba con unos besos y como ponía en los periódicos de la época, con unos tocamientos. Pero en este caso aparentemente consentidos, aunque disputados, y siempre leves, como también decían en aquellos tiempos, sin llegar a mayores.

Posiblemente aquella pareja, pasados los años, se casara porque dejaron de ir y Sancha no los volvió a ver. Ya había comprobado Sancha que las parejas de aquel barrio que se casaban se iban a vivir a zonas aledañas de Madrid, a pueblos de los alrededores que se iban convirtiendo en ciudades a una velocidad vertiginosa. Hablaban mucho de Móstoles, del que Sancha había oído siglos atrás cuando los franceses reinaban en España y ella estaba recluída en el almacén. Y lo que había oído es que el alcalde de Móstoles se había levantado en armas contra los franceses, Andrés Torrejón se llamaba el alcalde. La realidad no era esa, la realidad es que fueron dos los alcaldes que firmaron el bando que animaba a levantarse en armas, Andrés Torrejón y Simón Hernández. Cosas de la historia. El caso es que muchos jóvenes se iban a vivir allí, y era tanta la distancia a Madrid que algunos bromistas a los que Sancha escuchaba, empezaron a llamar a Móstoles el “más allá”. Qué ocurrencias tenían estos madrileños que no habían cambiado nada la forma de ser de sus antepasados de todos los siglos.

Estaba también aquel joven que siempre con la ropa arrugada, con aparentes prisas, paraba en el banco para devorar los periódicos que traía debajo del brazo. Tomaba notas en una minúscula libreta y después se iba con la misma premura con la que había llegado. Sancha no sabía por qué tenía siempre tanta prisa pero le asombraba ver la rapidez con la que leía, o revisaba, los diarios.

Pero había alguien al que Sancha observaba desde hacía tiempo y que le llamaba la atención. Apenas debía tener veinte años, quizás bastantes menos, pero era tan alto. Venía con libros bajo el brazo, sacaba una libreta y se ponía a escribir horas y horas. A veces miraba al Palacio, otras se fijaba en la gente, otras miraba por encima de la verja de los jardines de Sabatini al horizonte de la Casa de Campo. Hacía lo mismo que ella con la única diferencia de que ella no escribía. Pero lo que le gustaba de aquel joven a Sancha es que era el único que reparaba en ella, que la miraba a ella y también a su marido, que leía la placa, que observaba hasta los mínimos detalles de su figura, y eso no sólo era extrañísimo sino que además durante siglos había sido casi inédito.


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viernes, 23 de abril de 2010

Sancha /23

Con el tiempo también iban cambiando los coches, que cada vez en más número iban y venían atravesando veloces la calle Bailen, hacia la plaza España, o hacia San Francisco. Daban vueltas a la plaza, se paraban en los semáforos, pero no cerca de la posición de Sancha. Porque el semáforo que allí estaba era sólo intermitente, que protegía, levísimamente, a los peatones que cruzaban la calle sin detenerse nunca a mirar a Sancha.

Los niños se habían hecho adolescentes y los adolescentes casi adultos, pero otras generaciones ocupaban su espacio de edad. Todo seguía un orden y los de la misma edad se juntaban en grupos que jamás aceptaban a otros más pequeños, aunque la diferencia de edad fuera sólo de un año. También había un agrupamiento geográfico de más difícil explicación que el de las edades, los de la plaza de Lepanto que tenían además sus grupos de edades, los de la Encarnación, que también, los del Cabo Noval. Esos eran los grupos geográficos, amigos y distantes, y bajo los puntos de vista de aquellos muchachos también distintos aunque nadie podría ver las diferencias.

Esos mismos grupos con el tiempo se disolvían, se transformaban, se destruían. Y los que fueron amigos del alma después se fueron distintos caminos, cuando ya no importaba ni la edad, ni el lugar de la plaza donde se reunías, ni aquella eterna separación entre chicos y chicas que se buscaban evitándose, que intentaban conocer lo desconocido y se asombraban al sentir cosas que antes nunca habían sentido y que ni sus padres, ni los libros de texto, ni ninguno tipo de libro, les había explicado.

En aquella plaza se empezaron a construir historias muy parecidas a las que se escribieron antes. Se empezaron a crear cuentos iguales y distintos, parecidos y semejantes. En aquella plaza había vida y cada tarde el mundo se volvía a inventar con juegos, historias, canciones, mentiras, verdades y cuentos. Muchos cuentos que alguien tenía que contar en algún momento y que eran como las tardes que en aquel momento del mundo allí transcurrían, ajenas al tiempo y al espacio, ciertas y vanas, dolorosas y ambiguas, profundas o superficiales. Porque aquellas gentes que ocupaban la Plaza, sin que lo supieran, sin apenas darse cuenta, sin tener consciencia de ello, eran la Plaza.

Pero Sancha sí lo sabía. Había pasado tantos y tantos años allí o en los alrededores, al aire libre o en un almacén o embutida en sacos terreros, que era sabia, y aún lo es más hoy después de los años. Ella era consciente que cada día de paz y tranquilidad, de repetición de hechos, de rutina persistente y aburrida, era un gramo de paz para hacer granero. Ella sabía que aquellos gritos de niños que jugaban a ser lo que nunca serían, que volaban a sitios aún no descubiertos, que imaginaban cosas que aún no habían ocurrido, era una parte del futuro. Y lo más importante, era lo que en el futuro ellos llamarían con añoranza “mi niñez”. Sabía también que algunos se quedarían por el camino por esa tontería que empezaba a ver y que era la muerte empaquetada en jeringuillas. Sabía que otros se quedarían por el camino porque se les quitarían las ganas de seguir. Estaba segura que nadie le recordaría, y tenía serias dudas si al menos uno se habría fijado en el nombre que ponía en el pedestal, su nombre. Estaba casi convencida que como mucho sería uno de los reyes godos, sin más precisión ni certitud, pero le daba igual. Había visto tantas cosas, había llorado tantas lágrimas de granito, le había dolido tanto España, que lo que veía y oía le gustaba y mucho. Estaba contenta y su sonrisa se amplió milagrosamente haciendo más grande la parte de la boca que la delimitaba, subiendo un poco más el labio superior para hacer aún más patente su alegría.

Sancha de nuevo había vuelto a tener esperanza, no en los hombres de los que ya no esperaba nada, sino en aquellos niños que cuando llegaran a ser hombres ya no tendrían los odios que sus abuelos y sus padres habían acumulado durante siglos. Sancha sabía que nunca más volverían los negros pájaros de las tinieblas. Sancha podría equivocarse, pero por primera vez en mucho tiempo tenía esperanza.

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jueves, 22 de abril de 2010

Sancha /22

Su competidor era una bicicleta que en la parte delantera tenía una especie de jaula en la que cabían tres niños. La fuerza motora era humana, las piernas del conductor del vehículo, y aunque no era lo mismo, era el sustitutivo cuando la demanda de Perico era muy alta. Entre los dueños de aquellos micronegocios parecía haber buenas relaciones y convivían tranquilamente respetándose mutuamente los horarios de los itinerarios. Mientras uno estaba dando la vuelta el otro estaba en la base de operaciones, y el de la bicicleta daba dos o tres viajes por cada uno de Perico. Cobraba y llenaba su sitio más rápido con solo tres ocupantes, mientras que el proceso de embarque en el otro era más proceloso.

Y así convivieron durante años los dos vehículos uno de tracción animal y otro de tracción humana. Los días de fiesta de primavera y verano se unían dos vendedores de globos, un vendedor de pipas y frutos secos y el barquillero que llevaba su enorme cilindro rojo donde se podía jugar a tirada segura para comprar los barquillos. A veces también pasaba otro barquillero, también ambulante, con una cesta y otros barquillos más modernos, de colores y sabores.

A todos ellos, a los niños, madres y padres había pocos porque posiblemente frecuentaran las tabernas de los alrededores o las tabernas de los aledaños de sus trabajos, los vigilaba un guarda jurado flamante con su uniforme de pana, su cinta atravesándole el pecho diagonalmente, su vara que parecía la de un alcalde y aquel sombrero de fieltro gris con un oropel con los colores de la bandera de España. Daba gusto verlo saludando a unas madres y otras, tocándole la cabeza a los más pequeños y vigilando atentamente a todos los que se encontraban entre las edades comprendidas entre la de los niños y las madres para que no pisaran el césped, no se subieran a los árboles, no jugaran al fútbol, no se besaran ni hicieran ningún tipo de acto indecoroso o emitieran alguna palabra blasfema o malsonante.

Eran años en los que se perdía la sensación de abismo y poco a poco, sin olvidar, las cosas se iban normalizando aunque nada cambiara. Aunque en el fondo todo fuera igual, todo era distinto, y Sancha estaba contenta viendo que su plaza se llenaba de gritos y cantos, de alegrías y risas, que la ropa tenía más colores y menos remendones, que a los zapatos se les cambiaban las suelas y las medias suelas pero no se teñían para disimular que duraban un año más, que el hambre ya no era tan inmediata y la vida parecía más grata. Sancha veía que allí estaba el futuro, un futuro de jóvenes sin fusiles y mesas sin piedras en las lentejas ni nubes en el corazón y eso le hacía sentirse más feliz.

Algunos jueves veía las carrozas que entraban en el Palacio por la puerta del Príncipe mientras la banda de la Guardia tocaba sus himnos. Pensaba Sancha que definitivamente los reyes volvían a su casa después de su larga ausencia, pero no. Eran los embajadores que presentaban sus cartas credenciales al Jefe del Estado al que llamaban el Caudillo, el Generalísimo, pero que no era el Rey, sino un militar que mandaba en España con mano de hierro. Y se entristecía Sancha cuando todas las carrozas y los coches salían de Palacio y se cerraban las puertas hasta otro jueves en el que hubiera presentación de cartas credenciales.

Sólo en unas ventanas de la zona norte del Palacio se veía luz por las noches. Eran las habitaciones de los guardeses que allí vivían, pero no había nadie de la realeza viviendo allí y a nadie se esperaba.

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miércoles, 21 de abril de 2010

Sancha /21

Aquel pollino era un brioso corcel. Ese del que hablaban los cuentos épicos de la época, ese con el que soñaban los niños después de ver los cuentos del Capitán Trueno, del Jabato o de Hazañas bélicas. Sin que Sancha, ni nadie, pudieran entenderlo, las niñas leían otras historias más románticas, más tiernas, menos sangrientas. Curiosamente en aquel carro montaban niños y niñas, pero sólo en la caja porque en el pescante y en el burro sólo había niños, sin que nadie, ni Sancha, supieran por qué.

Aquel animal daba vueltas a la plaza de Oriente y pasaba cerca de Sancha y su esposo cuando ya había pasado el ecuador y subía en pequeña pendiente hacia su lugar de destino, que coincidía con el de salida. Alguien le puso nombre, quizás su dueño, quizás algún niño, le pusieron Perico. Y años después, un cantante de voz de cazalla y desgarro profundo le hizo una canción que no le hacia justicia:

Perico, Perico, eres un gran borrico,
de grandes orejas y gran corazón.

Lo de las orejas era cierto, pero Perico era más bien un burro pequeño, un poco agobiado por el Calcio 20 y el aceite de hígado de bacalao que las madres de entonces daban a los niños y que hicieron que la talla media en España sufriera un espectacular avance en aquella época del milagro económico español.

En las casas de las familias españolas, de las personas que cada vez configuraban más eso que llamaron clase media y fue el rasero que unos aplicaron para mostrar las ventajas del franquismo, pero que tuvo poco recorrido porque en todos los países europeos que no estaban contaminados por la dictadura feroz del comunismo, también se estaba creando una multitudinaria clase media que trajo a Europa una economía dulce y una vida menos injusta. Se comían las lentejas de toda la vida, el cocido madrileño o sus variantes regionales, judías verdes, hígado, huevos. Pero además se administraban aquellos elixires del progreso en forma de botellas de líquido blanco, el Calcio 20, y en ampollas de color indefinible y sabor acorde el aceite de hígado de bacalao.

Perico transportaba a ningún sitio a todos aquellos niños que hacían cola mientras daba su vuelta triunfal a la plaza de la mano de su amo, sorteando coches, respetando semáforos, soportando el peso de los transeúntes. Jamás se quejó, no queda constancia de ello ni documentación al respecto:

El burro Perico tiraba, tiraba
De un carro de niños
Que alegres cantaban
Que alegres cantaban
Con mucha ilusión

O aquella otra estrofa que tanto le recordaba a Sancha sus tardes locas de cine y de campo, de huídas y renuncias:

De bronce el caballo
Todo se movía
Bajarse quería
De su pedestal
Para en el borrico
Poderse montar

Y aquella otra no menos sentida y romántica además de solemne, monárquica y sentida:

Los reyes de España
Vestidos de blanco
Rendían sus armas
Con todo esplendor
Rendían sus armas
Con todo esplendor

Y los niños felices viendo a Perico siguiendo sus caminos, durante años y años. Un día le salió un competidor, bueno no a su altura, mucho menos noble y mucho más eficiente, que es la forma que tenemos los humanos de nombrar a todo aquello que despojamos de interés y belleza. Un bordado de hilo es mucho más barato y mucho más técnicamente perfecto realizado por una máquina que hecho por una abuela de un pueblo de Ciudad Real. Pero carece de la mano de la abuela, del cariño que le ponía al hacerlo, de la belleza de la imperfección y la grandeza de que jamás hiciera dos piezas iguales. En aquel tiempo se estaba acabando aquello y comenzaba la industrialización, también en la Plaza de Oriente.

© 2010 jjb

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martes, 20 de abril de 2010

Sancha /20

El milagro español no fue sólo cientos, miles de españoles fuera de España mandando remesas de dinero a casa cada mes. Por alguna razón que Sancha no alcanzaba a entender alguien del extranjero se había dado cuenta que en España había playas estupendas, lugares magníficos, temperatura suave y sobre todo, unos precios que en el resto de países de Europa habían olvidado ya hacía mucho tiempo. Y sobre todo el alcohol que era barato y lo servían con mano generosa los camareros españoles que no sabían nada de medidas en las copas, ni dosis minimalistas.

Comer bien, beber mejor, disfrutar de las playas y de la diversión y encima a precios con los que se sentían a gusto hasta los más taimados ahorradores de Munich, Manchester o Lyón.

Y llegaron ríos de turistas que se abalanzaron a las costas, colonizaron las playas y nada entendían de costumbres carpetovetónicas. Por ejemplo, una ley de dignidad promulgada por la Jefatura del Estado prohibía acercarse a la orilla del mar, o a la de la piscina, si no era con el preceptivo albornoz, los bikinis y los exiguos bañadores de aquellas turistas que no sabían de estas cosas y tampoco era momento de matar la gallina de los huevos de oro. Así que a pesar de las reticencias de algún censor, de algún obispo o de otro obseso, los principios del Movimiento no se tambalearon por un quitarse allá ese albornoz.

El albornoz era sólo la punta del iceberg de lo que aquella corriente de marcos, libras, francos y liras trajo. Además, venían de países en el que el fascismo había sido vencido, en los que tenían una democracia estable y pacífica. Podían hablar sin miedo y no entendían las cosas que algunos lugareños les contaban, aunque realmente no hablaban mucho los lugareños y los turistas. Pero fue un chorro de aire puro, y de millones, que alegró la vida tan triste de los últimos años.

Y Sancha aunque no lo entendía todo aquello muy bien, le gustaba lo que veía. Había cada vez más coches pequeños, de una fabrica de Barcelona que se llamaba SEAT y de la que unos bromistas dijeron un día en su banco que significaba Siempre Estarás Apretando Tornillos, el SEAT 600, con una lista de espera tremenda y tremendas recomendaciones para saltarse el curso normal de las cosas. Las calles cada vez más repletas de coches y no sólo de bicicletas. De repente un día, era primavera, las lluvias habían dejado de aparecer y ese día aparecían en su plaza, pasó por delante de su pedestal, un carrito adornado de banderas y gallardetes, con campanillas y arneses decorativos, lleno de niños que se repartían en la caja, en el pescante y encima de aquel burro distraído y de aspecto bondadoso.

Lo sujetaba por la brida e iba junto a él un señor de edad indefinida que había cambiado su boina por un sombrero cuando llegó a Madrid. Lo guardaba por las noches en un garaje cerca de las Vistillas, pasado el Viaducto, y cobraba un precio diferente de más a menos según montaras en el burro, el pescante o en la caja. Había verdaderos llantos y discusiones entre padres para que su hijo ocupara el semoviente, porque sólo cabía la posibilidad de uno por viaje.

A veces el dueño de aquel carrito no dejaba que un niño montara. El motivo era que el niño en cuestión estaba con unos quilitos de más y era un serio peligro para aquel jumento. Eso era la peor humillación que se le podía hacer a un niño. Al fin y al cabo aún no se habían inventado las dietas, y los padres lo intentaban ablandar con un “no te preocupes, es que tú ya eres mayor y eso es para más pequeños”, o “te voy a llevar a otro carrito, a otro sitio”.

© 2010 jjb

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