viernes, 29 de mayo de 2009

Camino /17

Aquella relación puramente física, aunque insatisfactoria para Camino, se convirtió en una relación de compañerismo, de complicidad, de solidaridad, de seudo pareja de hecho al albur de guardar las formas, porque ninguno de los dos podía abandonar las casas en donde sus familias les habían alojado, compartidas con otros estudiantes del mismo sexo y en las que disfrutaban de total y absoluta libertad para ir, entrar y salir, solos o acompañados, pero no hacer de la del otro su residencia permanente, el sistema permitía las relaciones casuales pero no las permanentes y aquello no les disgustaba.

A Camino le empezó a disgustar un poco menos hacer el amor con Juan y sobre todo le gustaba cuando él le contaba su vasta experiencia política, amplia y decepcionante, pero muy sui generis para encauzar la rebeldía no instruida. Había estado con los comunistas, le dio miedo su excesiva jerarquización, su disciplina, su aire absorbente, como una secta, posiblemente el único posible para no acabar en la cárcel, pero no le gustaba y le gustaba menos los ejemplos, la Unión Soviética, los países del telón de acero, Cuba, China. Odiaba el capitalismo como buen rebelde pero eso no le hacía caer en las manos de la dictadura, en este caso de la dictadura del proletariado.

Había coqueteado con muchos otros grupos, pero eran eso, grupúsculos con un punto de unión, su odio a la dictadura, pero perdidos en matices ideológicos tan nimios que era imposible superarlos. Nunca se encuadró en ningún grupo, pero sabía lo que quería, quería una democracia en España, una constitución republicana con derechos máximos, como en Europa, una organización federal que respetase las peculiaridades de algunas partes de España y sobre todo quería que imperase el sentido común por encima del “aquí mando yo” o el “usted no sabe quien soy yo”.

Poco sabía de la guerra civil, por no decir nada, pero le gustaba oír historias de ella, que como todas las historias de parte o eran mentiras o eran exageraciones, pero que le gustaban. Él, le decía a Camino, era un demócrata y quería que volviese la democracia a España, pero una democracia moderna, un sistema en el que todos pudieran tener voz y que cualquier injusticia no quedara obligatoriamente impune. Camino le miraba, olvidaba por un momento su vena rebelde y salía su cariz práctico, eso es una utopía, no se conseguirá nunca, ¿Por qué no? sigue el lema del mayo francés, sé realista, pide lo imposible.

Camino pensaba que estaba loco, pero le gustaba oírle con esa vehemencia que sólo ponía para hablar de política y para hacer el amor y se dedicaban a tiempo completo a la revolución por libre, excepto en tiempos de exámenes, en los que estudiaban todo aquello que no habían estudiado durante el curso, y en el que habían decido estar separados, porque estaba más que comprobado que podían hacer casi todo juntos, menos estudiar, ambos eran una fuente inagotable de excusas para no hacerlo y con un libro delante tenían un aliciente para hacer de todo menos estudiarlo.

Aquella relación había cuajado y, superada la fase inicial, era una de esas instituciones que parece que nunca se moverán y que acuden a la rutina de los hechos como alimento, en el que un día iban de manifestación, otro a una película de arte y ensayo y otra a compartir cama para conjugar la penúltima acepción de yacer.

Tenían su propio examen de revalida todos los veranos, cuando se separaban durante tres meses, para irse cada uno a su casa y saber si la distancia fortalecía o deterioraba una relación que no se planteaban, pero que discurría por cauces serenos. Lo cierto es que cada vuelta de las vacaciones era una fiesta, en la que la alegría de volverse a ver se materializaba en besos, en caricias, en sonrisas y en retomar la posición horizontal a modo de inauguración del nuevo curso escolar. Después hacían planes que nunca cumplirían, excusiones que jamás harían, propósitos de enmienda en cuanto a fumar, a beber, a no gastar tanto, era su particular primero de enero trasladado a mediados de septiembre en el que dos jóvenes estaban felices de volverse a encontrarse después de una larga, para ellos excesivamente larga, ausencia.

Camino leía, y leía mucho, y Juan no leía nada, absolutamente nada, apenas los libros de texto, los apuntes pedidos prestados a un compañero, alguna octavilla hecha con una vietnamita, nada, ni libros, ni novelas, nada. Y camino procuraba meter el tema lectura en el capitulo de buenas intenciones de principio de curso, en aquella carta a los reyes magos que siempre escribían con mejores intenciones que cumplimiento. La pasión por los libros de Camino, cliente habitual de las bibliotecas de Salamanca, era la única pasión no compartida por Juan, y a Camino le molestaba, pero no lograba llevarle a su terreno.

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jueves, 28 de mayo de 2009

Camino /16

Salamanca era el sitio ideal, ni con buena intención habrían estado más acertados los que la querían quitar de en medio. Una bella ciudad, repleta de historia universitaria en todos sus rincones, con una abrumadora presencia de jóvenes con ganas de divertirse y en ratos perdidos estudiar, con un dictador con nombre y apellido que materializaba lo que cualquier joven rebelde de cualquier lugar envidiaría, la personificación de la maldad en un hombre y un Régimen, la mejor manera de encauzar la rebeldía y compartir con personas de su misma edad las mismas ilusiones.

Desconocía absolutamente todo sobre política, pero era tan divertido correr delante de los guardias, esquivarlos, gritar consignas y sentir el miedo a un porrazo, a un mes de cárcel, a una estancia en la comisaría; ese miedo que secaba la garganta y le hacía correr y correr presumiendo que detrás venían todos los policías, cuando no venía ninguno. Camino gritaba y gesticulaba a una distancia prudente de los guardias, pero lo que más le gustaba era coger garbanzos de aquel saquito que estaba a la entrada de la Facultad y que al principio le extrañaba que estuviera allí; servía para en aquella cuesta abajo por donde llegaban los grises a caballo, porra en ristre, tirarlos y ver a los caballos como se abrían de piernas y daban con su jinete en el suelo. Con la celebración de aquellos jóvenes rebeldes que aún no eran ecologistas ni pacifistas y celebraban la caída del portador de la porra, esa porra que las leyendas urbanas decían que estaba hecha de picha de toro, no de pene de toro, ni de la piel del toro, no, de picha de toro que parecía darle más dureza al material de elaboración de la porra. Los caballos eran, o parecían, enormes, posiblemente elegidos así para asustar a los que se manifestaban.

Decían los que más experiencia tenían que en las manifestaciones de estudiantes no pasaba nada, que donde si había sangre era en las manifestaciones de los obreros, pero daba miedo igual. Camino se convirtió enseguida en una de las más luchadoras, aguerrida, los policías infiltrados sabían de ella, pero el que no perteneciera a ningún grupo les tenía despistados y por tanto, sin hacer ningún movimiento contra ella; es cierto que le habían tentado los comunistas de todo tipo, la LCR, el PCR (r), la ORT, y tantas y tantas siglas de partidos de la extrema izquierda; también se habían acercado los del PSOE (h), y los del PSOE (r), y los del PSP, pero tantas letras le mareaban a Camino y las caras de los que se les acercaban tampoco le gustaban, le recordaban mucho a los que se le acercaban babeando y con la única finalidad de echarle un polvo, eso si, intentando que no se notara. Su lucha era pura rebeldía, la exaltación de la revolución sin más finalidad que fastidiar a su padre y de paso a los que le habían impedido tenerle más a su lado.

Conoció a Juan en una de aquellas manifestaciones. Justo en el momento que un gris le iba a dar un porrazo Juan apareció y tras un golpe definitivo de hombro al guardia, evitó un moretón de quince días, después le agarró de la mano y tiró de ella, inmóvil por el golpe esperado y no recibido, calle arriba, a lugar seguro. Cuando acabó aquella loca carrera de la mano, exhaustos, se pusieron de cuclillas y de puros nervios se pusieron a reír como dos idiotas cómplices de su aventura de guerra, del valor que ella apreció y la mirada que él tenía que en nada se parecía a la de los buitres que merodeaban a Camino. El vio mucha mujer, porque Camino sin ser ni muy alta ni muy baja era muy atractiva, una mujer en la línea justa en la que igual podía ser una pija o una progre, con la carga necesaria para no pasar desapercibida y no asustar con su presencia.

En un bar cercano, compartiendo unos vinos hablaron y hablaron, se contaron sus vidas como si sus vidas fueran muy largas, se empezaron a gustar y empezaron a encontrarse, empezaron a sentir que compartían algo más que sus deseos de lucha.

Y aquella misma noche se acostaron. Tampoco esta vez fue una de las mejores experiencias de Camino, pero le atraía tanto aquel hombre, se sentía tan segura con él a su lado, que se juró a sí misma que esta vez tendría la paciencia necesaria para no olvidarle después de la primera experiencia fallida.

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miércoles, 27 de mayo de 2009

Camino /15

Y Camino se convirtió en una rebelde, llevaba el pelo como no había que llevarlo, vestía como una joven de su posición y formación no debía hacerlo, se convirtió en un tormento para las monjas de su colegio que luchaban entre el principio de autoridad y la mera posibilidad de molestar a su padre que podía cerrar el colegio simplemente diciendo que tenían ideas contrarias al régimen. Desafiaba al mundo y el mundo callaba por miedo a contrariar a su padre, al que creían consciente de la rebeldía de su hija.

Y su padre vivía en un limbo de canciones y consignas, sin tiempo de ocuparse de temas menores, a los que se dedicaba su mujer. Su mujer se limitaba a decir a su hija que por favor vistiera de otra manera cuando estuviera en público, que no diera motivos de habladurías, que por favor no se enterase su padre. Camino entendía que su manera de rebelarse no debía ser muy efectiva cuando su madre sólo le pedía que se ocultara y su padre ni siquiera tenía la más mínima noticia de sus andanzas. Y renovaba el catálogo de provocaciones buscando llamar la atención de quien no le hacía ni el más mínimo caso.

Hacía guateques en su casa, reuniones de jóvenes en edad de merecer, presididas por un tocadiscos, unos discos de vinilo, unas bebidas sin alcohol y mucho deseo oculto y protegido por muchos prejuicios y consejos maternos.

Bailaban lento y agarrado, buscaban la cercanía de otros cuerpos de distinto sexo y descubrían en la relativa cercanía que duraba lo que duraba una canción su deseo irrefrenable por aquellas chicas o chicos en permanente crecimiento, que casi nunca tenía más resultado que unas reacciones físicas dolorosas para ellos, una conversación pretenciosa, o unas risas en el baño para ellas. Camino no sólo ponía la casa, era también la más lanzada de sus amigas, la que más cerca bailaba cuando bailaban cerca, la más solicitada por ello y la que más odios desataba entre sus amigas o conocidas. Decían que era ligera de cascos, en una valoración de aquellos tiempos que unos años después ni los niños de edad pre escolar hubieran mantenido.

Y todos bailaban y se relacionaban precozmente bajo el auspicio del yugo y las fechas en formato gigantesco en la fachada de la casa y en formato más pequeño, pero más cercano, dentro de la casa, en donde bailaban y aproximaban sus cuerpos. De vez en cuando alguno de ellos, imitando a los curas del club parroquial o a algunos padres que asistían a los guateques de sus casas, se movía entre las parejas y si les veía un poco más cercanos de lo habitual decía con cara de risa y voz fingidamente seria, que corra el aire, que era la frase talismán para que los cuerpos se separaran lo suficiente para no impedir el paso del aire.

Pero, como esperaba Camino, su fama llegó después de muchos miedos, a oídos de su padre, o mejor dicho, a los oídos del Jefe Provincial del Movimiento, que tuvo que soportar de su superior jerárquico un prolífico listado de despropósitos que las lenguas voraces se habían encargado de aumentar y desvirtuar. Hasta las monjas tienen quejas de la actitud de su hija, y lo que puedo decir es que a las reuniones de música que se realizan, los que asisten son hijos de buenas familias, todos ellas adictas al régimen, es lo único que le exime. ¿Y qué me recomienda usted camarada? preguntó el padre de Camino para facilitarle a su superior que le diera las órdenes oportunas. Sé que quiere ir a la Universidad, que vaya, una carrera de mujeres, filosofía o magisterio, pero lejos de su sede, Salamanca sería una buena elección.

Y se fue de allí con su camisa azul y su aire compungido, para saber cómo contárselo a su mujer y cómo decírselo a su niña con el tono justo que no le hiriese pero que valorase la gravedad del asunto. El cargo le pesaba más que nunca, mucho más que cuando le hicieron alférez provisional al estar estudiando en la Universidad, y más que en aquella trinchera del Ebro donde se le disparó el fusil a un soldado sin apenas formación, que le valió la medalla al mérito militar y entrar en la gloria de los héroes del glorioso movimiento nacional después de adornar adecuadamente aquel suceso fortuito.

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martes, 26 de mayo de 2009

Camino /14

Jiménez le volvió a la realidad, despierta, que menuda temporadita que llevamos guapa, y tenia otra vez razón su amiga, aquello le estaba desbordando más que en otras ocasiones. Lo cierto es que nunca había estado tan cerca del rastro humano en un libro, no sólo del trato del que lo imprimía, de la mano que alimentaba a la máquina de tinta y papel, de quien arreglaba los imprevistos, de quien terminaba el proceso; de aquellos, que cada vez eran menos, que tenían relación directa con el nacimiento de un libro. Veía algo más, quería saber todo y la realidad es que hasta el momento las dudas superaban con creces a las certezas y aquello no sólo le sacaba de sus casillas, sino que le hacía perseverar en la búsqueda de pistas, de indicios, de algún hilo que le condujera hacia puerto seguro, y nada.

Su pasión se estaba convirtiendo en obsesión y por eso la llamada de Juan, su compañero de facultad, del que milagrosamente había conservado la amistad, le había ayudado a olvidarse un poco de su obsesión. Jiménez he quedado con Juan, mi amigo ¿te acuerdas? ¿no le irás a poner unos cuernos al santo de tu marido? por Dios Jiménez, a veces dices unas burradas, qué cosas se te ocurren, si yo te lo digo porque si dejas libre a tu marido, que sepas que yo estoy primera en la lista, díselo, de verdad, parece mentira, que sí, que sé que Juan fue tu compañero y amigo, pero que también hubo lío, ¿no?, en qué hora te contaré yo algunas cosas, anda, vámonos, que a veces no te aguanto.


Juan es una de esas personas que jamás cambia, no pasan los años por ellos, le dio dos besos, ya no existía la tensión sexual que en su día existió entre ellos y que fue resuelta con la misma torpeza con la que Camino recordaba sus relaciones de aquellos años convulsos en los que las hormonas solían ganar al sentido común. Él era un referente tranquilo a un tiempo que pasó muy deprisa, del que no podía al recordarlo, esbozar una leve sonrisa, del cual era el único cómplice con el que había mantenido contacto.

Su padre, al que tanto añoraba, era el Jefe Nacional del Movimiento de su ciudad, eso significaba en los años adolescentes en los que Camino lo entendió, ser el poderoso representante del poder ortodoxo en un vasto territorio. Vivían en una casa que estaba encima de la Sede Provincial del Movimiento y en la fachada y en la entrada de aquel local había unas desproporcionadas y gigantescas siluetas en rojo realizadas en chapas de madera unidas, del yugo y las flechas, el símbolo falangista adaptado pro Franco y sus ideólogos para dar sustento a su régimen. Su vida había estado presidida por aquel símbolo que también estaba bordado en las pecheras azules de las camisas de los que acudían a aquel lugar y en la ropa habitual de su padre.

Cuando lo entendió, por un raro mecanismo adolescente de rechazo, no quiso entrar en profundidades y aborreció todo aquello, pero no por su carga ideológica, ni por su aberración práctica, sino por un primario sentido de rechazo a todo lo que se desprendiera de la autoridad paterna.



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lunes, 25 de mayo de 2009

Camino /13

Después de comer, una llamada le hizo olvidar aquel libro que retomó por la tarde noche americana, los días despiertan antes allí y se acuestan también antes, parece que el sol estuviera mas tiempo en aquel continente, y aquellos libros le hacían transportarse a sus recuerdos, a su tierra, pero por una indefinible desviación profesional ya estaba pensando cómo haría la presentación a sus alumnos, qué textos debía elegir, no pensó en ningún momento incluir los suyos, aunque por derecho deberían estar en su selección, pero seguía manteniendo el pudor que desde niño había heredado de su padre. El viejo republicano mantenía muchas de sus costumbres y ya había desistido hacía tiempo de enfrascarse en larguísimas explicaciones que distinguieran entre ser republicano en España y en Estados Unidos.

Aquel libro, continuando su largo viaje, fue de aquel pequeño pueblo de Nueva Jersey a la ciudad de Nueva York, tras un breve paso por el aula, donde sus alumnos conocieron lo último de la poesía española, finalmente fue a parar a las estanterías del pequeño despacho que Ildefonso compartía con otros compañeros de la cátedra y que era a veces testigo de profundas conversaciones sobre lo humano y lo divino. A veces, muchas veces, se hablaba de España, casi siempre con la preocupación de que jamás terminaría la dictadura, que nunca terminaría la locura, a veces también recreaban una España que no existía, porque la mayoría de ellos tenían un conocimiento tangencial de lo que estaba ocurriendo lejano a los intelectuales, lejano a la política y muy lejano a lo que era la realidad de los años de la guerra y la posguerra.

Sabían de la importante migración del campo a la ciudad, sabían de la no menos importante del campo a Alemania, a Bélgica, a Suiza, a Francia, a los países que tras la guerra mundial se habían visto favorecidos en su economía por el magnánimo plan Marshall americano, sabían también que el milagro económico español era parte debido a las remesas de dinero que enviaban a casa los emigrantes y parte al turismo que encontraba en España unos parajes únicos a unos precios absolutamente bajos.

Pero no sabían que todas esas cosas iban empapando en las jóvenes generaciones, que oían las historias de la guerra de sus padres, pero que querían vivir, que querían desembarazarse de fantasmas del pasado y veían que los turistas tenían otras costumbres, oían a los que estaban lejos hablar y no callar sobre la forma de vida en los países en donde estaban. Les costaba trabajo entender, viviendo en Estados Unidos, en el sitio en donde las mujeres habían empezado a trabajar en las fabricas, y asumir el papel de los hombres al entrar en la guerra mundial, que en Europa una mujer no pudiera abrir aún una cuenta en un banco sin permiso de su padre o su marido, o no poder viajar sin ese mismo permiso; y tantas y tantas cosas que pensaban que estaban cambiando en otros países, pero que ya habían concluido que en su España, o en la España de la que se habían apropiado los vencedores de aquella guerra cruel, jamás llegarían.


Aquel libro durmió algunos años en el estante de aquel despacho, de vez en cuando Ildefonso lo consultaba, a veces los operarios que limpiaban lo sacaban de su sitio para cambiar el polvo de sitio. Un día vino a despedirse uno de sus mejores alumnos, Peter Wallner, un fornido joven al que sorprendentemente le gustaba más la literatura que el deporte, mas la poesía que el fútbol americano; en un mes se iba a España, quería hacer un viaje por Europa antes de comenzar a trabajar, y había decidido en aquel largo viaje estar una buena temporada en España, de hecho, tras su paso por Madrid, quería estar al menos una semana en Córdoba, en casa de unos amigos que tenía allí. Ildefonso le felicitó por la elección, le deseó lo mejor, le exhortó para que de vuelta a los Estados Unidos fuera a verle para hablarle de España. Le quiso obsequiar con algo que le acompañara y se decidió por aquella Antología de la Nueva Poesía Española de José Luis Cano, que ya estaba empezando a dejar de ser nueva, toma, para que te empapes de España antes y después de llegar, gracias Mr. Gil, vendré a verle a la vuelta, muchas gracias.

Y se fue, y allí se quedó Ildefonso que pensaba con aflicción y nostalgia que se hubiera cambiado por aquel muchacho sin dudarlo, pensando en las ganas que tenía de pisar de nuevo aquella tierra, y con esa sensación amarga de querer volver al sitio que más amaba y en el que tan mal le habían tratado.

Amaba su tierra, odiaba todo lo que le recordaba aquellos días que sintió vergüenza de pertenecer al género humano y se había jurado que haría todo lo posible para que aquello no volviera a ocurrir nunca ni en su tierra ni en ningún lugar del planeta Tierra.

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viernes, 22 de mayo de 2009

Camino /12

Pilar no sólo le dio una luz al fondo del túnel, pasaban los años, y también le dio cuatro hijos, a los que sólo un milagro podía explicar cómo los iban sacando adelante a base de clases y más clases. Pascual Martín Triep, periodista, fotógrafo, gastrónomo y hombre de bien, le dio la mano para que fuera una temporada administrador de El Heraldo de Aragón.

Sus contactos con los intelectuales que quedaban de aquellos años de luces eran escasos, pero existían, su obra poética y su obra en prosa seguía apareciendo con cuentagotas, con los problemas que un proscrito tenía en aquella sociedad de ganadores y vencidos. Querían, cuando la D de sus papeles estaba a punto de desaparecer por la introducción del nuevo Documento Nacional de Identidad, que acatase los principios fundamentales del Movimiento, y seguía haciéndose aquella vieja pregunta que se hacía cuando estaba entre los muros de la cárcel ¿Cómo puede un poeta ser desafecto a nada? ¿Cómo puede un poeta dejar de estar con la mente en movimiento? dudas y dudas y la marca indeleble en los papeles y en el alma, y Pilar queriendo quitar hierro a esos fantasmas que de vez aparecían y que normalmente se resolvían con una sonrisa y una caricia y esos versos, sazonados en madurez, con la huella de la tristeza marcada en la métrica y en las esdrújulas.

Ildefonso seguía pensando que su vida había sido como la del niño de “Cinema paradiso”. Le seguía gustando el cine mudo y el teatro y sobre todo, por encima de cualquier otra cosa, le gustaba vivir. Y un día, harto de que nadie le hiciera caso, harto de que nadie quisiera publicarle, harto de una D y de unos hombres que tenían sólo ganas de odiar y de matar y después de hacerle la vida imposible a los que antes había humillado, haciéndole caso a su amigo Francisco Ayala, Ildefonso le dijo a Pilar que se iban y se fueron en un barco, poniendo un océano por medio de los que le habían matado en vida, saliendo de aquel horror que duraba tanto y que no quería para sus hijos, buscando en la distancia estar mas cerca de aquella España que amaba y que no reconocía en su tierra.

Se fue a Estados Unidos y allí empezó a dar clases de literatura española en la City University de New York, a un pequeño pueblo de esa Nueva Jersey en la que nunca pasa nada, desde donde iría a dar clase en Nueva York y en donde Ildefonso pudo también retomar su obra que jamás había dejado, sentar sus ideas, tener su quinta hija, a la que llamó Victoria como a la hermana que recordaba diariamente y allí, pudo poner lo que jamás había tenido desde hacía mucho tiempo y tanto necesitaba para tener la paz de espíritu necesaria para seguir su obra, la rutina del aburrimiento, la repetición diaria de hechos intranscendentes, con la certeza de que no habrá más sobresaltos que el pinchazo de una rueda, una nube de verano o un accidente en un pueblo cercano. Sabe Dios que no hay nada más aburrido que Nueva Jersey, tan cercano a la locura de Nueva York y tan lejos de sus problemas.

Allí Ildefonso preparaba sus clases, veía crecer a sus hijos, hablaba con su mujer y escribía lo que después sería su obra. Cada libro que le llegaba de España era un profundo regalo que le llegaba de su tierra, la que tanto añoraba y tanto le dolía.


Y ayer le había llegado un paquete a la oficina de correos que fue a buscar con diligencia de amanuense. Eran libros que aún olían a tinta, que a Ildefonso le olían a España y a alimento, que le hacían congraciarse con el mundo un poco, sólo un poco, unas ediciones de libros de nuevos poetas, unas reediciones de novelistas que parecían querer asomar la cabeza ante la feroz censura, y se quedó con uno al que una mano amiga había puesto un papel doblado sobre la cubierta, en esa nota ponía un escueto “estás tú”, y buscó en las páginas de aquel libro de la editorial Gredos de nombre Antología de la Nueva Poesía Española, con una novísima edición y buscando allí se encontró con el milagro de que aún con la censura, alguien había incluido en una antología de la nueva poesía, un viejo poema a su hermana Victoria. Pilar le llamó en ese momento para ir a comer, buscó algo para marcar la página donde estaba su obra, no encontró nada y coloco allí un lápiz como marca.

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jueves, 21 de mayo de 2009

Camino /11

Fue a ver a sus amigos pero no los encontró, no preguntó tampoco a nadie las razones de su ausencia, ninguna era buena y tampoco quería conocerlas por si le trajese miedos próximos, andaba como un pobre en pena y de vez en cuando hacía alguna cola ante un camión que vendía comida de estraperlo, con las monedas en el bolsillo que su madre le daba y que no sabía de dónde podrían salir. Llegó el día en el que tuvo que ir al Gobierno Civil y allí había más hombres que mostraban a la legua que estaban en sus mismas condiciones o parecidas, allí tuvo que esperar y un funcionario con corbata de nudo pequeño, camisa blanca, chaqueta de color impredecible y gafas tipo Wilson, le dijo después de la perorata habitual que había sido expulsado del funcionariado y que debido a que era licenciado en Derecho, se le iba a someter a un Tribunal de depuración.

Ni se le ocurrió preguntar qué le iban a depurar y se fue de allí con una hoja que le dio aquel funcionario y que debía presentar en el Colegio de Abogados en el plazo máximo de una semana. Aquello parecía que nunca iba a acabar y en cada paso que daba le quitaban un poco de sí mismo, una posibilidad de poder sobrevivir, un asidero al que agarrarse. Encontró la amistad de los que menos esperaba, aquel vecino huraño, el niño con el que nunca jugó de pequeño, pero descubrió otra novedad, desconfiaba, siempre desconfiaba de los que le trataban con educación, y mucho más de los que se mostraban solidarios, también era otro de los regalos que le había traído aquella maldita guerra, la mentira y la desconfianza.


Fue cuajando su amistad con algunos, logró encontrar un trabajo esporádico para dar clases de literatura en un colegio con la mayoría de sus profesores en el frente, daba clases particulares a cualquier precio, seguía depurándose en una cura intensiva que le hablaba de las bondades del nuevo régimen y de la marcha triunfal de Franco sobre la horda roja. La guerra acabó, pero no acabó ni el hambre ni el odio, muy al contrario parece que aumentaba, esa era su impresión y es que los que volvían del frente querían cobrar sus servicios a Dios y a la Patria a aquellos que se encontraban allí en Zaragoza y no habían hecho lo que ellos.

Aprendió a saber el valor de una D, antes de que no le dieran trabajo en ningún sitio, aquella D era de desafecto al régimen y era la antesala de un no a todo después de que le ofrecieran un trabajo. Era esa D la letra de diferencia entre los que si y los que no, los buenos y los malos, los proscritos y los que no, era la marca indeleble que milagrosamente sólo estaba en los documentos y no en la ropa, y que marcaba quién podía trabajar y vivir y quién no. El colegio donde finalmente pudo dar clases no era más piadoso que los otros, tenía más necesidad y abusó de esa D para pagarle una miseria que nadie hubiera aceptado de no estar marcado por esa letra.

Despacio, la vida empezó a florecer, muy despacio. Poco a poco aunque le habían humillado y puesto de rodillas, con miedo, con el terror marcado por noches de incertidumbre y muerte, se fue levantando. Iba al café Niké a tomar un café a veces y agua casi todas las tardes, allí conoció a Stjepan, un yugoslavo que no se sabía muy bien de dónde había salido y que posiblemente tuviera una historia en el ejercito de Franco, pero que nadie preguntaba ni él aireaba.

A Stjepan le ayudó a traducir a Lorca explicándole giros y frases que aquel gigante no entendía, también conoció allí a un tipo curioso, un sastre que creía a pies juntillas en el idioma esperanto, y que le reveló a Pessoa, una de las pocas cosas que le limpiaron el alma de tantos fantasmas y mohos que le habían creado. Ildefonso que había tenido una activa vida sentimental en Madrid, logró conocer en aquella locura a su novia, a su mujer, a Pilar, y se casó con ella lo que le dio seguridades, certezas y las esperanzas que le habían robado.


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miércoles, 20 de mayo de 2009

Camino /10

No sabían si escucharle o seguir besándole, se les notaba que habían llorado ya su muerte y estaban celebrando su vuelta a la vida. Querían saber todos los detalles, pero querían sentirle vivo. Él les mentía, estaba empezando a instalar las mentiras en su vida y no le gustaba, eran mentiras piadosas, terapéuticas, menores, con el único fin de no hacer sufrir a los suyos, o que no le hicieran hacer sufrir a él el peso de la justicia de tantos jueces individuales que se creían con el poder de intervenir en la vida de los demás. La primera victima de todas las guerras es la verdad y en él se estaba instalando esa mentira pequeña, esa suplantación de la verdad indigna, la alteración de aquello que duele y hace que a los demás les duela.

¿Y ahora qué? era la pregunta que ninguno de los tres hacía, su madre, que había sufrido más de lo que había recibido y seguía sufriendo, con su mente práctica de madre, sacó sus reservas exiguas y se las ofreció a su hijo. Él, con ese hambre profunda que sólo se conoce tras días sin ingerir alimento, volvía a mentir, no madre, ya comeremos luego juntos, no, come, menuda cara tienes hijo, ya comeremos luego todos, y él, intentando amainar la naturaleza, sofocando su ansia de devorar aquellas pequeñas reservas que probablemente fueran fruto de colas, de cartillas de racionamientos, de disputas y oprobios, comía parsimoniosamente como si fuera un ingles tomando las pastas del té, y sofocando la llamada de su estómago que reclamaba más premura y más alimento.

¿Y ahora qué? tengo que ver a los amigos madre, tengo que ir a ver a Pascual, ponerme al día, no te preocupes madre, y tengo que ir al cuartelillo de la Guardia Civil lo antes posible, mañana a más tardar. Todo se andará, ya lo verás. Y su madre le puso al día de las desgracias de la familia y Antonia le puso al día de las desgracias de los amigos. Maldita guerra que sólo traía desgracias y más desgracias y que continuaba alejada de su tierra, pero cerca y potente en Madrid, en donde había dejado tantos amigos. Pero Madrid estaba tan lejos ahora que sólo podía escuchar la llamada de la supervivencia y era muy consciente que a pesar de las palabras a su madre y a su hermana, a pesar de haber salido de aquel laberinto tétrico y atribulado que era la cárcel Seminario, sobre él pesaba la losa cercana de la visita a la Guardia Civil que le aterrorizaba y también aquella D marcada a fuego en sus documentos..

Su ropa eran unos andrajos, su madre sacó ropa suya de antes y parecía de un hermano dos veces mayor en volumen; un arreglo allí, otro arreglo allá, sacó también la ropa de su marido, que tenía peor arreglo, pero no estaban los tiempos para ser un figurín y cualquier ropa valía para cubrir el expediente. Y así, con su ropa recién arreglada se acercó al Cuartel de la Guardia Civil, temprano a la mañana siguiente de su salida.

Las miradas de los guardias fueron premonitorias, el sargento que le recibió llevaba su uniforme por castigo, estaba sentado, había un par de sillas, pero no le invitó a sentarse. Tenía en las manos su documentación que le había dado a los guardias de la puerta, junto con la carta cerrada que le tenía que entregar; se había tomado su tiempo en leerla, porque cuando entró al despacho Ildefonso llevaba ya más de media hora esperando, y estaba claro que lo que aquel hombre había leído le había dado alas.

Le habló de los rojos, le habló de que carecían de derecho a la vida, le habló de que por si él fuera otra solución habría, le dijo que se tendría que presentar ante él cada quince días y le dijo muchas cosas más, ninguna de ellas agradable, ninguna de ellas tranquilizadora, y ahora vete rojo de mierda, parecían ser sus últimas palabras, pero no, cuando Ildefonso estaba a punto de salir por la puerta le oyó en su tono de filipica que había utilizado, ah, y te tienes que presentar en el Gobierno Civil, sección de funcionarios, yo les haré llegar la carta.


Salió a la calle después de haber oído toda aquella perorata, repetición de la del director de la cárcel, sabiendo que no sería la última, y esperando que el tono no aumentara más si es que fuera posible aumentarlo. Y siempre le quedaba algo más, era funcionario, y le llamaban desde el sitio oficial donde se administraba la función pública, pero estaba seguro que no era para que se reincorporara a su trabajo ¿o si?, que sé yo, lo que le sorprendía era que incluso en tiempos de guerra seguía funcionando la burocracia, sórdida, agresiva, belicosa, pero seguía su rueda infernal en la que todo necesita un trámite y un papel.


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martes, 19 de mayo de 2009

Camino /9

Pasaban los días con la rutina carcelaria ¿por qué les contarían tantas veces? la comida era escasa y a veces no era ni comida, la guerra había traído penurias para todos, pero la penuria alcanzaba límites insospechados en las cárceles.

Cada mañana él y sus compañeros, que compartían las estancias del convento, hacían sus propios recuentos y no todos los días, pero si dos o tres por semana, faltaban cinco, siete, diez a veces. Intentaban poner una regla, primero parecía ser los jueves y los sábados, después los jueves, los sábados y los martes, y después dejaron de buscar reglas porque ninguna coincidía con una regla lógica.

Lo que sí sabían es que los que no aparecían al día siguiente, el día anterior eran llamados en las salas que hacían de celdas, cuando las luces ya estaban parcialmente apagadas y todos acostados, por eso el sonido metálico de los cerrojos después de la hora del sueño, en ese momento que todos fingían querer dormir y tenían los cinco sentidos preparados; abundaba más en su terror los pasos que seguían al metálico sonido y después, en un susurro, como para no molestar, el nombre de quien tenía que acompañar al que le buscaba, sólo terminaba cuando volvía a oír de nuevo el ruido metálico cerrando el cerrojo.

A veces no era uno solo, se llevaban a varios, y a veces al que se llevaban gritaba y sollozaba, los guardias le molían a palos y los demás parecía que no oían nada, ni los gritos de antes ni los gemidos de ahora, nadie podía superar esa sensación equívoca de terror y alivio por no ser uno de los que iban camino de su muerte.


Los días pasaban esperando la noche, ese episodio de miedo extremo y los días hacían perder cualquier esperanza de saber de los suyos, de saber de nada, cambiaban a veces los guardianes, los más jóvenes y los más dispuestos estaban en el frente y en la cárcel quedaban los más viejos y los que más ganan tenían de ser útiles a la causa.

A los siete meses y diez días de estar allí, una mañana le fueron a buscar al patio dos soldados armados con su fusil, le llamaron por sus apellidos y le dijeron que les acompañara. Frente al director de la cárcel, en su despacho, tuvo que sufrir las humillaciones de aquel orondo analfabeto con la camisa azul, el correaje y un bigote fino y silueteado que estaba en sintonía con su pelo, con gomina, peinado hacia atrás, muy joseantoniano. Su aspecto grave, su mirada de odio, su verbo imperial, sus repetitivas apelaciones a la bajeza moral de aquellos que no compartían sus ideas, las únicas posibles, no le hacían mella a Ildefonso, porque sabía que nunca se daban tantas explicaciones para la muerte, sabía que esa humillación no era el preámbulo de dos balas, era de otra cosa, pero nunca tan drástica, y por eso aguantaba con cara de pesadumbre todos los insultos y diatribas, con la esperanza de que el futuro no sería bueno, pero tampoco irreversible.

Después de los arriba españa y viva franco, le habló de la generosidad del régimen del 18 de julio y cómo, elementos peligrosos como él, eran liberados por la magnanimidad del régimen. Tras un breve paso por las oficinas, le advirtieron que debería presentarse al cuartel de la Guardia Civil más cercano a su lugar de residencia y le dieron su cédula, en aquel documento identificativo en el que ponía sus nombre, sus apellidos y sus datos personales, habían grabado una D, una enorme D, de la que desconocía su significado, pero que era la letra que iba a marcar su vida desde ese momento en adelante.

Salio del seminario de Teruel y allí, en la calle, con un paquete en el que llevaba sus pertenencias textiles envueltas en papel de un periódico obsoleto hace meses, en un país en guerra, en un país en odio, en una zona liberada para los que ganarían la guerra, a Ildefonso le entraron ganas de llorar, pero aún tuvo el aplomo necesario para no hacerlo, no sabía cómo podría llegar a Zaragoza para ver a sus mujeres, sin transportes, sin dinero y sin comida. Pero apretó el paso y fue en la dirección de la carretera.

En un camino imposible de camiones de transportes, de camiones de soldados, de andar y comer nada o poco, llegó a Zaragoza, su madre y su hermana Antonia lloraron al verle, pero él, que tenía que darles ánimo para que no imaginaran su calvario, tampoco lloró.



© 2009 jjb

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