jueves, 2 de julio de 2009

Maribel /2

Comentarios con sus amigas, risas, codazos, collejas, era parte del rito de la alegría o de la complicidad o de ambas cosas y entre grititos y más risas, se fueron hacia casa donde les esperaba la cena, su madre y un poco de conversación; se cambió de ropa, se puso cómoda, se cepilló el pelo, y se sentó junto a su madre que siempre le recordaba lo poquísimo que comía y lo delgada que estaba.

Cenó un poco y se fue a su habitación a escuchar la radio, las canciones de moda, esta noche no sabía muy bien por qué, pero quería escuchar canciones de italianos.

Maribel trabajaba en una mercería, la dueña, ya mayor, le trataba como a la hija que nunca tuvo, era una mujer bondadosa que había convertido en mercería de barrio la lechería de sus padres, lechería con vacas dentro, que su padre ordeñaba diariamente desde que se vino de las Navas del Marques a Madrid y que tuvieron que cerrar al prohibir, por absurdas leyes de higiene, las vacas en la ciudad. Maribel imaginaba las vacas por allí, en donde ahora había hilos, tafetanes, agujas, bragas enormes, ropa de niño y en navidades algún que otro regalo para rematar la temporada.

La vida en aquella tienda era tranquila, acorde con los tiempos, conversaciones con las clientas, algunas hablaban más que compraban, hacer los pedidos, recoger el material después de habérselo enseñado al cliente y tener limpia la tienda y los alrededores, a veces doña María le mandaba un encargo y se iba a hacerlo hablando con quien se encontrara por el camino, y no eran pocas las señoras que se encontraba, pero no pasaba nada si tardaba tres veces más del tiempo necesario para hacer el encargo, doña María entendía aquello como relaciones públicas, no con esas palabras, sino en las suyas basadas en el sentido común, era hacerse ver, recordar que allí seguían, que habían llegado nuevos ganchillos o aquellos botones que alguien estaba esperando.

Aquella tienda era al mismo tiempo el centro de estadísticas y la oficina financiera del barrio. Cuando las cosas no pintaban bien, se veía perfectamente allí: doña María sacaba su libreta, aquella libreta de edad indefinida y con características imposibles de relatar, diferente a cualquier otra libreta, casi imposible de comprar en ninguna papelería, la sacaba una vez que se hubiera ido la clienta y allí anotaba, en una hoja para cada una, el reflejo de la compra y el balance de su cuenta.

Había páginas de vecinas que ya no vivían en el barrio y de otras que, aunque seguían viviendo en el mismo sitio, hacía tiempo que no visitaban la tienda; ni a unas ni a otras doña Maria les decía esta boca es mía si las veía y por supuesto jamás inicio ningún litigio de ningún tipo con ellas.

En la libreta también había un capítulo especial, aunque recibía el mismo tratamiento, porque la función crediticia de doña María no se limitaba a sus mercancías, también prestaba a algunas clientas con gravísimos problemas para acabar el mes, ella no lo sabía, pero estaba realizando una función social que después descubrieron otros, era la precursora europea de los micro créditos, entregados a su público más fiel y con menor índice de morosidad.

La vida de Maribel en aquella tienda tenía seis mañanas y cinco tardes, todo comenzaba levantando el cierre y todo acababa volviéndolo a echar, jamás le pidió un anticipo a doña María, jamás se perdió un céntimo en el camino de la tienda a las manos de su madre, que se habían quedado inactivas desde que ella empezó a trabajar, apenas siendo una niña.

Aquella tienda era una tienda femenina, los únicos hombres que entraban eran los representantes, el cartero y los que iban a cobrar alguna factura, si alguna vez entró alguno para comprar y casi no lo recordaban, le miraban con extrañeza, como si se hubiera metido en un recinto reservado sólo a las mujeres.

Los sábados por la mañana eran casi fiesta en la tienda, porque se notaba en que por la tarde saldría con sus amigas, podría gastar el dinero que le daba su madre, robado de la cartilla que le había abierto en la caja de ahorros y que sería su dote para el matrimonio, la dote que su madre no pudo tener. Los sábados hacía más sol, las calles estaban más despiertas, y las clientas se contagiaban de su alegría; doña María la llamaba loca con cariño cuando se ponía a bailar en medio de la tienda explicándole lo que haría por la tarde, pero sin aquella horrible bata que tapaba el mas mínimo atisbo de una curva en su figura.

© 2009 jjb


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