viernes, 30 de abril de 2010

Sancha /28

Y las niñas del barrio eran como nosotros pero con el férreo aleccionamiento de sus madres para poner coto a cualquier mano de hombre o de niño. Eran diosas con pecho incipiente que nos hacían buscar mil y una fórmulas para acercarnos a ellas, con la duda de ser un buen amigo o un amigo bueno, porque lo que queríamos no era ninguna de las dos cosas. Qué sé yo, qué ignorancia, qué balbuceo me daba mi tremendo miedo a equivocarme, a fallar. Temiendo en mi inexperiencia que no se iba a notar mi falsa experiencia, necesitaba datos que aportar a aquellas conversaciones sucias y prohibidas que imaginábamos sentados en la valla de la plaza de Lepanto.

Y de vuelta a casa seguía ensimismado en aquella obsesión en forma de chica, pensando y repensando qué podía hacer para acercarme sin levantar la liebre, ser atrevido sin pasarme, ser discreto sin parecer un soso, ser notorio sin parecer arrogante, poder desenvolverme como se desenvolvían aquellos galanes de las películas que sin despeinarse se llevaban a aquellos monumentos al huerto. Pero lo cierto es que las películas daban pocas pistas del proceso. Los mayores tampoco es que se esforzaran mucho y todo era muy confuso.

Subiendo hacia casa, en la cuesta de Independencia que era el final del trayecto no era la primera vez que lo veía. bajaba hacia Ópera andando hacia los lados, la mirada perdida, el aspecto horrible, un traje que posiblemente tuviera un noble origen pero que la mala vida que había llevado en la percha que lo transportaba lo había convertido en harapos de un color imposible, con restos de mejor no pensarlo. Debajo no había camisa y se adivinaba una camiseta de tirantes y pelo en el pecho, una gabardina roída y con un muestrario de borracheras distantes, en los pies unas zapatillas quizás robadas de algún cubo, quizás fruto de la buena voluntad de alguien, qué sé yo.

A pesar de que su centro de gravedad estaba ausente y se movía con un preocupante oscilamiento que amenazaba con una inminente caída, su rito era decidido, como si supiera donde iba, pero no lo sabía. Se dejaba llevar por su instinto y al llegar al final de la cuesta, al final de la calle Independencia, miró hacia un lado y hacia otro y con un gesto rápido, que afortunadamente no lo llevó al suelo, se fue calle Vergara arriba, vete a saber dónde.

En el barrio había muchos borrachos, se juntaban en sitios determinados hasta que los echaban los guardias. Pedían monedas y compraban vino barato, áspero y fuerte, con un fuerte olor y una consistencia que tiñe la boca, los labios, la lengua y cualquier conducto que lo soporta hasta llegar al estomago donde seguramente hacía estragos.

Eran un grupo unido solo por su afición a la bebida y por su exclusión de una sociedad que por algún motivo u otro les había expulsado. Unos eran violentos, otros desagradables, otros falsamente educados. Alguno habría bueno, pero lo cierto es que no les dedicábamos ni siquiera un segundo para saberlo. Habíamos sido aleccionados por nuestras madres y sobre todo no queríamos acercarnos a aquellos residuos que la sociedad había depositado en el mismo sitio que nosotros jugábamos.

Pero aquel hombre que vi aquel día a pesar de ser borracho, ya lo había visto varias veces. Era distinto, no estaba en un grupo. Lo había visto alguna vez discutir con alguno de ellos, y me había llamado la atención aunque aún no sabía muy bien por qué, así que cada vez que lo veía, lo observaba y lo seguía con la vista hasta que desaparecía.

© 2010 jjb

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