lunes, 26 de abril de 2010

Sancha /24

Y allí en su pedestal, viendo a los niños correr y a Perico dar vueltas y más vueltas, Sancha convirtió la esperanza en rutina y vivía confortablemente instalada en el aburrimiento. Tenía sus clientes fijos, los de las nueve de la noche en verano, un matrimonio de cierta edad de Tomelloso, porteros de una casa de la calle del Lazo que apenas hablaban en las dos horas que tomaban el fresco. Pensaba Sancha que debía ser un largo matrimonio en el que el silencio era una inteligente forma de no discutir ni contrariarse, el caso es que todo se solventaba con un “hace fresco” y un “vámonos ya”, casi siempre dicho por ella y sin respuesta de él.

Estaba también aquella pareja de por las tardes. A él, que parecía un hombre tan serio con su traje y sus gafas, se le hacían los dedos huéspedes en cuanto se sentaban en el banco. No venían todos los días, y sin saber por qué, Sancha tenía la presunción de que la resistencia de ella a los embates de él ni era muy drástica ni parecía muy convencida, pero el caso es que a él le faltaba tiempo y le faltaban manos, y así pasaban la tarde en una batalla incruenta que se saldaba con unos besos y como ponía en los periódicos de la época, con unos tocamientos. Pero en este caso aparentemente consentidos, aunque disputados, y siempre leves, como también decían en aquellos tiempos, sin llegar a mayores.

Posiblemente aquella pareja, pasados los años, se casara porque dejaron de ir y Sancha no los volvió a ver. Ya había comprobado Sancha que las parejas de aquel barrio que se casaban se iban a vivir a zonas aledañas de Madrid, a pueblos de los alrededores que se iban convirtiendo en ciudades a una velocidad vertiginosa. Hablaban mucho de Móstoles, del que Sancha había oído siglos atrás cuando los franceses reinaban en España y ella estaba recluída en el almacén. Y lo que había oído es que el alcalde de Móstoles se había levantado en armas contra los franceses, Andrés Torrejón se llamaba el alcalde. La realidad no era esa, la realidad es que fueron dos los alcaldes que firmaron el bando que animaba a levantarse en armas, Andrés Torrejón y Simón Hernández. Cosas de la historia. El caso es que muchos jóvenes se iban a vivir allí, y era tanta la distancia a Madrid que algunos bromistas a los que Sancha escuchaba, empezaron a llamar a Móstoles el “más allá”. Qué ocurrencias tenían estos madrileños que no habían cambiado nada la forma de ser de sus antepasados de todos los siglos.

Estaba también aquel joven que siempre con la ropa arrugada, con aparentes prisas, paraba en el banco para devorar los periódicos que traía debajo del brazo. Tomaba notas en una minúscula libreta y después se iba con la misma premura con la que había llegado. Sancha no sabía por qué tenía siempre tanta prisa pero le asombraba ver la rapidez con la que leía, o revisaba, los diarios.

Pero había alguien al que Sancha observaba desde hacía tiempo y que le llamaba la atención. Apenas debía tener veinte años, quizás bastantes menos, pero era tan alto. Venía con libros bajo el brazo, sacaba una libreta y se ponía a escribir horas y horas. A veces miraba al Palacio, otras se fijaba en la gente, otras miraba por encima de la verja de los jardines de Sabatini al horizonte de la Casa de Campo. Hacía lo mismo que ella con la única diferencia de que ella no escribía. Pero lo que le gustaba de aquel joven a Sancha es que era el único que reparaba en ella, que la miraba a ella y también a su marido, que leía la placa, que observaba hasta los mínimos detalles de su figura, y eso no sólo era extrañísimo sino que además durante siglos había sido casi inédito.


© 2010 jjb

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