martes, 13 de abril de 2010

Sancha /15

Fueron tiempos difíciles. Los hombres llevaban armas pero no parecían soldados, otros llevaban bombas pero parecían campesinos con alpargatas y camiseta y la gorra cuartelera. Eso pensaba Sancha, esto se ha convertido en un gran cuartel en el que lo que mandaba era la ley del más zafio, la razón de la sinrazón, la lógica de la venganza y del abismo. Todos cayendo a un pozo sin fondo en una ciudad que cada vez estaba más aislada y cada vez se hacía más fuerte en su desgracia.

Poco despúes de oír aquel grito de “no pasarán”, a Sancha la forraron de sacos terreros. Era como si la cegaran, como si le quitaran una parte de su vida. Le gustaba mucho ver pasar a la gente, escucharla, verla reír, ver crecer a los niños y envejecer a los mayores, aunque a veces echaba de menos a un viejo que le daba migas a los gorriones o a una abuela que se abanicaba a la sombra de su banco.

Ya no había ni migas para dar a los pájaros. Aquel Madrid estaba hambriento de comida y sediento de sangre, todos querían matar a todos. Y entre aquella descabellada situación, entre aquel desbarajuste criminal y asesino aún quedaban algunas personas sensatas que procuraban que una rencilla antigua, una envidia injustificada, una creencia o una ideología fueran motivos para llevarlos a una verja y matarlos. Todavía quedaban algunas personas sensatas que creían que no podía haber ningún motivo bueno para asesinar a alguien, pero eran muy pocos y ni siquiera sus propios compañeros, fuera en el bando que fuera, los aceptaban recelando de su lealtad. Nadie podía ser afecto a una causa si no mataba por ella, si no carecía de piedad, de sentido común, de raciocinio. Se volvieron casi todos locos y todos casi acaban con el mundo.

Un día, débilmente por culpa de aquel abrigo de sacos terreros que le habían puesto, oye un sonido persistente. No eran coches, los motores sonaban parecido pero no eran automóviles. El ruido cada vez se acercaba más, parecían muchos. De repente empezaron a sonar pitidos que acababan en una explosión, cerca, muy cerca, demasiado cerca. Eran bombas y debían ser aquellos artefactos voladores que Sancha había visto varias veces retando al cielo. Sancha no podía creerlo, era un avión español lanzando bombas desde el aire sobre la Gran Vía, quizás la calle Leganitos, Valverde, la Red de San Luis. ¡Santo Cielo!, quiénes serían los que mandaban aquellos mensajes de muerte sobre una ciudad en la que hombres, mujeres y niños buscaban algo que comer durante todo el día, en la que los fusiles de unos y las pistolas de otros humeaban a muerto en las vallas del cementerio. ¿De quién sería la mano que mandaba bombas sobre sus propios hermanos?, ¿por qué se habían vuelto todos locos?

Otro día oyó Sancha los disparos de cañones, se les oía cerca, posiblemente estaban en la casa de Campo. Intuyó que los que defendían Madrid habían instalado otros cañones en la calle Factor, frente a la plaza de la Armería, en lo alto para dirigir sus obuses contra las baterías que sus enemigos tenían en la casa de Campo. Esa era la caricatura de aquella guerra, una guerra civil de muerte entre hermanos, utilizada por los más viles, por los más abyectos, los más deleznables de una sociedad enferma. Y mientras, para escenificar la batalla, a cañonazos entre posiciones cercanas de ambos lados.

Aquellas baterías y posiblemente los bombardeos, obligaron a desalojar el barrio, y se llevaron a todas las familias a casas del Retiro y cercanas a la plaza de toros de las Ventas, para evitar una matanza que ni los refugios de las tiendas ni el más profundo del metro podían evitar con aquella persistencia de las bombas.

Así que allí se quedó Sancha, forrada de sacos y sola entre obuses que iban de un lado a otro y que afortunadamente no impactaron contra ella ni, que ella supiera, con sus vecinos de piedra que esperaron estoicos durante tres años a que aquellos conciertos de bombas, estruendo y muerte se callaran.

© 2010 jjb

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