lunes, 3 de mayo de 2010

Sancha /29

Iba de bar en bar, lo trataban con distancia pero con respeto, lo llamaban Cordero. Pedía un vino, y otro, y otro más. De nada valía que le dijeran al sexto o al séptimo que no tomara más. Cordero bebía en silencio con el único fin de refugiarse en ese estado agónico de la intoxicación etílica en su grado extremo. Cordero que no bebas. Dame otro. Cordero que te hará daño. Y Cordero seguía bebiendo y pagando, hasta que no podía pagar, momento en el cual milagrosamente, porque ningún otro de los borrachos del barrio tenía el mismo tratamiento, alguien lo invitaba o los propios dueños de los bares le fiaban y le apuntaban lo que dejaba a deber.

Cuando ya estaba fuera de control, y en su caso eran necesarios muchos litros de vino para llegar a ese punto, salía del bar, daba unos pasos camino posiblemente de otro bar no muy lejano que había fijado como objetivo antes de que el alcohol le quitara la voluntad y tras esos pasos oscilantes, zozobrantes y peligrosos se dejaba caer. Y allí donde cayera era su cama para las próximas doce, trece, quince o veinte horas, depende del día.

A veces una mano amiga lo retiraba un poco para que no molestara a la gente que andaba por la calle o para que no lo molestaran en su sueño. A veces alguien trataba de despertarlo, con nulo éxito porque era imposible en su estado. Pero ni policías ni asistencias de ningún tipo lo quitaban del sitio que el azar había querido que fuera el sitio donde durmiera Cordero su tremenda borrachera.

En un momento intermedio de su proceso de emborrachamiento, a Cordero le salía el torero que llevaba dentro, y daba unos pases en la barra del bar en el que estuviera, con arte, con ganas y con la mano izquierda, lentamente, gustándose en la suerte, empalmando pases como si estuviera en las Ventas.

Cordero apenas hablaba, decían que no le daba tiempo a hablar porque sólo lo tenía para beber. Sus frases eran siempre las mismas, siempre en ese momento mágico que el alcohol le daba un punto de brillantez y clarividencia muy cercano, limítrofe rabioso de aquel estado catatónico y negro en el que caía unos instantes después.

Después de su sueño reparador, soportando el peso de la resaca, con una boina de acero sentida sobre la sien y los huesos del cuerpo que no le casaban con sus inmediatamente adyacentes, dolorido y sediento, con la sed del naufrago y el perdido del desierto, Cordero se iba al primer sitio en el que pudiera tomarse un café con leche en vaso y comer algo. Posiblemente la base de su menú del día, posiblemente la base de su alimentación aunque fuera una napolitana, un suizo o un croissant.

Después se iba al pilón de la plaza Oriente y realizaba labores básicas de aseo. Tan básicas que consistían en lavarse la cara y beber agua hasta que le desapareciera la sensación de sed. En ocasiones su carencia de dinero y el agotamiento de sus líneas de crédito en los bares que le fiaban, hacía que ese aseo básico y el agua que tomaba posteriormente fuera la comida principal del día a falta de otra más nutritiva.

Nadie podría adivinar la edad de Cordero. Su cara era el reflejo de mil noches, o días, durmiendo en la calle, de fríos y calores, de necesidades y malos hábitos alimenticios que a veces eran nulos hábitos alimenticios. De pequeña estatura, de cara agradable, de mirada perdida por la bebida. Su vida cambió. Se perdió algún día dentro de una botella y desde entonces buscaba la salida bebiéndose una tras otra para encontrarse o para ignorar el mundo, que era la forma más inmediata de ignorarse a sí mismo.

© 2010 jjb

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