miércoles, 28 de abril de 2010

Sancha /26

Un dictador ya viejo, unas ideas antiquísimas, unas costumbres ancladas en otros siglos anteriores, miles y miles de estómagos agradecidos que creían en una cosa y hacían otras. Ésa era la única certeza posible, había que luchar contra aquellos, había que terminar con un Sistema que si alguna vez lo tuvo, había perdido el Norte, había que encauzar la energía de tantos y tantos en conducir todo aquello a la sensatez, al sentido común a superar jirones, dimes y diretes y avanzar para que nuestros hijos tuvieran un país mejor para vivir.

Lo cierto es que con aquella edad nadie pensaba en sus hijos, pero era una buena razón para luchar contra la dictadura. Aquella que llevaba instalada ya demasiados años y cualquier otra que pudiera venir, fuera de derechas, de izquierdas o divina.

Y así, entre la romántica aventura de ser moderadamente revolucionario a ratos y sus ganas de aprender y de obtener respuestas, aquel joven se alejaba del grupo para poder estar en él con otras condiciones. Era tan poco lo que sabía, era tal su timidez, era tal su sensación de inferioridad ante aquellos que eran iguales pero que sabían estar en cualquier situación, con las chicas, con los otros, con todos. Tenía que salir para poder entrar con razón, con recursos y con base, por eso se dedicaba a buscar solo fuera del grupo, aceptando aquella pose como algo natural que no lo era. Pero había en su vida tantas cosas que no eran como las de los demás que ya casi se había acostumbrado.

Un día se sentó de nuevo cerca de Sancha, en su banco limítrofe con la calle Bailén y el más cercano a los jardines de Sabatini. Vio Sancha que parecía más distraído que otras veces, que leía y releía unos folios escritos a máquina, con las faltas que aquellas máquinas y la impericia de algunos hacían que sobresalieran en el texto y se notaran más cuando se intentaban borrar con tippex. Estaba venga a leer y releer. A ratos miraba al infinito que se abría en la cara norte del Palacio, viendo en la lejanía, o en la imaginación, el Escorial, Guadarrama, la sierra, y volvía de nuevo a leer los folios a veces con cara contrariada, a veces con seriedad, a veces con la mirada perdida. Sancha no sabía que le pasaba, pero estaba claro que estaba en ese tránsito que produce el desasosiego y la incertidumbre.

Se levantó del banco una o dos veces, quizá más, volvía de nuevo y seguía en su tarea. No sacó el bolígrafo, no añadió una coma, no hizo ningún cambio ni marcó un párrafo, no anotó un comentario en el margen. Sólo leía y leía, y finalmente una de las veces que se levantó de manera enérgica, se perdió entre la oscuridad de la plaza, camino del Teatro Real, con paso firme y vigoroso, perdiéndose por las calles laterales del Teatro en muy poco tiempo.

Pero se le había olvidado una carpeta en el banco, una carpeta gris, con la huella de las manos, con la indeleble muestra que esa carpeta había sido traída y llevada, manoseada y ajada. La carpeta dejaba ver unos folios que sobresalían de ella, y eso fue el detonante que hizo explotar, más si cabe, la curiosidad de Sancha.

No pudo más y en contra de sus costumbres, aunque se había jurado no volverlo a hacer, amparada de nuevo en la noche, bajó del pedestal, cogió la carpeta y se puso a leer aquellos folios, pero aquella vez yo no estaba con ella.

© 2010 jjb

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