martes, 27 de abril de 2010

Sancha /25

Sancha era consciente que aquel joven se sentaba en otros bancos y que observaba a veces otras estatuas. Sabía por tanto que lo que le interesaba a aquel joven eran las estatuas en general y no la suya en particular, aunque su gris piel de piedra se sonrojaba ligeramente dándole un tono imposible durante unos breves segundos. Le gustaba comprobar que a pesar de los siglos mantenía ese coqueto interés en ser objeto de deseo, de aprecio, de interés, y ella sabía que aquel joven estaba interesado en escribir y en contemplar lo que casi ninguno de los miles de visitantes de aquella plaza, incluso los más asiduos, contemplaban.

Si no creyera en la locura, Sancha habría pensado que aquel joven era un insensato, si no creyera en la balanza, en la razón del equilibrio, si no hubiera creído en el delirio, hubiera perdido la esperanza de que aquel joven estaba escribiendo sobre ella. Pero eran tan profundos sus pensamientos que años después sin comprender como podía haberlo hecho, un cubano, Silvio Rodríguez hizo una canción con ellos. El mundo estaba loco, pero ella sólo creía en su locura cotidiana y profunda, en la tremenda locura de pensar que las cosas pueden cambiar, que la vida a veces se puede hacer dulce y ella quería creer que aquel joven estaba escribiendo la parte de su historia menos conocida, su vida de granito y piedra, su vida en un pedestal, su vida después de la vida.

Y aquel joven no escribía sobre ella. Escribía sobre lo que más le interesaba, aunque le interesaba casi todo. Escribía sobre las chicas del barrio que poco o ningún caso le hacían. No escribía nada sobre los demás chicos a los que muchas veces no entendía y otras despreciaba. Estaba dando el primer paso de un largo peregrinaje pretendiendo entender el mundo, pero sobre todo para tener un lugar en él, para poder sentirse cómodo en él. Era un viaje iniciativo a ningún sitio, sólo a una posición, a esa en la que te sientes a gusto en algún sitio, en la que encuentras tu hueco. Y eso hacía intentando conocerlo todo, escudriñando todo, estudiando todo con escasos resultados porque cada vez que se interesaba por algo y tenía una duda por resolver le surgían de inmediato muchas más preguntas que aumentaban de manera exponencial sus dudas que no eran pocas.

Era un círculo vicioso que daba la impresión que por muchos días, semanas o años que viviera no tendría tiempo para solucionar, ni siquiera para tener un número razonable de respuestas porque lo que le pasaba es que cada vez tenía más preguntas y ninguna respuesta. Hasta que empezó a convivir con la idea de que el mero hecho de tener preguntas era parte de la solución de sus problemas, y así seguía buscando y rebuscando y escribiendo en papeles sueltos, en blocs, en folios de la Facultad, en servilletas, en manteles de papel y en cualquier papel que tuviera un hueco para poder hacerlo.

Había crecido allí en aquel barrio muchos años después de que a Sancha la taparan con sacos terreros, pero aún quedaban jirones de aquella guerra y sobre todo quedaba un dictador, el mal representado por una única persona con nombre y apellidos.

Tener dieciseis años, ser rebelde por ese difícil equilibrio de hormonas que esa edad facilita a la naturaleza y tener la representación de la injusticia instalada en tu país, en tu ciudad, en tu barrio, es una de las mejores cosas que le pueden pasar a un adolescente.

© 2010 jjb

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