viernes, 16 de abril de 2010

Sancha /18

Y no era así. Pasaban los años, la guerra en Europa estaba tardando más de lo imaginable. La comida seguía estando racionada, la alegría también y la libertad se había aplazado sine die.

El Palacio seguía vacío, y lo cierto es que Sancha también se sentía vacía, tan poco movimiento, tantas ausencias, tan pocos niños. El tiempo pasaba y poco a poco, muy despacio, en verano, algunas madres se acercaban a la plaza con sus carritos, algunas otras traían a sus pequeños que ya andaban. Poco a poco la plaza empezó a vestirse de plaza y los niños y las madres la tomaron.

Después fueron las pandillas que jugaban tras el colegio, tras el invierno, cuando las lluvias traían el sol y ese cielo que es único en Madrid, cuando otra vez Sancha retomó su confianza en el género humano al ver que otros niños, otros proyectos, otras ilusiones se abrían camino entre las nubes del pasado y la triste realidad del presente.

Volvió a sonreír Sancha, desapareció aquel llanto vespertino, contagioso y profundo. Los pájaros volvieron a cantar, posiblemente un poco más delgados. Las flores florecieron en aquellos enormes árboles de la plaza de Oriente.

La guerra mundial había acabado, habían pasado seis años de tiros y desolación y finalmente habían perdido en Europa y Asia los amigos del dictador español. Pero pocos fueron los que albergaron alguna esperanza de cambio en el Régimen, que basado en la impostura, cada vez se afianzaba más en el despropósito.

Sancha decía que no quería saber nada de política, las personas decían que no querían saber nada de política, hasta Franco decía que no entendía nada de política. Pero aunque las voces se acallaban, a pesar de los silencios impuestos, era difícil olvidar todas las escenas vividas, todas las humillaciones sufridas, todos los que se fueron y no volvieron. Todavía había muchas heridas abiertas en muchas casas, muchas deudas por cobrar, muchas lágrimas por derramar, muchos odios latentes, unos ocultos y otros visibles. Aún quedaba mucho para poder convivir en paz, tanto que Sancha, de vuelta de todo, no lo veía ni siquiera probable, aunque tenía que ser posible, aunque tuvieran que pasar muchas generaciones para que aquello fuera posible.


Poco a poco, muy despacio, los niños corriendo ajenos a otra cosa que no fueran sus juegos, los mayores tomando el fresco por las noches y engañando al hambre con cualquier cosa que pudieran masticar, los mayores en silencio, mirando aquello intentando olvidar, intentado asirse a una idea, buscando respuestas, pero siempre en silencio.

Pasaban los años y aumentaba el numero de niños, también cambiaba el acento con el que hablaban las madres. Estaba viniendo mucha gente a Madrid, desde sus pueblos, desde los campos que ya no daban para comer, desde Andalucía, desde las dos Castillas, desde Extremadura, desde Asturias, desde toda España. La gente estaba huyendo de la agricultura y algunos llegaban a Madrid, otros a Bilbao, otros a Barcelona y muchos, muchísimos a los países de Europa en donde los americanos estaban poniendo dinero a raudales para su reconstrucción industrial a través de lo que llamaron el plan Marshall, que a pesar de la película jamás llegó a España.

A Francia, a Alemania, a Bélgica, a muchos sitios en los que les pagaban un sueldo, nunca pensado en España y en que su vida no era sencilla ni regalada. A eso le llamaron “el milagro económico español”, y fue el éxodo del campo a la ciudad, de España a Europa. Pero también fue la migración interior, la que iba llenando aquella plaza de niños y la que le daba a Sancha motivos de alegría y sobre todo de esperanza.

© 2010 jjb

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