jueves, 29 de abril de 2010

Sancha /27

“Cordero

Verano, parece que siempre es verano. Estoy harto de que siempre sea verano, pasa sin detenerse, se nos escapa sin darnos cuenta, sin querernos dar cuenta, se va y enseguida vuelve, siempre es verano. Los balones corren libres por la plaza llena de polvo, en esa plaza en la que me fumé el primer cigarrillo, comprado con miedo a aquella vieja de los caramelos y el regaliz que siempre llevaba mitones en las manos. Ese cigarro que dejó paso al siguiente y así hasta que ya ni siquiera tosíamos, o tosíamos poco.

Los domingos mi padre me daba la paga, después de pedírsela con solemne seriedad, después de comer, antes de salir corriendo. La primera paga que recuerdo eran veinticinco pesetas, cinco duros, que estiraba milagrosamente durante aquellas tardes de fiesta. Seis pesetas eran para el bocadillo de calamares. Los calamares eran correosos, realmente no eran ni calamares, eran voladores, una especie muy parecida al calamar pero bastante más económica. Era la especialidad de un bar de los aledaños de la Plaza Mayor, en la calle Zaragoza. Estaban malos, pero nos sabían a gloria.

Cruzando la plaza en dirección al cuartel de bomberos de Imperial, hay otra bocacalle en la que tomábamos una caña de cerveza, la de mayor tamaño del barrio, acompañada de una patata con alioli y una aceituna, total cinco cincuenta. Desandando el camino, con el sabor áspero de la cerveza aún en la boca, en la patatería de Mesón de Paños comprábamos los recortes, un manjar sólo para nosotros. Los trozos inservibles de las patatas rotas acompañados de pedruscos de sal e incluso a veces de una patata entera sin freír que no se comía pero hacia bulto en el cucurucho de papel de periódico que nos vendían al módico precio de una peseta. Doce pesetas se iban a un paquete de tabaco que en aquellos tiempos daba para uno de calidad media, que había que acabar antes de llegar a casa para que no nos descubrieran. Los cincuenta céntimos restantes se dedicaban a comprar unos caramelos, casi siempre Saci para quitarnos, o al menos intentarlo, el mal sabor del tabaco en la boca y así llegar a casa con un aliento a mentol que nos permitiera dar los besos sin que se notara el olor de aquellos cigarros furtivos y adolescentes.

La lluvia, gota tras gota, derramándose día tras día, llueve y deja de llover y vuelve a llover de nuevo y después un tímido sol aparece. Se cuela por los balcones a las casas acostumbradas a la lluvia y nos hace ver cosas nuevas. Los zapatos se quedaron pequeños, los pantalones se quedaron pequeños, las camisas se quedaron pequeñas, las ideas se quedaron pequeñas.

Ya no nos servían los zapatos, ni aquella plaza en la que con religiosa puntualidad nos dejábamos romper las rodillas jugando a las chapas. Ya no era interesante correr como alma que lleva el demonio cuando el guardia nos quitaba el balón intentando también apuntar nuestros nombres en su libreta de culpables. Ya nada era como antes y lo sabíamos sin decir una palabra. Todo había cambiado y el grupo se hacía parejas, tríos, fracciones más pequeñas que buscaban la vía más rápida para encontrar el sexo contrario. Nos interesaba lo que siempre habíamos despreciado y alejado. Ahora el valor ya no era ganar aquellas interminables carreras de chapas, ahora se medía en tres besos, ya no queríamos saber otras cosas que no fueran que hacían las parejas escondidas en la noche de la Cuesta la Vega, la experiencia de aquel hermano mayor de un amigo que se dignaba a perder un poco de su tiempo con los pequeños.

© 2010 jjb

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