jueves, 15 de abril de 2010

Sancha /17

El año que acabó la guerra y empezó la represión en Madrid, comenzó la guerra europea. Le llamaban la Segunda Guerra Mundial, y era cierto. El mundo se había vuelto loco, y las tropas de Hitler, Alemania en sus manos, invadían Polonia. En la Plaza de Oriente de Madrid el hambre tenía razones para tardar más en acabarse. Razones de peso porque no había nadie que pudiera ayudar en la desgracia cuando las negras nubes se cernían sobre Europa.

La plaza estaba vacía de sonrisas y gritos de niños. El Palacio estaba vacío de personas, y Sancha se sentía sola y vacía porque sabía que nubes de sangre se cernían sobre Madrid. Coches que amparados en la noche, paseaban, así lo llamaban de manera eufemística, a los que otros habían denunciado por ser contrarios a ellos y los fusilaban en la tapia del cementerio, justo en el mismo sitio donde otros con las mismas razones pero de distinto signo, habían matado a otros. Sancha no lograba entender que más daba que fuera en el nombre de Dios o en el nombre de la revolución, porque el resultado era el mismo. No alcanzaba a entender como podían ampararse en ideales tan nobles, en ideas tan extensas, en principios tan valiosos para matar lo único que podía justificar sus ideales. Mataron a muchos, les dejaron sin vida y a muchos otros les quitaron la ilusión por vivir. Les inculcaron el miedo y con la consigna de “usted no sabe quién soy” hicieron y deshicieron vidas, haciendas y sueños, y consiguieron además que la guerra fuera una leve experiencia comparada con la posguerra.

A los muertos vivientes, a los que lograron salvarse de la muerte de los juicios sumarísimos y los tribunales especiales, les grabaron en sus documentos una D. Esa D era la indicación que el que la portaba era desafecto al régimen y por tanto no merecía trabajar y vivía de milagro. Lo cierto es que había poco trabajo, había poco que comer y había muchos desafectos y cada vez más afectos por miedo, por ganas de comer o por ganas de hacer fortuna adaptándose a los nuevos vientos que corrían.

Todo era tan triste. Hasta las ropas de los que pasaban por allí eran tristes y viejas, ajadas por el tiempo, con vocación de ser trapos hacía bastante tiempo. Aquel Madrid traspasado por la barbarie no tenía visos de dejar la tristeza. Sancha pensó que estaba mortecino, pésimo, abatido, desesperante, lúgubre, abrumado, tétrico, infausto, consternado, agobiado, macabro, desgraciado, desanimado, alicaído, tremendo, infeliz, angustiado, nefasto, lastimoso, apenado, insociable, atribulado, cabizbajo, misántropo, contrito, deprimido, melancólico, ajado, decaído, demacrado, flaco, macilento, pálido, aciago, funesto, fúnebre, luctuoso, mortal, siniestro, sombrío, desafortunado,
desventurado, fatídico, infortunado, compungido, implorante, lastimero, lloroso, penoso, desolador, fatal, horrible, lamentable, angustioso, deplorable, patético, desagradable, apagado, arisco, hosco, huraño, introvertido, retraído, desgarrador, dolorido, mustio y muchas otras palabras sinónimas que no podían ni siquiera acercarse a la tremenda tristeza de aquella Plaza vacía de cariños, de niños y de sentimientos puros. Nunca antes Sancha había visto aquella plaza tan lejos de Dios y tan cerca del mal.

Por eso, al caer la tarde, escondida en la umbría del atardecer, buscando la noche para que nadie pudiera verla y acrecentar sus penas, Sancha lloraba y descargaba sus lágrimas sobre el granito de su cuerpo. Pero esta vez no lloraba como antes por alguien o por algo. Esta vez lloraba por muchos y por muchas razones, todas ellas malas. Sancha no cejaba en su llanto que persistente y desgarrado, por simpatía, por repetición, por persistencia, contagió a los demás reyes de la plaza, hasta Pelayo fiero y rudo, todos. Los diecinueve restantes, todos los días al atardecer, amparados en la oscuridad de la noche y la falta de farolas, lloraban como uno solo. Lloraban desde sus pedestales, creando un río de lágrimas con un caudal superior al de la fuente, que era la incógnita del jardinero que todas las mañanas comenzaba su tarea pensando que el rocío de la madrugada no podía generar aquel río, y que no sabía a que carta quedarse.

Tarde tras tarde se formaba aquella corriente de impotencia, aquel río de esperanza que intentaba abrir un surco en la tristeza, una puerta a la fe en una realidad menos triste.

© 2010 jjb

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