Comer bien, beber mejor, disfrutar de las playas y de la diversión y encima a precios con los que se sentían a gusto hasta los más taimados ahorradores de Munich, Manchester o Lyón.
Y llegaron ríos de turistas que se abalanzaron a las costas, colonizaron las playas y nada entendían de costumbres carpetovetónicas. Por ejemplo, una ley de dignidad promulgada por la Jefatura del Estado prohibía acercarse a la orilla del mar, o a la de la piscina, si no era con el preceptivo albornoz, los bikinis y los exiguos bañadores de aquellas turistas que no sabían de estas cosas y tampoco era momento de matar la gallina de los huevos de oro. Así que a pesar de las reticencias de algún censor, de algún obispo o de otro obseso, los principios del Movimiento no se tambalearon por un quitarse allá ese albornoz.
El albornoz era sólo la punta del iceberg de lo que aquella corriente de marcos, libras, francos y liras trajo. Además, venían de países en el que el fascismo había sido vencido, en los que tenían una democracia estable y pacífica. Podían hablar sin miedo y no entendían las cosas que algunos lugareños les contaban, aunque realmente no hablaban mucho los lugareños y los turistas. Pero fue un chorro de aire puro, y de millones, que alegró la vida tan triste de los últimos años.
Y Sancha aunque no lo entendía todo aquello muy bien, le gustaba lo que veía. Había cada vez más coches pequeños, de una fabrica de Barcelona que se llamaba SEAT y de la que unos bromistas dijeron un día en su banco que significaba Siempre Estarás Apretando Tornillos, el SEAT 600, con una lista de espera tremenda y tremendas recomendaciones para saltarse el curso normal de las cosas. Las calles cada vez más repletas de coches y no sólo de bicicletas. De repente un día, era primavera, las lluvias habían dejado de aparecer y ese día aparecían en su plaza, pasó por delante de su pedestal, un carrito adornado de banderas y gallardetes, con campanillas y arneses decorativos, lleno de niños que se repartían en la caja, en el pescante y encima de aquel burro distraído y de aspecto bondadoso.
Lo sujetaba por la brida e iba junto a él un señor de edad indefinida que había cambiado su boina por un sombrero cuando llegó a Madrid. Lo guardaba por las noches en un garaje cerca de las Vistillas, pasado el Viaducto, y cobraba un precio diferente de más a menos según montaras en el burro, el pescante o en la caja. Había verdaderos llantos y discusiones entre padres para que su hijo ocupara el semoviente, porque sólo cabía la posibilidad de uno por viaje.
A veces el dueño de aquel carrito no dejaba que un niño montara. El motivo era que el niño en cuestión estaba con unos quilitos de más y era un serio peligro para aquel jumento. Eso era la peor humillación que se le podía hacer a un niño. Al fin y al cabo aún no se habían inventado las dietas, y los padres lo intentaban ablandar con un “no te preocupes, es que tú ya eres mayor y eso es para más pequeños”, o “te voy a llevar a otro carrito, a otro sitio”.
© 2010 jjb

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