lunes, 12 de abril de 2010

Sancha /14

Y Sancha se quedó sola en la plaza, sola entendiendo su soledad en la única compañía de los diecinueve iguales de granito. Los únicos supervivientes en el Madrid de aquella corriente republicana y antimonárquica. Allí vio como la gente hablaba tan mal de los que antes hablaban tan bien, como aquellas costumbres que tenía Alfonso antes de irse al exilio y que ella era la única que censuraba, ahora era criticado por todos que le afeaban esa manía suya de acostarse con todas las mujeres incluída la suya.

La bandera que ondeaba en Palacio siempre, junto con el pendón real que sólo ondeaba cuando el rey estaba dentro del Palacio, cambió. Le quitaron una franja roja, la inferior, y pusieron una morada. El himno cambió y de vez en cuando alguien se acordaba de que el Palacio era la casa del rey huído y le tiraba pinturas, verduras o lo que tuvieran a mano. Por suerte nadie se metió con Sancha ni a nadie se le ocurrió quitarle de aquella situación de Privilegio que le permitía ver las cosas desde la distancia de la altura y la lejanía del granito.

Estaba triste Sancha porque veía que todo estaba muy crispado y las voces de los que pasaban por delante de ella iban aumentando en volumen, timbre y tono. Le dolía España a Sancha y aquello no era nuevo, ya le había dolido durante siglos. Pero algo malo, realmente trágico, se estaba cociendo y no sabía que era, pero no le gustaba. Le sonaba como lo que aquel médico que se sentó en su banco dijo un día y luego, siglos a delante, repetía el director de la oficina de Pullmantur en la plaza, “no me gusta nada la orina del enfermo”. Eso es lo que le pasaba, no le gustaba nada el curso de las cosas, no le gustaba absolutamente nada lo que pasaba y sin tener certeza presumía lo peor.

Pasaron cinco años desde la proclamación de la República hasta que un día de julio de 1936, unos asesinos de la derecha mataron a un guardia de asalto. Un policía de aquellos tiempos, el teniente José del Castillo, murió por los tiros de las armas de sus asesinos a las puertas de la ermita del Humilladero entre las calles Fuencarral y Augusto Figueroa.

Unos días después, el 13 de Julio, dentro de un coche unos asesinos de izquierdas mataron a José Calvo Sotelo, un diputado español. Así se vengaban, según ellos, del asesinato del anterior. Sancha siempre lo pensó y jamás lo dijo, el que mata es un asesino y no caben apellidos del tipo de derechas ni de izquierdas. El que mata es un asesino, sea médico, frutero, de Leganes o chino, eso es una anécdota. Lo fundamental es que el que mata es un asesino sea cual fuere su razón o su excusa ideológica.

Y entonces lo vio claro Sancha, estaba saliendo lo peor de cada casa y estaban teniendo un papel y una excusa. Lo peor vino pronto. El 18 de Julio de ese mismo año, unos impostores vestidos de militares se rebelaron contra el poder democrático establecido y en nombre de Dios y amparados en esos hechos sembraron España de muerte y desgracias en una guerra que enfrentó a hermanos contra hermanos y que sacó del armario, y justificó a lo peor de cada casa. Los impostores, en uno y otro bando, en nombre de Dios y la Iglesia Católica unos, y en nombre de Marx y Lenin otros, o amparados en cualquier cosa, se dedicaron a administrar el terror a un país que no quería guerras y sólo deseaba comer y si fuera posible ser feliz.

© 2010 jjb

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1 comentario:

Flordegato dijo...

¡¡ Pobre Sancha !!. Aún le quedan
demasiadas cosas terribles por ver.
Pero no está sola, le acompañan sus diecinueve iguales de granito. Quienes probablemente le hacen más compañía y menos daño que si fueran de carne y hueso..
Allí siguen, años despues, a su lado.
Riendo con sus alegrías, secando sus lágrimas o lo que es mejor, evitando que las derrame....

Flordegato