Y así convivieron durante años los dos vehículos uno de tracción animal y otro de tracción humana. Los días de fiesta de primavera y verano se unían dos vendedores de globos, un vendedor de pipas y frutos secos y el barquillero que llevaba su enorme cilindro rojo donde se podía jugar a tirada segura para comprar los barquillos. A veces también pasaba otro barquillero, también ambulante, con una cesta y otros barquillos más modernos, de colores y sabores.
A todos ellos, a los niños, madres y padres había pocos porque posiblemente frecuentaran las tabernas de los alrededores o las tabernas de los aledaños de sus trabajos, los vigilaba un guarda jurado flamante con su uniforme de pana, su cinta atravesándole el pecho diagonalmente, su vara que parecía la de un alcalde y aquel sombrero de fieltro gris con un oropel con los colores de la bandera de España. Daba gusto verlo saludando a unas madres y otras, tocándole la cabeza a los más pequeños y vigilando atentamente a todos los que se encontraban entre las edades comprendidas entre la de los niños y las madres para que no pisaran el césped, no se subieran a los árboles, no jugaran al fútbol, no se besaran ni hicieran ningún tipo de acto indecoroso o emitieran alguna palabra blasfema o malsonante.
Eran años en los que se perdía la sensación de abismo y poco a poco, sin olvidar, las cosas se iban normalizando aunque nada cambiara. Aunque en el fondo todo fuera igual, todo era distinto, y Sancha estaba contenta viendo que su plaza se llenaba de gritos y cantos, de alegrías y risas, que la ropa tenía más colores y menos remendones, que a los zapatos se les cambiaban las suelas y las medias suelas pero no se teñían para disimular que duraban un año más, que el hambre ya no era tan inmediata y la vida parecía más grata. Sancha veía que allí estaba el futuro, un futuro de jóvenes sin fusiles y mesas sin piedras en las lentejas ni nubes en el corazón y eso le hacía sentirse más feliz.
Algunos jueves veía las carrozas que entraban en el Palacio por la puerta del Príncipe mientras la banda de la Guardia tocaba sus himnos. Pensaba Sancha que definitivamente los reyes volvían a su casa después de su larga ausencia, pero no. Eran los embajadores que presentaban sus cartas credenciales al Jefe del Estado al que llamaban el Caudillo, el Generalísimo, pero que no era el Rey, sino un militar que mandaba en España con mano de hierro. Y se entristecía Sancha cuando todas las carrozas y los coches salían de Palacio y se cerraban las puertas hasta otro jueves en el que hubiera presentación de cartas credenciales.
Sólo en unas ventanas de la zona norte del Palacio se veía luz por las noches. Eran las habitaciones de los guardeses que allí vivían, pero no había nadie de la realeza viviendo allí y a nadie se esperaba.
© 2010 jjb

1 comentario:
"El pasado es lo que recuerdas, lo que imaginas recordar, lo que te convences en recordar, o lo que pretendes recordar".(Harold Pinter)
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