miércoles, 21 de abril de 2010

Sancha /21

Aquel pollino era un brioso corcel. Ese del que hablaban los cuentos épicos de la época, ese con el que soñaban los niños después de ver los cuentos del Capitán Trueno, del Jabato o de Hazañas bélicas. Sin que Sancha, ni nadie, pudieran entenderlo, las niñas leían otras historias más románticas, más tiernas, menos sangrientas. Curiosamente en aquel carro montaban niños y niñas, pero sólo en la caja porque en el pescante y en el burro sólo había niños, sin que nadie, ni Sancha, supieran por qué.

Aquel animal daba vueltas a la plaza de Oriente y pasaba cerca de Sancha y su esposo cuando ya había pasado el ecuador y subía en pequeña pendiente hacia su lugar de destino, que coincidía con el de salida. Alguien le puso nombre, quizás su dueño, quizás algún niño, le pusieron Perico. Y años después, un cantante de voz de cazalla y desgarro profundo le hizo una canción que no le hacia justicia:

Perico, Perico, eres un gran borrico,
de grandes orejas y gran corazón.

Lo de las orejas era cierto, pero Perico era más bien un burro pequeño, un poco agobiado por el Calcio 20 y el aceite de hígado de bacalao que las madres de entonces daban a los niños y que hicieron que la talla media en España sufriera un espectacular avance en aquella época del milagro económico español.

En las casas de las familias españolas, de las personas que cada vez configuraban más eso que llamaron clase media y fue el rasero que unos aplicaron para mostrar las ventajas del franquismo, pero que tuvo poco recorrido porque en todos los países europeos que no estaban contaminados por la dictadura feroz del comunismo, también se estaba creando una multitudinaria clase media que trajo a Europa una economía dulce y una vida menos injusta. Se comían las lentejas de toda la vida, el cocido madrileño o sus variantes regionales, judías verdes, hígado, huevos. Pero además se administraban aquellos elixires del progreso en forma de botellas de líquido blanco, el Calcio 20, y en ampollas de color indefinible y sabor acorde el aceite de hígado de bacalao.

Perico transportaba a ningún sitio a todos aquellos niños que hacían cola mientras daba su vuelta triunfal a la plaza de la mano de su amo, sorteando coches, respetando semáforos, soportando el peso de los transeúntes. Jamás se quejó, no queda constancia de ello ni documentación al respecto:

El burro Perico tiraba, tiraba
De un carro de niños
Que alegres cantaban
Que alegres cantaban
Con mucha ilusión

O aquella otra estrofa que tanto le recordaba a Sancha sus tardes locas de cine y de campo, de huídas y renuncias:

De bronce el caballo
Todo se movía
Bajarse quería
De su pedestal
Para en el borrico
Poderse montar

Y aquella otra no menos sentida y romántica además de solemne, monárquica y sentida:

Los reyes de España
Vestidos de blanco
Rendían sus armas
Con todo esplendor
Rendían sus armas
Con todo esplendor

Y los niños felices viendo a Perico siguiendo sus caminos, durante años y años. Un día le salió un competidor, bueno no a su altura, mucho menos noble y mucho más eficiente, que es la forma que tenemos los humanos de nombrar a todo aquello que despojamos de interés y belleza. Un bordado de hilo es mucho más barato y mucho más técnicamente perfecto realizado por una máquina que hecho por una abuela de un pueblo de Ciudad Real. Pero carece de la mano de la abuela, del cariño que le ponía al hacerlo, de la belleza de la imperfección y la grandeza de que jamás hiciera dos piezas iguales. En aquel tiempo se estaba acabando aquello y comenzaba la industrialización, también en la Plaza de Oriente.

© 2010 jjb

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1 comentario:

Anónimo dijo...

A mi, siendo una niña, me encantaban los cuentos del Capitán Trueno y del Jabato. Seguramente me identificaba con Sigrid y Claudia, aunque mi personaje preferido era Fideo de Mileto.
Un buen relato, felicidades.