jueves, 29 de octubre de 2009

Verónica /26

Derrotado, desolado, sabiendo y sufriendo el valor de sus planes, de sus cábalas, la amarga realidad que superaba las ideas, las estrategias, las tácticas, la planificación y la milimétrica suposición de lo que no iba a pasar. Vagaba primero por la Plaza y después por toda la ciudad sin saber dónde ir, qué hacer o definir claramente el culpable que iba alternando entre él y ella.

No estaba preparado para eso, todas las demás posibilidades estaban resueltas, esa no, y esa, para él, un amante de la estadística y la ley de probabilidades, era la que más se había dado desde el principio de aquella historia.

Si de algo sirvió aquella nueva decepción, aquella flagrante derrota, fue para aceptar que era un bobo, un pelele, un seguidor de la nada, atrapado en las redes de una mujer de la cual desconocía todo y jamás le dio una pista para saber algo de ella. Si algo se desprendía de lección de aquel episodio era que no podía seguir así y atajarlo no podía ser con un plan concienzudo, con una línea de actuación, era simple y llanamente cortar por la raíz, no volver a quedar con ella, descartarla, olvidarla, y no quería.

Era más fuerte su atracción, más potente la fuerza del desdén, el interés por el desprecio que su sentido común, su sensatez y que incluso la evidencia, pero tenía que aceptarlo, como había aceptado a perder cosas desde pequeño, no podía nunca desprenderse de sus juguetes, de sus objetos, de las personas, sufría físicamente cuando perdía algo, porque estaba muy viejo, porque las personas se mudaban de ciudad o porque simplemente las cosas cambiaban, nunca lo aceptó hasta que un buen día, rondando la adolescencia, mató todos los fantasmas anteriores y se juró que jamás sentiría apego a nada ni a nadie, y así lo hacía desde entonces, buscando el momento, robando el instante, pero no creando los anclajes necesarios que después le costaría quitar.

Ahora era el momento de asesinarla, de matarla, de quitarla de su vida, de que ya no formara parte de su universo, así lo llamaba él, no era la muerte física de la persona, pero si su total desaparición de su vida hasta el punto que si alguna vez casualmente la viera, la ignoraría, como si no se conocieran, como si jamás se hubieran conocido, tenía que asesinarla y tenía que hacerlo ya.

Y mientras seguía discurriendo, entre las rendijas de la ira y el reproche, con ganas, con la fuerza del viento, iba apareciendo Lola, primero como una recriminación, había mentido para eludir una cita con ella para ir a una cita con nadie, había puesto a Lola en un segundo plano cuando no había un primer plano, y ella jamás le había dicho nada, ni malo ni bueno, ni alto ni bajo, nada. Era su refugio, su mano amiga, su guarida cuando el mundo empezaba a hacerse inhóspito.

Buena amiga, buena amante, con la sonrisa fácil y la palabra amable, sin pedir cuentas ni exigir horarios, sin ya te lo decía yo ni la soberbia de otros. Era su amiga, era la mejor compañera que nada le pedía y mucho le daba.
Más allá del desgraciado presente, mas allá de los desventurados pasados, ella era la constante amable, la mano tendida y jamás lo había valorado, jamás lo había respetado, y así, de las tinieblas profundas de la decepción y el desbarajuste aparecía Lola venciendo en la humildad, ganando en el silencio.

Siguió caminando, ganando asfalto a las calles, subiendo y bajando, acortando y recortando, imbuido en sus pensamientos y comenzando una sonrisa nunca acabada, quería llegar a ningún sitio, pero sobre todo quería que llegara el día siguiente y llamar a Lola y esta vez sí, quedar con ella y no fallar, verla, hablarla, explicarla tantas y tantas cosas no dichas y después hacer el amor con ella hasta la extenuación, hasta que sus cuerpos hartos de hacerlo pidieran una tregua y se acurrucaran como dos enamorados y se dijeran en silencio lo que nunca se habían dicho con palabras.

© 2009 jjb

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