martes, 13 de octubre de 2009

Verónica /14

Al día siguiente a las ocho menos veinte estaba allí y pudo comprobar que a esa hora sólo estaba la señora que limpiaba la oficina y que tardó más de diez minutos en abrirle. Se sentó en su despacho, encendió el ordenador y comprobó que la máquina de café estaba en su sitio y funcionando, preparó como pudo el material que le había pedido porque no había nadie en el almacén y casi media hora antes de la hora señalada se dio cuenta de que nada le quedaba por hacer.

Nada le quedaba por planificar porque había dedicado todas y cada una de las horas desde que le había despedido el día anterior en darle vueltas al asunto. Lo cierto es que había llegado a la conclusión que era tan imprevisible el carácter de ella que lo mejor era refugiarse en la fría distancia de la amabilidad profesional y no sobrepasar bajo ningún concepto la fina línea que esa amabilidad marcaba.

A las nueve menos diez empezó a llegar la gente a la oficina, en grupos pequeños o solos, iban a por un café que era la señal de comienzo de un nuevo día de trabajo. Ella, posiblemente por una costumbre inveterada que se estaba haciendo crónica no llegó ni a las nueve, ni a las nueve y media ni a la diez. A las diez y cuarto apareció en su despacho con cara de circunstancias y diciéndole que había olvidado decirle que debía pasar antes por su empresa para hablar con su manager, ¿manager?, sí, así llamamos a nuestro jefe más directo los auditores nuevos.

Bueno ven por aquí, te he preparado todo, ya sabes, cualquier cosa dímelo, sí, tengo las cuentas, debo revisarlas y con lo que tenga habrá preguntas, pero me llevará casi toda la mañana y parte de mañana, a las dos me debo ir porque esta tarde vuelvo a mi oficina, mañana vendré a la misma hora, cuando me vaya no te diré nada para no molestarte, no molestas, lo que quieras dímelo.

Una semana, siete días, en los que la amabilidad profesional que él había decidido habían disipado cualquier posible conflicto y habían anestesiado cualquier posibilidad de cualquier cosa que no fuera la auditoría. Él hizo su papel de enlace, ella hizo la labor de campo y después su “manager” y el jefe de su “manager” discutieron los puntos conflictivos con la dirección de la empresa.

Cuando ella se iba le llamó al cubículo que le había servido de espacio de trabajo, le pidió que se sentara y le dio las gracias de manera efusiva pero sincera, sólo hice mi trabajo y me gusta al hacerlo ser amable, sólo eso, en cualquier caso te lo agradezco, además creo que te debo una explicación y me gustaría que, lógicamente fuera de aquí habláramos, nada me tienes que explicar, pero cuando quieras que hablemos hablaremos, esta semana me es imposible, pero la semana que viene te llamo aquí y quedamos, el día que quieras, tengo que irme, le dio dos besos absolutamente sociales y se fue con una sonrisa y sobre todo con ese bailecito de caderas que a él le volvía loco.

Nuevamente lo que ella dijo no ocurrió, la semana siguiente no llamó. Él lo había notado, era una sensación extraña, pero durante el tiempo que estuvo en su empresa, bajo el mismo techo, la tensión había ido disminuyendo, él lo achacaba a que estaba empezando a querer a Lola, a su acercamiento a ella, también pensó en que tantas y tantas desilusiones habían debilitado su ansia de estar con ella. Tenía sensaciones concurrentes, pero la realidad es que esta vez no le molestó ni le turbó que no le llamara, su vida, creía él, estaba tomando otros derroteros y ya no pasaba por la dependencia emocional de una desconocida.

El teléfono sonó, era la telefonista, te paso una llamada, es Verónica Martín de Arthur Andersen. De nuevo aquella sensación que creía superada, que le había ocurrido cuando casualmente la vio, cuando le besó, hola, hola, perdona que no te llamara la semana pasada, no pude, ¿te parece que quedemos mañana a las siete?, vale, conoces un sitio que se llama Oba Oba, en Jacometro, cerca de Callao, sí, mintió él, pues allí a las siete nos vemos, bien, hasta mañana, chao.

© 2009 jjb

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