martes, 21 de abril de 2009

Nueremberg /27

Fue un momento de excitación suprema, la culminación de un seísmo que estaba anunciado que surgió por igual de uno y de otro, un grito final, ingobernable, imparable, que él ya no quería ni podía evitar y un grito callado de él y de repente, después de aquel terremoto puntual, desbordante, llegó la calma, él se tumbó a su lado, los dos mirando al techo, en una economía total de gestos y de movimientos, en ese momento en el que aún están en tensión, que tu piel está sensible al más mínimo roce, en el que quieres que se pare el mundo y alargar un segundo ese gran placer. Estaban allí, desnudos, inmóviles, con apenas una pequeña caricia que Ana le hacia en un hombro, en un brazo, en zonas no sensibles, en miradas que decían mucho, y sonrisas de calado, en un limbo de tensión, en el que nada había que hacer sino recrearse en el momento glorioso anterior. Pasados unos minutos, él se levanto y cogió sus cigarrillos, se sentó junto a ella y encendió uno, era muy convencional, pero también sirvió para cerrar momentos. No articulaban palabra, y así estuvieron durante el intervalo de dos cigarros, ella dijo, tengo que ir al baño, mientras él se sentó en el borde de la cama, esperándola. Nada más salir, Ana dijo que tenían que dormir, que al día siguiente viajaban, buscó su camisón que se había perdido antes que los complejos, se lo puso, y con la puerta cerrada se fundieron en un beso que resucitó sentimientos recordados, que abrió poros recién abiertos y cerrados, que restañó sensaciones, pero ella lo selló con ese dedo que le recorría a él la boca y salió al silencio del pasillo, que había recuperado la tranquilidad después de los gritos de antes. Afortunadamente nadie le vio en su corto trayecto,

Ana se tumbó en su cama, sin poder evitar aquella sonrisa de tonta que se le había quedado, el alboroto hormonal le impedía dormir y no le importaba, nada podía importarle, porque había tenido su momento de gloria, y no sabía si era más feliz por aquel contacto físico tan agradable o por haberse saltado las barreras de la moral y las buenas costumbres.


Él, nada más irse Ana, se tumbó y recuperó su estado etílico al que parecía haber puesto un paréntesis, se durmió profundamente, como un niño, sin taparse con embozos, sin ponerse prenda alguna, se desmayó casi en aquella cama testigo del delirio un poco antes. Por fin el hotel había vuelto a la aburrida normalidad y todo estaba en orden de nuevo.

La mañana amaneció demasiado pronto, había prisas, había que hacer maletas a pesar de fuertes dolores de cabezas residuales, había que sacar ganas de la desgana y comenzar el proceso de desplazamientos. Él no había escuchado la llamada de teléfono de la recepción para despertarle, ni una segunda. Tras la tercera subió alguien para llamar a su puerta y entre tinieblas, logro oír aquellos golpes, y logró contestar algo, algún sonido incoherente, que le permitió al que llamaba saber que estaba vivo y posiblemente despierto. Juró que no se levantaría, hizo un esfuerzo extraordinario y comenzó a hacer la maleta con movimientos cansinos, y desgana. Se duchó, pero no acumuló las fuerzas necesarias para afeitarse y mal que bien terminó de meter las cosas de cualquier manera en aquel espacio que ahora parecía más reducido.

Ana no había dormido y se había levantado muy temprano, se había bañado con tiempo, había disfrutado de los últimos momentos en la habitación, acabó de guardar sus cosas en la maleta con mimo y cuidado, y allí las dejó, para que subieran a buscarlas, mientras ella bajaba a la sala de desayunos.

Al estar tan temprano, pudo despedirse de todos los asistentes que tenían distintos horarios de vuelo, no les entendía, pero se imaginaba que le deseban felicidades futuras, salud y buenos deseos, ella les decía todo lo que se le ocurría, porque había notado que apreciaban su forma de hablar independientemente de que lo que les dijera careciera de sentido; después de haberles dicho alineaciones de equipos de fútbol canarios, estaba ahora en letras de canciones de los sabandeños y el resultado seguía siendo el mismo.

Él bajó con sus maletas y sus bultos, con cara de no haberse afeitado en dos días y no haber dormido en tres, pidiendo agua como todos los demás e inmediatamente un café, ese día le hizo ascos a todo lo que había en el buffet para comer, pero se notaba que su cuerpo necesitaba hidratación. Estaban Ana y el holandés cuando llegó. Ana y él tenían el vuelo común hasta Frankfurt y el holandés descubrió que también, con lo cual les propuso ir los tres en el mismo taxi al aeropuerto, no le podían decir que no, pero no era lo que tenían previsto.

© 2009 jjb



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