viernes, 17 de abril de 2009

Nueremberg /25

Tras aquella despedida, volvieron a sus ocupaciones, que eran fundamentalmente beber y hacer el gamberro, Ana se quedó allí, desamparada, sin una de las dos únicas personas con las que se podía comunicar de manera razonable en aquella sala. Todos se acercaban y le hacían pamemas, gestos cariñosos que ella entendía como despedidas parciales, muestras de cariño, apenas había podido comunicarse con ellos, pero sabía que ellos apreciaban su sonrisa, su musicalidad al hablar, eran buenos chicos, aunque en aquel momento poco o nada le interesaban.

El seguía entregado a aquella orgía de exaltación de la amistad, a veces hacía un aparte y hablaba con unos y otros de trabajo, de que debían institucionalizar reuniones periódicas para compartir conocimientos, experiencias, para decirles a todos que si pensaban ir a España de vacaciones que por favor pasaran por Madrid para verle; esas cosas que se dicen cuando te estás despidiendo y que después son palabras vanas, promesas olvidadas por uno y por otro, partes de una formula de amabilidad que nadie entiende como una obligación, ni siquiera como una posibilidad.

Y de vez en cuando, se sentaba junto a Ana, que le sonreía, que hacia esfuerzos para no darle la mano, que le decía que no bebiera mucho, que le mentía diciéndole que lo estaba pasando muy bien, que le volvía a sonreír para darle vía libre a su escapada a la barra, a la búsqueda de otro amigo, a la huída.

Ellos seguían, y Ana estaba cada vez más disgustada con toda aquella situación, no era aquello lo que quería, y no podía disimularlo. Como el agua carece de efectos balsámicos, enervantes, depresivos, eufóricos, todo aquello le resultaba anacrónico, estaba fuera de lugar, desconocía las razones por las que reían, no quería estar allí, discretamente le llamó a él, y le dijo, me voy, estoy muy cansada, subo a dormir, mañana nos vemos en el desayuno.

Vale, eso es lo que el acertó a decir, vale, y ese vale lo tenía Ana clavado en el corazón y en el cerebro, el agua sí provocó en aquel momento la ira, la sensata justicia que le provocaba unos enormes deseos de asesinarle, de lapidarle en plaza pública. Vale, había dicho vale, y allí se había quedado ampliando aquella juerga absurda que ella no lograba entender. Su abuela se lo decía, Ana ese carácter desabrido te perderá, los hombres son así, y así hay que aceptarlos, hay que aguantarles mucho, no estaba la noche para abuelas, y estaba harta de aguantar, su cupo estaba cerrado, y su iracundia estaba rebosante.

La fiesta estaba de capa caída, las botellas estaban en mínimos, los estómagos estaban completos, los ánimos habían culminado su curva ascendente y estaban en caída libre con una ralentización de movimientos, de palabras, de hechos. Era hora de pensar en la retirada, era el momento de hacer un último acto de pericia y encontrar el camino para llegar a la habitación y una vez allí encontrar la llave y la forma de introducirla en la cerradura. Era el momento de dar por terminado el acto y por extensión aquellos días en Nueremberg que nunca olvidarían.

Ana seguía guisándose en su propia salsa de contrariedad, se había puesto el camisón que su madre le había comprado en El Corte Inglés, precioso, y estaba escuchando música en la radio, música alemana, pero no la escuchaba, solo tenía el aparato encendido, mientras ella, sin apartarse un segundo en la búsqueda de motivos para su ira, intentaba escuchar los sonidos que indicaran que la fiesta había acabado.

El se dirigió torpemente al ascensor, en compañía de vete a saber quiénes, con cara ausente, con una sonrisa bobalicona y fácil siempre dispuesta, que se manifestaba por simpatía en cuanto alguno soltaba un arrebato de comienzo. A trompicones, con serias dificultades para entrar, para apretar el botón, logró finalmente llegar a su habitación, y abrir la puerta, estaba, por una automática costumbre que vencía borracheras y lejanías, limpiándose los dientes, tres minutos mecánicamente repetidos, con alguna dificultad por mantener la localización, y justo en aquel momento, sonaron unos golpes en la puerta, alguien llamaba.

Tambaleándose llegó hasta la puerta, abrió y allí estaba Ana, con un camisón mínimo, con una sonrisa amplia, con una mano apoyada en el quicio y él se quedó petrificado ante aquella visión, sin articular palabra, observándola torpemente, con el descaro propio de su estado y con la cara acorde al mismo, creyó entender que Ana le decía, ¿es que no me vas a invitar a entrar?, y se apartó hacia un lado. Ana entró con paso firme y se hizo dueña de la habitación.


© 2009 jjb


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