miércoles, 8 de abril de 2009

Nueremberg /18

Y de nuevo el silencio, y de nuevo las miradas, y las manos, que seguían buscándose y encontrándose, en aquellos minutos efímeros, que parecían ser menos tiempo del que realmente eran, y pasaban las horas, hubieran querido que el mundo se hubiera detenido allí, en aquel lugar, en aquel momento, mirándose, sin decir una palabra pero diciéndose muchas cosas en aquel silencio que no pesaba, en aquel punto del universo en el que se habían juntado todos los hados favorables para que ellos se encontraran, ajenos a su alrededor y sin ganas de no hacer otra cosa distinta a lo que estaban haciendo.

Pero alguien tenía que hacerlo, uno de los dos debía romper el mágico silencio que les arropaba, y fue ella otra vez la que tomó la iniciativa, ¿cenamos con los griegos?, y volvieron a aquel restaurante que ya asumían como suyo donde el primer día les trataron tan bien y ese día, cuando entraron, no pararon de hacerles reverencias, alharacas y aspavientos, les sentaron en su mejor mesa, que casualmente no resultó ser la mejor mesa de la vez anterior, pero que estaba situada en un estratégico lugar desde el que se veían unas magnificas vistas sin ser vistos por los clientes del restaurante, sin que lo pidieran les pusieron sus bebidas, y les dejaron solos no antes de dejar sobre la mesa dos enormes cartas del restaurante. Era un sitio precioso, pero eso daba igual, lo importante es que en aquel sitio, que no hubiera necesitado ser un sitio encantador, es que ellos se encontraban a gusto, que no tenían más preocupación que ellos mismos, y más dedicación que el uno del otro.

Lo mismo que el primer día, confiaron en su camarero boliviano y en su decisión la cena, al que sólo pidieron que fuera muy ligera porque no tenían costumbre de cenar mucho, y así fue, el boliviano, posiblemente asesorado por la mano guía del dueño griego, buscó un equilibrio coherente entre la rentabilidad y la frugalidad que los comensales agradecieron y disfrutaron, después Ana, que lo había estado deseando toda la cena, le pido al boliviano un baclava por su nombre, el camarero sonrió, y Ana le pidió que le trajera dos, tú lo vas a probar, no Ana, no me gusta el dulce, tú lo vas a probar, le volvió a decir con una fingida cara de severidad y un tono cómicamente imperativo, esta bien, lo probaré.


No estaba malo el baclava, pero no le gustaba el dulce, lo que le gustó fue, que después del primer bocado al pastelito, ella traspasó los limites de la mesa y le dijo, bésame, le volvían loco aquellos detalles de aquella mujer, que ninguna otra había tenido antes con él, siempre era él el que tomaba la iniciativa, siempre era él el que las desbordaba y las sorprendía, y esa nueva sensación, que no conocía, le gustaba, pero no tanto como el beso en aquel restaurante, profundo, sentido, posesivo, abundante, amplio, después ella se quedo mirándole, le volvió a besar levemente en los labios, y se echó para atrás despacito, sentándose de nuevo en su sitio.

Después de ese beso, ¿quien podía seguir comiéndose el pastelillo?, si no te lo comes todo no habrá otro beso, ésa si era una buena razón. Les ofrecieron un licor griego, pero no, eran demasiado fuertes para su paladar, pero el sí quería una copa, un whiski, un escocés, con soda o con seven up, ella quería un cointreau, era una noche mágica y una copa era un broche adecuado a una tarde magnífica.

¿Y ahora qué?, dijo Ana, ¿te has dado cuenta que nos queda nada en Nueremberg?, pues sí, la verdad es que le he estado dando vueltas, y quería hablar contigo, pero no encontraba la ocasión, la verdad es que han sido unos días preciosos, tu eres preciosa, y me tienes absolutamente entregado, te dije en su día que nunca me había enamorado, pero creo que por primera vez me está pasando, creo que estoy loco por ti, y no me hace ninguna gracia separarme definitivamente de ti, por eso quería que habláramos. ¿Qué podemos hacer?.

Ella se quedó patidifusa con aquellas palabras, eso era precisamente lo que no le hubiera gustado oír bajo ningún concepto, y lo peor es que al no haber ni siquiera pensado en la posibilidad de oírlo, no sabia ni qué decir, ni qué pensar, ni cómo modificar aquella cara de tonta que se le había debido quedar y de la que no podía salir. Las palabras no salían, y él la miraba, esperando una respuesta, una mirada, un gesto, algo, su tremendo sentido práctico supo reaccionar en el momento mismo que la perplejidad podría haberse hecho perenne y repitiendo la misma acción anterior, se levantó, se acercó a él a través de la mesa y le dijo, bésame.


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