jueves, 26 de marzo de 2009

Nueremberg /9

Llevaba apenas dos días y parecía que llevaban toda la vida juntos, las costumbres diarias, el desayuno, aquel microbús con conductor sonriente que les hablaba en alemán con toda la naturalidad del mundo, la llegada al centro donde impartían el curso, los cortes para tomar café, la comida en el centro cercano en donde su paisano les sometía al tercer grado para saber hasta el último detalle de lo que ocurría en España, la salida de nuevo hacia el hotel, aquellas horas de asueto y después la salida con el grupo, que repetía como una liturgia el cántico de canciones de los Beatles y el recuerdo de costumbres infantiles coincidentes, era tan intenso, que no se habían dado cuenta que excepto el primer día, no habían tenido ocasión para tener apenas algunos momentos de intimidad, intimidad personal, porque lo que les separaba del resto del grupo, lo que les hacia estar cercanos, era su idioma, la verdadera isla en donde se aislaban del mundo y construían su mundo diferente, por pudor, por respeto a los demás, por un acuerdo no hablado, limitaban al máximo sus conversaciones para que los demás no se sintieran rechazados, pero cuanto más tiempo pasaba, más conscientes eran todos de que el único idioma que hablaba Ana era aquel melodioso español, casi cantado, que no entendían, pero que tanto les gustaba escuchar.

Un día, a mitad del curso, Ian dijo que se iba a ir él solo a ver unos amigos irlandeses, el italiano dijo que se iría a un restaurante de unos paisanos, el belga, el holandés…, había desbandada, y sin haberlo pensado, se quedaron solos ella y él, aunque no lo pensaron, aquello parecía no ser tan espontáneo como quería ser, pero a ellos les daba igual, sabían ambos que ellos no se irían por separado.

Un parque, un río, una plaza en la ciudad, un aro en una fuente que tenia un aro, del que sabían porque así se lo habían contado, que el que lo que giraba con los ojos cerrados, volvería a Nueremberg, ambos lo giraron cerrando los ojos y expresando su deseo, y después siguieron caminando cuesta arriba, camino del castillo, junto a las murallas, quizás fue la temperatura de la primavera, quizás el estar rodeados de jóvenes alemanes, quizás la expresión de un deseo latente, o quizás fue todo eso o ninguna de esas razones, el caso es que sin saber por qué estaban subiendo la cuesta cogidos de la mano, y si lo notaban, notaban esas corrientes eléctricas que subían por el brazo y se distribuían por todo el cuerpo, pero preferentemente por el estómago, creando una sensación que no es habitual, pero que es maravillosa, esa sensación que él no sentía cuando cazaba piezas y que ella hacia ya mucho tiempo que había olvidado, y que ninguno de los dos quería, ni posiblemente sabría, definir.

Ese momento que duró apenas unos minutos, en los que no se miraron mientras caminaban, se rompió, o se abrió, cuando de repente se miraron, sonrieron, y ella se acerco a él, se empino porque casi le sacaba dos cabezas y le beso en los labios con ganas, con fuerza, con la misma fuerza que él le respondía a pesar de la sorpresa y a pesar de que siempre era él el que tomaba la iniciativa, y aquel beso, en aquel lugar, en aquel momento, fue la mejor postal que tuvieron de Nueremberg entonces y después, y ese beso de deseo, de ganas, de admisión y reconocimiento, de pasiones y verdades, de realidad y momento, acabó en una mirada profunda, que terminó en otro beso.

Y después siguieron caminando, de la mano, a veces abrazados, como dos niños, como las parejas que también subían o bajaban del castillo, sin decir una palabra, sin apenas mirarse, salvo en momentos determinados que se miraban y sonreían, como cómplices de alguna pillería, como delincuentes menores unidos por el pecado, como incapaces de expresar con palabras lo que estaban viviendo, sin querer estropear con palabras la magia de un momento único, porque nunca se quiere de la misma forma, porque nunca un beso es repetible.


© 2009 jjb

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