viernes, 27 de marzo de 2009

Nueremberg /10

¿Qué decir después de aquello?, ella lo dijo, ¿nos sentamos?, sí, y se sentaron en una terraza en la cuesta del castillo, ¿Qué quieres tomar?, eine coke, eine beer bitte, y sigo sin cambiar dinero, dios mío, soy tu gigoló, y ambos se partieron de risa por la ocurrencia, y también porque era necesario poner un poco de sentido del humor a la épica, a lo sublime, a lo romántico extremo y a aquel silencio que empezaba a pesar, él le tomo su mano, y ella le miraba, él le dijo la verdad, no sé que decirte, pero desde que te vi en el aeropuerto estaba muy atraído hacia ti, y yo también, será mejor que no hablemos muy en serio de esto y dejemos que el tiempo corra, porque lo que no quiero es renunciar a lo feliz que soy contigo en este momento, y ella asentía, con esa mirada profunda y con un cierto aire de querer decir algo y no decirlo, y ella pensaba por qué no se lo decía, porque tenia la sensación de que su sentido común debía prevalecer sobre lo que su cuerpo le estaba reclamando, seguía dándole vueltas a las letras del piso, a las tardes en casa de sus padres, al ahorro constante, a esa maravillosa sensación que había tenido al cogerse las manos, a lo dulce de aquel beso que le había provocado sensaciones que jamás había tenido antes, pero no podía, ni renunciar a lo sensato, ni renunciar a aquella hermosa locura que sólo le daba alegrías.

Se tomaron sus bebidas y siguieron con sus manos unidas, en silencio, mirándose como dos idiotas, o como dos enamorados, pasaron las horas y cuando la oscuridad empezó a caer, se fueron a comer a un restaurante griego, muy pequeño, en donde les trataron como reyes, como reyes casados, por uno de esos milagros que a veces ocurren, uno de los camareros del restaurante era boliviano, y Ana lo agradeció sobremanera, les sentó en la mejor mesa, le trataba de señora, a él le hablaba de Ana como de su esposa, les recomendó los mejores platos y les habló de Bolivia, de su familia allí y tuvo la amabilidad de dejarles solos, a la luz de las velas, en un precioso rincón en el que se añadía un escenario idílico a una situación muy especial, él, con su profunda carga negativa inveterada, empezó a pensar que estaba a punto de llegar lo malo, ella se dejaba llevar por la música enlatada de los violines, el olor de las especias mediterráneas, y aquel ambiente tan poco alemán que se respiraba en aquel lugar.

¿Tú conoces Grecia?, le preguntó Ana, éste es mi primer viaje al extranjero, nunca había estado fuera de España antes, es también el mío, bueno, estuve un par de veces en la península, pero eso es España, es verdad, que tontería, ninguno de los dos había viajado fuera antes, que curioso, y lo tuyo tiene más mérito, viajas sin dinero, y sonaron de nuevo las risas, aunque él estaba ya un poco escamado con aquello, le preguntó al camarero boliviano, y le dijo que su jefe cambiaba dinero, el jefe, un griego de aspecto judío, hablaba un inglés macarrónico, lo suficiente para hacer negocios y salir ganando siempre, pero el cambio que le ofreció no era malo comparado con el de los bancos españoles, y sobre todo era allí y sin más requisitos que darle las pesetas, que siempre llevaba encima por el temor a que se las robaran en el hotel, dicho y hecho, le dio las pesetas y el griego volvió con un buen fajo de billetes alemanes y unas monedas, se dieron las gracias mutuamente, lo cual le resulto sospechoso a él, y por fin pudo decirle a Ana, hoy haremos cuentas, pero sobre todo, hoy te invito yo, seré tu gigoló, y vuelta a reírse, pero él estaba ya más tranquilo.

Les recomendó unos postres variados, y Ana se deshacía en halagos con los kataifi, y se moría de placer al probar la Baclava, aunque desconocía sus nombres, el no era muy aficionado a los dulces y se limitaba a mirarla sorprendido mientras se fumaba otro cigarrillo. Después un café, les invitaron a una copita de ouzo, pero no pudieron con aquel anisado tan fuerte, aunque el boliviano les dijo que ése no era el fuerte, que el que era para hombres era el Tsipuro, para irse tardaron mas de 20 minutos, después de que él pagara, tuvieron que despedirse del dueño, de la novia del camarero boliviano que trabajaba en el office, de la esposa del dueño que era la cocinera, de muchos otros que no sabían identificar y finalmente del boliviano al que se le veía entrañablemente contento quizás por ver personas con su mismo idioma o probablemente agradecido por lo generoso de la propina.



© 2009 jjb

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