martes, 17 de marzo de 2009

Nueremberg /4

Un pequeño hotel, precioso, en las afueras de Nueremberg, cercano a un río, idílico, pero tampoco valía para mucho su opinión porque desde que había aterrizado en aquella ciudad todo le pareció precioso, y eso le chocaba, porque precioso no era una de las palabras que utilizara habitualmente, ni siquiera en sus pensamientos. El hotel era uno de esos hoteles familiares alemanes, de limpieza exquisita, sin lujos excesivos, pero con todo el cariño de lo cercano, y solo con algún extravagante detalle casi siempre relacionado con la caza.

Les recogería un autobús a las ocho de la mañana diariamente, les devolvería al hotel a las tres de la tarde desde las oficinas, y eso también sonaba muy bien, porque por muy pronto que cenaran los alemanes, se podían hacer muchas cosas desde las tres. Todo era perfecto, pero a pesar de sus pocos años, tenía esa presunción insistente que no pasaría mucho tiempo sin que algo malo pasara, que algo desagradable apareciese, que las cosas no fueran ideales, ni perfectas, ni preciosas. La vida ya le había enseñado que siempre hay espinas cerca de las rosas y por un instinto secular de cazador, siempre estaba alerta para no pincharse aunque para ello tuviera que prescindir de los placeres de la rosa. Pero aquello seguía sobre ruedas.

Dalponti les explicaba que hoy llegarían solo dos o tres participantes más, pero muy tarde, que el resto iría directamente al día siguiente al curso, que un día les invitaría a cenar a su casa, y que su mujer, madrileña, estaba contando los días para conocer a sus paisanos, él y ella estaban matando a preguntas a Dalponti, de toda índole, hasta los mas ínfimos detalles, pero le sorprendió oír dos veces a Ana preguntar si el curso se impartía en inglés, hasta tal punto que Dalponti le pregunto si ella prefería que fuera en alemán, no, no, dijo ella, no hablo una papa de alemán, y siguieron preguntándole cosas, detalles, minucias.


Por fin Dalponti se fue, y les recomendó que fueran a cenar a un pequeño restaurante cercano al hotel, ya había hablado con los dueños, y nos harían un precio especial, eso si, no hablaban una sola palabra en inglés, en español ni se mencionaba. Ana y él subieron a sus respectivas habitaciones, las dos en el tercer piso, y después de deshacer la maleta, analizar cada uno de los elementos de la habitación, y tener su primera experiencia en abrir ventanas alemanas, que no es fácil, él bajó al pequeño bar del hotel y pidió una cerveza. Veinte minutos más tarde bajó Ana, recién pintada y con otro vestido, estaba guapísima, no quiso tomar nada y salieron ambos en dirección al restaurante.

Muy pequeño, sin concesiones al lujo, con una sobria decoración alemana, les recibió un matrimonio, que se deshacía en palabras, lástima no entenderles, pero que como cualquier habitante de este planeta creía que los que no hablaban su idioma eran sordos, y les subían la voz hasta extremos descabellados, con gestos y sonrisas les llevaron a una mesa en el mejor rincón de aquel restaurante, y les dejaron allí sentados, sonrientes y sorprendidos, pero degustando todos y cada uno de los detalles.

Al poco tiempo, aquella matrona alemana, dueña previsible del restaurante, volvió con dos cartas, que les entregó, y volvió a la retahíla de palabras carentes de sentido, él logró entender algo así como cokctail, y le dijo a ella si quería beber algo antes de cenar, yo voy a pedir una cerveza, yo quiero un vino blanco, seco, no excesivamente frío. Por primera vez se dirigió con algo más que monosílabos o frases de cortesía. Ana, ¿tú sabes decir “vino blanco, seco, no excesivamente frío” en alemán?, y estallaron ambos en una sonora carcajada que contagió a aquella recia mujer alemana que les miraba como a dos extraterrestres, Ana se levantó, con su vestido rojo y sabiendo que le estaban mirando todos los hombres del local, fue a la barra, y allí le indicó a la señora una botella de vino blanco, gesticuló morirse de frío y apartó de lo seco para otra ocasión posterior, pero eso le valió para conseguir el interés de él, aun mas, si eso era posible, que mujer tan resuelta. La alemana descubrió que a pesar de la barrera del idioma, aquella mujer también sabía solucionar situaciones y soslayar problemas.

Comieron lo que quiso la dueña, y tampoco les importó demasiado, una sopa de carne, que apenas parecía sopa, y que no dejó de tomar en sus siguientes viajes a Alemania, era, aunque aún no lo sabia, goulaschsuppe, una sopa de goulash, el plato alemán que mas le gustaba, aunque realmente es un plato húngaro, pero era lo mismo.

No había segundo, pero sí un postre, una tarta de chocolate magnífica, hecha en casa, buenísima. Pidieron un café, les miraron sorprendidos, y les pusieron lo que ambos definieron como “aguachirri” eso sería lo que tomarían como café en los próximos días.

La realidad es que la cena era la excusa perfecta para estar allí sentados, tomando un vino y una cerveza y empezándose a conocer, alejados de sus circunstancias habituales, locos por conocer, dichosos por estar en un país extranjero, y acumulando temas de conversación que compartirían con los suyos cuando volvieran a casa, aunque ya se habían olvidado de sus casas y vivían aquel momento como si en ello les fuera la vida.



© 2009 jjb

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