lunes, 9 de febrero de 2009

Los renglones torcidos /5

Aquel tugurio tenia el aspecto de los escenarios de aquellas películas francesas, lúgubre, mal iluminado, tenso; y en aquel momento con miradas cruzadas de muchos que saben que algo va a pasar, de otros que saben que no va a pasar nada, y otros que intentan disimular su interés por lo que pase adoptando una actitud ausente, simbiótica, como si fueran don tancredos, aquellos valientes que hace años se ponían inmóviles como estatuas delante del toro que salía a la plaza recién pinchado para incitar su rabia, y que a veces milagrosamente salían bien parados. Intentaban ser parte del paisaje y procurar enterarse de todo sin que nada les afecte.

Y yo estaba allí, a escasos metros de ella, a escasos metros de la razón por la cual quería morirme, dudando entre la necesidad de mi muerte y la exigencia de que Ágata muriera fulminada por un rayo. Ella seguía allí, riéndose, con la cara mas relajada del mundo y con personas a las que parecía conocer de toda la vida, ajena a todo lo que no fuese necesario para la obtención inmediata de dinero, y poniendo cara de no querer eso, la misma cara que a mi me había vuelto loco, y ahora me tenia al borde de la locura, del dislate, del desbarate, del caos.

En un momento determinado se separó del grupo y vino hacia mí, bueno quizás vino hacia mí porque estaba en el camino hacia los servicios donde finalmente fue, me regaló su sonrisa y con una voz segura y firme me dijo que le disculpara pero que el encargado le había ordenado que atendiera a aquel grupo que se estaba dejando dinero a espuertas, que ya había solucionado el problema, que al día siguiente se iba a Bilbao con un amigo, subinspector de policía que le iba a proporcionar papeles y casa, que me echaría de menos y que se tenía que ir porque el encargado se iba a enojar con ella y tenía que liquidar antes de dejar el local.

Sin despedirme de nadie, sin mirar a ningún sitio, sin ganas de nada, desandé el camino, subí las escaleras, salí a la calle y empecé a andar por un camino sin rumbo ni fin, por calles conocidas que no veía, pero que días después intuí que eran Escalinata hacia arriba, Espejo para abajo, Amnistía de frente, Lepanto hacia abajo, hasta llegar al mismo banco que había ocupado hacía unos días. Allí, entre aquellos dos enormes reyes de piedra, al cobijo de la oscuridad de la noche, con el alma en un puño, me senté, y en ese momento además de una tremenda flojera en las piernas aparecieron todas las sensaciones: la impotencia, la rabia, el despecho, la ira, la amargura, y todas salieron en forma de llanto, avanzando a marchas forzadas de mi cerebro a mis ojos. Con lo que había intentado evitarlo durante años, tantos años; en ese momento no pude más y allí, en la plaza de Oriente, desubicado, desconsolado, abatido y vencido lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré, y lloré.
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© 2009 jjb

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