viernes, 6 de febrero de 2009

Los renglones torcidos /4

Después llamé al gestor, y le dije que necesitaba verle, a las dos horas estaba en mi despacho, los temas eran sencillos: el despido de Maria y los requisitos para que Ágata estuviera legalmente en España. No había problemas, necesita su pasaporte y le harían una oferta de trabajo y su contrato, sin problema. Ponle el sueldo de Maria, dije yo, el asesor ponía la misma cara que el camarero del puticlub, se pasará mañana por tus oficinas, sin problema, sólo tiene que traer el pasaporte.

Iban encajando las cosas, contaba los minutos que faltaban para ir a verla, las horas pasaban lentamente, revisé los papeles de Maria y comprobé nuevamente la eficiencia de aquella mujer que tenia cada cosa en su sitio, y cada sitio limpio y dispuesto para un vendaval. Todavía estaba viva en cada nota, en cada anotación, en aquellos bolígrafos transparentes con un papelito dentro que ponía Maria, todo me hacia verla y posiblemente llamarla si no fuera porque mis pensamientos estaban en otro lado.

Aparqué en el aparcamiento de la Plaza de Oriente, corrí hasta aquel local en donde estaba ella, bajé las escaleras, y ella no estaba; pregunté, no me dieron razón, no sabían, ni siquiera su amiga, la que era de su país, supo decirme nada, no había venido. Pedí una copa por costumbre y me invitaron como excepción, pero allí no pintaba nada, así que insistí varias veces en pagar la copa y ante la negativa cerrada del camarero de mirada distraída, me fui. Camino del aparcamiento vi las estatuas de los reyes, y me senté en un banco entre dos de ellos, allí, a pesar de que tenía ganas de llorar, a pesar que mi impotencia sólo me permitía explotar con las lágrimas, aguanté mientras observaba el vacío, la nada, esperando que ocurriera un milagro, pero los milagros no suelen ocurrir en los bancos de las plazas, aunque estés entre dos reyes.

Volví a casa, no oí aquel día tus gritos, la verdad es que no oí nada, porque no estaba en este mundo, sólo tenía ganas de llorar y no quería hacerlo, y me fui a la cama donde no dormí, o si pero a esos intervalos tan cortos que te provocan la impresión de que no has pegado ojo.

Por la mañana llamé a mi asesor, le mentí diciéndole que hoy le era imposible a la nueva señorita ir a visitarle, que ya le diría cuándo se pasaría, y pasé pacientemente el día, con la única salvedad de comprobar el tremendo vacío que había dejado Maria y la cantidad de cosas que hacía sin saber que las hiciera. Me fui antes del tiempo a buscar a Ágata, bajé de nuevo las escaleras impaciente, y allí estaba, sentada en los taburetes de la barra con unos clientes, se reía a carcajadas, y todos parecían felices, todos menos yo.

© 2009 jjb

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