jueves, 18 de diciembre de 2008

Amor adoptado /2

Que el maestro era muy famoso, que él le ayudaba, y que me quería confesar algo, que él era su hijo. Yo la verdad ponía cara de normalidad para evitar que se me viera la cara de amiquemeimportaesto bastante menos elegante y educada, y él seguía hablándome del maestro, su padre, y en un momento el maestro salió del restaurante acompañado de un joven que le ayudaba en sus torpes pasos.

El maestro estaba muy torpe, por los años y posiblemente por alguna enfermedad crónica, su hijo, el italiano, me presentó como un amigo y el maestro me ofreció la mano como lo hacen los obispos, con naturalidad y oficio. Tentado estuve de besarle el anillo pastoral, pero recordé mis convicciones laicas a tiempo y antes de ver que no llevaba anillos. Tenía la mirada tranquila de quien está de vuelta de todo, se sentó en una mesa cercana mientras se tomaba su copita de pacharán, tenía muchos años, muchísimos, o al menos eso aparentaba, muchos mas que Fausto.

Me fui, y aquel hombre seguía haciéndome pensar, ¿su hijo?, si había una diferencia de edad entre ellos, pero no como para ser padre e hijo, ni siquiera para ser hijo adoptado. Ambos tenían, y no parecían querer ocultarlo, un cierto toque homosexual, muy fino, apenas perceptible, una plumita, nada. Y aquellos halagos que le hacía, el mejor compositor del mundo, cosas veredes.

Al día siguiente, domingo, leía los suplementos dominicales, y de repente en el País Semanal aparece aquel articulo que titulaban “El sabio de la música” firmado por Jesús Ruiz Mantilla, y allí en las fotos aparecía aquel anciano que me había estrechado la mano el día anterior, que era un mito vivo, el no va más de los compositores contemporáneos, 30 operas, 10 sinfonías, 10 ballets, aclamado en todos los sitios, y con mas de tres páginas en ese suplemento. Era Hans Werner Henze que había venido a Madrid a dirigir su opera ‘L’upupa’, y Fausto, Fausto Moroni, del que El País decía que era su pareja desde hacía más de 40 años, había venido con él como siempre desde entonces, a ayudarle, acompañarle, a ser sus ojos y sus piernas. Comprendí la gran mentira de aquel hombre que me había dicho que era el hijo del maestro, por no decirme que era su amante desde hacía muchísimos años, de toda la vida, pero me sorprendió el amplísimo reportaje, y no tanto mi incultura sobre temas de Opera, inaceptable habiendo nacido al calor del templo de la Opera de Madrid.


© 2008 jjb

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