viernes, 27 de noviembre de 2009

Hablar por hablar / 7

Pero se sentía bien aquella mañana a pesar del sueño, prácticamente se sentía bien todas las mañanas a pesar del sueño y se iba tranquilo al trabajo pensando en la hora de ver a Ana.

Ana no sacaba el tema de la boda, pero era un tema latente, aunque no preocupante. Ambos habían asumido desde hacía mucho tiempo que estar casados era la mejor de las posibilidades. A Joaquín lo único que le preocupaba era dejar sola a su madre, a pesar de que ella le había repetido hasta la saciedad que se quería quedar sola, que a ver cuándo se iba, que se le iba a pasar el arroz. Él sabía que era su forma de decirle que no se preocupara por dejarle sola, que no pasaba nada, sabía que era otra forma de la expresión de su cariño, eliminando barreras que pudieran impedirle algo, pero la conocía lo suficientemente bien para saber que se sentiría sola, al menos los primeros días, las primeras semanas, los primeros meses y le daba miedo, era ley de vida, sí, era algo razonable y querido, sí, pero no quería bajo ningún concepto, aunque fuera mínimo, aunque fuera apenas unas milésimas, hacerle daño a su madre, hacer que se sintiera mal, hacer que repitiera aquellas lágrimas que recordaba lejanas en su niñez, que nunca entendió, por las que nunca preguntó, eso no debería repetirse y él intentaba por todos los medios que así fuera.

Pero el tiempo pasaba y él sólo era la mitad de aquella pareja, y por otro lado también quería crear su propia casa con Ana, tener algo en común, comenzar una nueva vida.

De repente empezaron a casarse todos sus amigos en cascada, pensó primero en una epidemia hasta que se dio cuenta que no era fruto de un virus o de una victoria, sino que había edades que podrían ser consideradas normales para casarse, no por una curiosidad estadística sino porque era la edad en la que habían logrado una cierta estabilidad, los recursos necesarios para poder vivir, la madurez necesaria para salir de casa.

Y cada boda era un recordatorio de que su turno también había llegado, que ya era hora, que la próxima, o quizás la siguiente a la próxima debería ser la suya, debería ser su boda; no decían nada pero ambos lo sabían y ambos disfrutaban con sus amigos y pensaban cómo sería la suya, lo que harían, lo que no harían y cada uno de los detalles que deberían tener en cuenta.

Joaquín soñaba con despertar en su casa, ver a Ana a su lado dormida, levantarse sigilosamente para ir a la cocina, verla y sentirla suya, estar contento de tener algo compartido con quien era su otra cara, preparar un desayuno manga por hombro; su madre le había malcriado, todo lo hacía ella y él no sabía apenas nada, encender el microondas y abrir la bolsa de las magdalenas, pero qué bien cocinaba su madre, aunque sólo lo pensaba porque conocía muy bien a Ana y sabía que aunque no le molestara tampoco le hacía mucha gracia oírlo a menudo; después se imaginaba despertando a Ana a besos, sentir su cuerpo escondido bajo las sábanas, ver cómo abría con dificultad los ojos y los volvía a cerrar, cómo teatralmente se tapaba la cabeza con las sábanas y finalmente le miraba con una sonrisa y ambos descartaban el desayuno para tomar como primer alimento un largo beso, resumen de la noche anterior.

Imaginaba tardes de domingo en casa y mañanas de sábado en casa, imaginaba niños corriendo por el pasillo y cariño mezclado con el gotelé y el alicatado, imaginaba un llanto de un bebé en la noche y la preocupación por una tosecilla, un ojo un poco irritado o una irritación de la piel producida por los pañales. Resumía la felicidad en olor a leche y polvos de talco, en una cuna y su hijo durmiendo ajeno al mundo y sus desgracias, feliz en la felicidad de su estómago agradecido, su ropa limpia y el sueño.

© 2009 jjb

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