miércoles, 25 de noviembre de 2009

Hablar por hablar /5

Los domingos se levantaba tarde recuperando el sueño perdido durante la semana, salía a buscar a Ana y se iban con los amigos a tomarse unos vinos por los bares de su ciudad. Charlaban, discutían, de vez en cuando se ponían de acuerdo y jamás llegaba la sangre al río, pasando amigablemente el tiempo en compañía de amigos habituales o esporádicos, de los que venían todos los domingos o los que se apuntaban uno sí y cinco no.

Unas veces comían en casa de Ana, otras en casa de su madre. Joaquín siempre había pensado que a su madre no le gustaría ninguna mujer que él escogiera, no por celos maternales, sino porque sabía en su fuero interno que para ella no había mujer en el mundo que se lo mereciera, y era cierto, pero dentro de esa premisa Ana encajaba en lo más parecido a la mejor mujer para su madre, además su carácter poco explosivo y cariñoso encajaba con el carácter de su madre, una mujer de armas tomar, sobre todo cuando le tocaban a sus hijos. Para rematar ese círculo de perfección, la madre de Joaquín era consciente que entre ellos había un profundo cariño, no sólo una fuerte atracción sexual, que jamás dejaban que se notara, sino un profundo cariño que se veía en miradas, en manos, en gestos, en atenciones.

Y si algo quería para sus hijos, más que títulos universitarios o nobiliarios es que quisieran y fueran queridos, que fueran felices como ella había intentado serlo. Quería y procuraba desde que nacieron que tuvieran las herramientas necesarias para vivir en un mundo no demasiado sencillo, pero también la suficiente confianza para que fueran felices.

Y de momento la cosa iba por buenos derroteros. Los dos habían sido dos magníficos chicos, los dos habían sido dos compañeros de aventuras, los dos querían y eran queridos y ella les quería a los dos hasta el punto de renunciar a rehacer su vida por estar con ellos, más cerca, más tiempo.

En su casa Joaquín le hacía carantoñas a su madre, no olvidaba a su novia y después se entregaba a su pasión no compartida con ellas, le gustaba el fútbol y sus dos mujeres le respetaban el domingo y algunos sábados para ver al menos un partido y dejarse el oído con la radio y aquellos goles que narraban los locutores como si les fuera la vida en ellos.

Ni Ana ni su madre mostraban el más mínimo interés por el fútbol, pero tampoco le reprochaban nada y aprovechaban para charlar, tomarse un café, hablar de labores o hablar de vete a saber qué en aquella extraña relación de nuera a suegra que ambas hacían fácil por su amor compartido por Joaquín. Él mientras hablaba en voz alta, regañaba lo mismo al árbitro que a los linieres, que a los jugadores, no quedaban libres ni los entrenadores ni las fuerzas del orden ni la afición contraria, y se sumía en una especie de rito que lo mismo le hacía ponerse de pie que tumbarse, estirar los brazos y gritar o rezongar por la falta no pitada, el penalti no marcado o el cambio no hecho.

Pero fuera el resultado acorde con sus preferencias o se perpetrara el fracaso más estrepitoso, siempre acababa la sesión de fútbol con un vámonos Ana, mamá nos vamos, y una carrera por ponerse los zapatos, besar a su madre, coger a Ana que estaba en lo mismo y salir rápidamente escaleras abajo camino de un paseo, un bar o el coche que les llevaría a sitios más distantes.

Mamá se despedía con un ir con cuidado, Ana frénale, y una mirada a través de la ventana con la sonrisa abierta de quien se ve identificada en otros cuando tenía muchos años menos. Estaban en edad y eran cómplices, benditos sean buscando la diversión, la fiesta, la risa, la antítesis del aburrimiento y la obligación.

© 2009 jjb

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