viernes, 29 de mayo de 2009

Camino /17

Aquella relación puramente física, aunque insatisfactoria para Camino, se convirtió en una relación de compañerismo, de complicidad, de solidaridad, de seudo pareja de hecho al albur de guardar las formas, porque ninguno de los dos podía abandonar las casas en donde sus familias les habían alojado, compartidas con otros estudiantes del mismo sexo y en las que disfrutaban de total y absoluta libertad para ir, entrar y salir, solos o acompañados, pero no hacer de la del otro su residencia permanente, el sistema permitía las relaciones casuales pero no las permanentes y aquello no les disgustaba.

A Camino le empezó a disgustar un poco menos hacer el amor con Juan y sobre todo le gustaba cuando él le contaba su vasta experiencia política, amplia y decepcionante, pero muy sui generis para encauzar la rebeldía no instruida. Había estado con los comunistas, le dio miedo su excesiva jerarquización, su disciplina, su aire absorbente, como una secta, posiblemente el único posible para no acabar en la cárcel, pero no le gustaba y le gustaba menos los ejemplos, la Unión Soviética, los países del telón de acero, Cuba, China. Odiaba el capitalismo como buen rebelde pero eso no le hacía caer en las manos de la dictadura, en este caso de la dictadura del proletariado.

Había coqueteado con muchos otros grupos, pero eran eso, grupúsculos con un punto de unión, su odio a la dictadura, pero perdidos en matices ideológicos tan nimios que era imposible superarlos. Nunca se encuadró en ningún grupo, pero sabía lo que quería, quería una democracia en España, una constitución republicana con derechos máximos, como en Europa, una organización federal que respetase las peculiaridades de algunas partes de España y sobre todo quería que imperase el sentido común por encima del “aquí mando yo” o el “usted no sabe quien soy yo”.

Poco sabía de la guerra civil, por no decir nada, pero le gustaba oír historias de ella, que como todas las historias de parte o eran mentiras o eran exageraciones, pero que le gustaban. Él, le decía a Camino, era un demócrata y quería que volviese la democracia a España, pero una democracia moderna, un sistema en el que todos pudieran tener voz y que cualquier injusticia no quedara obligatoriamente impune. Camino le miraba, olvidaba por un momento su vena rebelde y salía su cariz práctico, eso es una utopía, no se conseguirá nunca, ¿Por qué no? sigue el lema del mayo francés, sé realista, pide lo imposible.

Camino pensaba que estaba loco, pero le gustaba oírle con esa vehemencia que sólo ponía para hablar de política y para hacer el amor y se dedicaban a tiempo completo a la revolución por libre, excepto en tiempos de exámenes, en los que estudiaban todo aquello que no habían estudiado durante el curso, y en el que habían decido estar separados, porque estaba más que comprobado que podían hacer casi todo juntos, menos estudiar, ambos eran una fuente inagotable de excusas para no hacerlo y con un libro delante tenían un aliciente para hacer de todo menos estudiarlo.

Aquella relación había cuajado y, superada la fase inicial, era una de esas instituciones que parece que nunca se moverán y que acuden a la rutina de los hechos como alimento, en el que un día iban de manifestación, otro a una película de arte y ensayo y otra a compartir cama para conjugar la penúltima acepción de yacer.

Tenían su propio examen de revalida todos los veranos, cuando se separaban durante tres meses, para irse cada uno a su casa y saber si la distancia fortalecía o deterioraba una relación que no se planteaban, pero que discurría por cauces serenos. Lo cierto es que cada vuelta de las vacaciones era una fiesta, en la que la alegría de volverse a ver se materializaba en besos, en caricias, en sonrisas y en retomar la posición horizontal a modo de inauguración del nuevo curso escolar. Después hacían planes que nunca cumplirían, excusiones que jamás harían, propósitos de enmienda en cuanto a fumar, a beber, a no gastar tanto, era su particular primero de enero trasladado a mediados de septiembre en el que dos jóvenes estaban felices de volverse a encontrarse después de una larga, para ellos excesivamente larga, ausencia.

Camino leía, y leía mucho, y Juan no leía nada, absolutamente nada, apenas los libros de texto, los apuntes pedidos prestados a un compañero, alguna octavilla hecha con una vietnamita, nada, ni libros, ni novelas, nada. Y camino procuraba meter el tema lectura en el capitulo de buenas intenciones de principio de curso, en aquella carta a los reyes magos que siempre escribían con mejores intenciones que cumplimiento. La pasión por los libros de Camino, cliente habitual de las bibliotecas de Salamanca, era la única pasión no compartida por Juan, y a Camino le molestaba, pero no lograba llevarle a su terreno.

© 2009 jjb


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