lunes, 18 de mayo de 2009

Camino /8

Ildefonso recordaba con lucidez aquella vez que caminaba cabizbajo, ensimismado en lo que le acababa de ocurrir. Su vida en los últimos tiempos se había resignado al sinsentido que había tomado las riendas de las vidas de muchos, como un lente de aumento, como una enorme lupa estaba convirtiendo a los despreciables en más despreciables, a los infames en paladines de la infamia, a los cobardes en más cobardes y a los limpios de espíritu de los libros sagrados, en vulnerables; pero allí, en aquel momento, en ese lugar del mundo, no había ningún lugar para los poetas ni para los poemas.

Difícil era imaginar qué podría ser lo siguiente, qué nueva barbaridad podrían imaginar los dueños del terror, cómo hacer frente a tanta injusticia, a tanto desmán, a tantos que sólo atendían a consignas y habían olvidado el sentido común.

Su vida estaba marcada por circunstancias, su vida en su Madrid de estudiante, cercano a las vanguardias, en una ciudad que bulliciosa de libertad y revoluciones se dirigía al abismo, su vuelta a Teruel, como funcionario, el recuerdo de la pérdida de su hermana Victoria, a la que nunca olvidaba, y por fin la guerra, el levantamiento de aquellos generales contra la legalidad democrática, los mismos generales que la República había elevado a sus empleos.

Nada quedaba ya, su puesto de funcionario en Teruel, su detención acusado de nada, la tremenda losa de haber sido acusado de izquierdista, de ser cancelado a la espera de que se demostrara que era inocente o a que algún loco tuviera una noche sangrienta, la incertidumbre de las horas, el silencio, y el vacío. Nada esperaba más que salir de aquella cárcel en la que volaban los rumores sobre el desarrollo de la guerra, sobre sus traslados, palabras y más palabras. Se sabía con certeza que algunos de los que estaban allí antes ya no estaban, decían que los habían liberado, pero en su fuero interno tenían sus dudas, las que les causaban que siempre salieran de noche, las que les provocaba las caras y la actitud de sus guardianes y la sensación del poco valor que allí tenía su vida.

Pasaban los días en aquella cárcel que no lo era, porque estaban encerrados en el seminario de Teruel y aún no había tenido ninguna visita, nadie tenía visitas allí, nadie sabía qué habría sido de los suyos, recordaba a su hermana Victoria que se fue, recordaba a su padre que también se fue prematuramente, pero sobre todo recordaba que tras aquellas pérdidas las dos mujeres de su vida, de las que dependía afectivamente y ellas dependian de él, su madre y su hermana Antonia, estarían muertas de miedo, perdidas en el llanto, quizás maltratadas por la violencia sin sentido, quizás al albur de aquella locura que parecía haberse instalado para quedarse, y su miedo por perder la vida se convertía en terror porque su vida arrastrara a la de los suyos, nada puede compararse a lo que todos aquellos jóvenes bienintencionados y abiertos a un mundo mejor, sintieron al ver desmoronarse no sólo sus ideas, sino su convicción de que el ser humano era bueno per se. Y a su alrededor no sólo veía la maldad de los que le sometían al ultraje, despiadada y excesiva, sino la que ya había visto en los que decían estar de su parte, que también se mostraba cruel y mortífera, sedienta de venganza y hambrienta de injusticia.

Era difícil imaginar qué sería lo siguiente, resistía por sus mujeres y por esa fuerza imposible que crece cuando ya no te queda nada, ni siquiera tu dignidad, sólo tus convicciones. Le había tocado vivir en tiempos convulsos, en los que la vida y la muerte nada valían, en los que una guerra civil sacó a la calle con ánimo de venganza lo peor de cada casa, en un bando y en otro. De nada servía la sensatez de los que pretendían hacer valer la cordura y evitar que se cometieran tropelías en nombre del proletariado o en nombre de Dios y de la Patria. Era en nombre de sus propias miserias, que intentan limpiar con sangre antiguas pendencias, pasadas disputas, odios guardados por una mirada, por un desengaño, por un mal entendido; las palabras grandilocuentes sólo eran la excusa, y que otros fueran asesinos justificaba la vil de estos o de aquellos ¿qué importa el proletariado, Dios o la Patria cuando matas a otro ser humano? ¿quién resucita a los que murieron matando a otros?, ¿cómo pueden perder la razón tantas personas al mismo tiempo? se preguntaba Ildefonso y no obtenía respuesta, pero cada uno de los días de estancia en aquel Seminario convertido en cárcel, era un día menos para pensar en transcendentes razones y un día más para pensar que le quedaban horas para que le mataran en los muros de un cementerio al amparo de la noche.

© 2009 jjb

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