jueves, 21 de mayo de 2009

Camino /11

Fue a ver a sus amigos pero no los encontró, no preguntó tampoco a nadie las razones de su ausencia, ninguna era buena y tampoco quería conocerlas por si le trajese miedos próximos, andaba como un pobre en pena y de vez en cuando hacía alguna cola ante un camión que vendía comida de estraperlo, con las monedas en el bolsillo que su madre le daba y que no sabía de dónde podrían salir. Llegó el día en el que tuvo que ir al Gobierno Civil y allí había más hombres que mostraban a la legua que estaban en sus mismas condiciones o parecidas, allí tuvo que esperar y un funcionario con corbata de nudo pequeño, camisa blanca, chaqueta de color impredecible y gafas tipo Wilson, le dijo después de la perorata habitual que había sido expulsado del funcionariado y que debido a que era licenciado en Derecho, se le iba a someter a un Tribunal de depuración.

Ni se le ocurrió preguntar qué le iban a depurar y se fue de allí con una hoja que le dio aquel funcionario y que debía presentar en el Colegio de Abogados en el plazo máximo de una semana. Aquello parecía que nunca iba a acabar y en cada paso que daba le quitaban un poco de sí mismo, una posibilidad de poder sobrevivir, un asidero al que agarrarse. Encontró la amistad de los que menos esperaba, aquel vecino huraño, el niño con el que nunca jugó de pequeño, pero descubrió otra novedad, desconfiaba, siempre desconfiaba de los que le trataban con educación, y mucho más de los que se mostraban solidarios, también era otro de los regalos que le había traído aquella maldita guerra, la mentira y la desconfianza.


Fue cuajando su amistad con algunos, logró encontrar un trabajo esporádico para dar clases de literatura en un colegio con la mayoría de sus profesores en el frente, daba clases particulares a cualquier precio, seguía depurándose en una cura intensiva que le hablaba de las bondades del nuevo régimen y de la marcha triunfal de Franco sobre la horda roja. La guerra acabó, pero no acabó ni el hambre ni el odio, muy al contrario parece que aumentaba, esa era su impresión y es que los que volvían del frente querían cobrar sus servicios a Dios y a la Patria a aquellos que se encontraban allí en Zaragoza y no habían hecho lo que ellos.

Aprendió a saber el valor de una D, antes de que no le dieran trabajo en ningún sitio, aquella D era de desafecto al régimen y era la antesala de un no a todo después de que le ofrecieran un trabajo. Era esa D la letra de diferencia entre los que si y los que no, los buenos y los malos, los proscritos y los que no, era la marca indeleble que milagrosamente sólo estaba en los documentos y no en la ropa, y que marcaba quién podía trabajar y vivir y quién no. El colegio donde finalmente pudo dar clases no era más piadoso que los otros, tenía más necesidad y abusó de esa D para pagarle una miseria que nadie hubiera aceptado de no estar marcado por esa letra.

Despacio, la vida empezó a florecer, muy despacio. Poco a poco aunque le habían humillado y puesto de rodillas, con miedo, con el terror marcado por noches de incertidumbre y muerte, se fue levantando. Iba al café Niké a tomar un café a veces y agua casi todas las tardes, allí conoció a Stjepan, un yugoslavo que no se sabía muy bien de dónde había salido y que posiblemente tuviera una historia en el ejercito de Franco, pero que nadie preguntaba ni él aireaba.

A Stjepan le ayudó a traducir a Lorca explicándole giros y frases que aquel gigante no entendía, también conoció allí a un tipo curioso, un sastre que creía a pies juntillas en el idioma esperanto, y que le reveló a Pessoa, una de las pocas cosas que le limpiaron el alma de tantos fantasmas y mohos que le habían creado. Ildefonso que había tenido una activa vida sentimental en Madrid, logró conocer en aquella locura a su novia, a su mujer, a Pilar, y se casó con ella lo que le dio seguridades, certezas y las esperanzas que le habían robado.


© 2009 jjb


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