martes, 19 de mayo de 2009

Camino /9

Pasaban los días con la rutina carcelaria ¿por qué les contarían tantas veces? la comida era escasa y a veces no era ni comida, la guerra había traído penurias para todos, pero la penuria alcanzaba límites insospechados en las cárceles.

Cada mañana él y sus compañeros, que compartían las estancias del convento, hacían sus propios recuentos y no todos los días, pero si dos o tres por semana, faltaban cinco, siete, diez a veces. Intentaban poner una regla, primero parecía ser los jueves y los sábados, después los jueves, los sábados y los martes, y después dejaron de buscar reglas porque ninguna coincidía con una regla lógica.

Lo que sí sabían es que los que no aparecían al día siguiente, el día anterior eran llamados en las salas que hacían de celdas, cuando las luces ya estaban parcialmente apagadas y todos acostados, por eso el sonido metálico de los cerrojos después de la hora del sueño, en ese momento que todos fingían querer dormir y tenían los cinco sentidos preparados; abundaba más en su terror los pasos que seguían al metálico sonido y después, en un susurro, como para no molestar, el nombre de quien tenía que acompañar al que le buscaba, sólo terminaba cuando volvía a oír de nuevo el ruido metálico cerrando el cerrojo.

A veces no era uno solo, se llevaban a varios, y a veces al que se llevaban gritaba y sollozaba, los guardias le molían a palos y los demás parecía que no oían nada, ni los gritos de antes ni los gemidos de ahora, nadie podía superar esa sensación equívoca de terror y alivio por no ser uno de los que iban camino de su muerte.


Los días pasaban esperando la noche, ese episodio de miedo extremo y los días hacían perder cualquier esperanza de saber de los suyos, de saber de nada, cambiaban a veces los guardianes, los más jóvenes y los más dispuestos estaban en el frente y en la cárcel quedaban los más viejos y los que más ganan tenían de ser útiles a la causa.

A los siete meses y diez días de estar allí, una mañana le fueron a buscar al patio dos soldados armados con su fusil, le llamaron por sus apellidos y le dijeron que les acompañara. Frente al director de la cárcel, en su despacho, tuvo que sufrir las humillaciones de aquel orondo analfabeto con la camisa azul, el correaje y un bigote fino y silueteado que estaba en sintonía con su pelo, con gomina, peinado hacia atrás, muy joseantoniano. Su aspecto grave, su mirada de odio, su verbo imperial, sus repetitivas apelaciones a la bajeza moral de aquellos que no compartían sus ideas, las únicas posibles, no le hacían mella a Ildefonso, porque sabía que nunca se daban tantas explicaciones para la muerte, sabía que esa humillación no era el preámbulo de dos balas, era de otra cosa, pero nunca tan drástica, y por eso aguantaba con cara de pesadumbre todos los insultos y diatribas, con la esperanza de que el futuro no sería bueno, pero tampoco irreversible.

Después de los arriba españa y viva franco, le habló de la generosidad del régimen del 18 de julio y cómo, elementos peligrosos como él, eran liberados por la magnanimidad del régimen. Tras un breve paso por las oficinas, le advirtieron que debería presentarse al cuartel de la Guardia Civil más cercano a su lugar de residencia y le dieron su cédula, en aquel documento identificativo en el que ponía sus nombre, sus apellidos y sus datos personales, habían grabado una D, una enorme D, de la que desconocía su significado, pero que era la letra que iba a marcar su vida desde ese momento en adelante.

Salio del seminario de Teruel y allí, en la calle, con un paquete en el que llevaba sus pertenencias textiles envueltas en papel de un periódico obsoleto hace meses, en un país en guerra, en un país en odio, en una zona liberada para los que ganarían la guerra, a Ildefonso le entraron ganas de llorar, pero aún tuvo el aplomo necesario para no hacerlo, no sabía cómo podría llegar a Zaragoza para ver a sus mujeres, sin transportes, sin dinero y sin comida. Pero apretó el paso y fue en la dirección de la carretera.

En un camino imposible de camiones de transportes, de camiones de soldados, de andar y comer nada o poco, llegó a Zaragoza, su madre y su hermana Antonia lloraron al verle, pero él, que tenía que darles ánimo para que no imaginaran su calvario, tampoco lloró.



© 2009 jjb

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