viernes, 22 de enero de 2010

Hablar por hablar /30

Poco a poco, muy despacio, se vieron síntomas de mejoría en la madre de Joaquín. Comía un poco mejor, decía alguna palabra, se le notaba cierta turbación en los minutos previos a ir al parque. Eran pequeños detalles, apenas nada. Pero era la primera vez en meses que había algo distinto, una pequeña luz dentro del túnel, muy poco, pero mucho.

La niña había días que iba, otros no. Algunos días se acercaba al banco y otros correteaba con otros niños de su edad por el parque. Pero a diferencia de antes, la madre de Joaquín ya no miraba al suelo y observaba lo que ocurría en el parque. Las carreras de los niños, sus riñas, sus juegos, escuchaba los ruidos humanos y los ruidos de los animales, veía los árboles, veía la naturaleza y su proceso de vuelta a la vida avanzaba según iba avanzando su deseo de ver, de observar.

La primavera primero y el verano después, obraron milagros en el estado de ánimo de la madre de Joaquín que ya hablaba con naturalidad. Se centraba en las cosas cotidianas, hacía las labores diarias, preguntaba por los que antes no preguntaba. Recordaba a Joaquín día y noche pero le tenía a su lado. Ya le había dado un respiro a su feroz decepción con el mundo y se comportaba natural y espontáneamente con huellas de dolor, con dolor soterrado, pero vivía y daba señales de vida.

No perdonaba su visita al parque por la mañana y cuando caía la tarde. Aquel parque en el que había corrido de niño y de adolescente su hijo y donde le vio a través de los ojos de una niña y le sintió con la dulce presión de la mano de una niña.

Cada día estaba mejor y cada vez estaban más contentos los que le rodeaban que le habían dado todo el cariño del mundo, su atención y sus desvelos. Pero que no habían logrado resultados hasta que llegó la primavera y con ella las visitas al parque. Nada importaban los intentos fallidos, las caricias no atendidas. Nada, porque ahora si veían que aquella mujer había abierto su isla al mundo sin olvidar ni uno solo de los motivos de su profunda melancolía.

Tanto había mejorado, tan notable era su normalidad dentro de los cauces posibles, que un buen día se atrevieron a decirle todas las llamadas recibidas, los mensajes llegados y sobre todo las cartas que le habían dirigido.

Las habían leído todas los más allegados. Fue una decisión difícil pero que tuvieron que tomar, puesto que ella no estaba en condiciones de leer al recibirlas. Y sobre todo porque no sabían cuando lo estaría, incluso si ese día llegaría.

Por eso sabían que aquella carta, de un viejo amigo del que apenas sabían, tenía una carga emocional que posiblemente no fuera aconsejable ni siquiera en aquel punto en el que la mejoría se hacia notar.

Por eso le dieron muchas vueltas y lo discutieron una y otra vez hasta que por fin llegaron a un consenso. Hablarían con su psicóloga y le plantearían si era idóneo el enseñársela o por el contrario era mejor no hacerlo. Así lo hicieron y ella fue categórica. Había que enseñársela, debía leerla.

Lo hicieron. Le explicaron porqué habían abierto y leído las cartas y le dijeron que aquella era especialmente importante y que les gustaría que la leyera. Los miró con una sonrisa y con aquel fondo de tristeza que se había alojado en sus ojos. Se puso las gafas, tocó el sobre, sacó la carta y empezó a leer aquella carta a la que daban tanta importancia.

© 2009 jjb

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