miércoles, 20 de enero de 2010

Hablar por hablar /28

Pasaron días como si fueran una sucesión de imágenes borrosas. Con esa tenaza que le atormentaba, que le hacía perder a ratos la consciencia y a ratos recuperarla. Ya no le quedaban lagrimas, ni le quedaban fuerzas para seguir negociando el canje a base de gritos. Tenía la sensación de estar sola, terriblemente sola rodeada de muchos. No hablaba, no quería hablar, no quería detalles, no quería pensar. Sólo quería que le devolvieran a su hijo. Sólo quería soltar aquella pesadilla, terminarla de una vez por todas y buscar en el sofá la sonrisa de Joaquín. Pero ya no le quedaban fuerzas para maldecir al mundo, a Dios, a los hombres.

Aquella maldición se convirtió en interna y aún preocupó más a los que ya estaban bastante preocupados. No hablaba, no comía, no andaba. Sólo bajaba la cabeza y allí se entregaba a la nada en horas de más de sesenta minutos. El tiempo le había hecho convertir su desesperación en dolor, en tachar las esperanzas y arrastrar la verdad, y no aceptaba aquello. No quería vivir ni allí ni así. No quería nada, sólo morirse. Porque en este mundo ya no cabía y quizás pensaba que así podría ver a Joaquín allá donde estuviera, en el paraíso de los justos.

Seguía allí sumida en sus pensamientos sin consuelo y sin argumentos. Sin ganas de vivir ni ganas de hacer nada. Sin fuerzas para llorar ni manos que estrechar. Sola entre la multitud de todos aquellos que querían ayudarle. De todos aquellos que intentaban en vano sumar razones para que volviera a estar con ellos, que también en el dolor inventaban historias. Creaban palabras para arrancarle algún gesto humano, que saliera de aquel laberinto del que ni quería ni podía salir.

Fueron todos. Los amigos de su hijo, los padres de los amigos, la familia cercana y lejana, y sólo reconoció a los padres de Ana a los que dedicó algo que quería que fuera una sonrisa y realmente fue una mueca de dolor. No quiso preguntar por ella ni saber que había sido de ella, porque los padres de Ana iban de luto riguroso pero no por Ana, sino por Joaquín. Y su hija se debatía entre la vida y la muerte en el mismo hospital en el que Joaquín acabó. No pudo preguntar pero se puso aún más triste por compartir también aquel dolor que ella suponía.

Y tuvo ganas renovadas de llorar y de sentirse doblemente triste. Pero siguió sumida en aquella rutina del silencio, de enfado contra el mundo, con la tierra, con todo y con nadie. Quería salir de aquí, irse, pero no tenía fuerzas para nada. Sólo para seguir muerta en vida, como un vegetal, como ausente de todo, encerrada en la soledad de sí misma, ajena a todo. Fuera obligación, necesidad, sentimiento o pensamiento.

Pasados los días, llegando la primavera, una mano amiga le llevaba a un parque cercano. Nada parecía cambiar. Seguía sumida en su ostracismo, perdida en sus silencios. Pero a pesar de su indiferencia, a pesar de que parecía ajena a todo, se colaban por sus oídos los ruidos de los niños. Notaba en sus mejillas el sol del mes de abril. Apreciaba la sombra de un árbol. Y en aquel banco de madera empezó a notar cosas que hacía mucho tiempo que no sentía.

Tarde tras tarde le llevaban allí y allí miraba ausente lo que pasaba. Un día en el que su cuidadora estaba momentáneamente alejada, se sentó a su lado una niña de no más de tres años, que en silencio se quedó junto a ella hasta que llegó la cuidadora y le preguntó como se llamaba.

La niña salió corriendo como alma que lleva el demonio y la madre de Joaquín no hizo ningún gesto, ningún movimiento que pudiera hacer sospechar que había visto a la niña. Pero la había visto y la había sentido cercana.

© 2009 jjb

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