miércoles, 21 de enero de 2009

Que sea lo que Alá quiera /y 2

El ni siquiera la había considerado un premio de consolación, pero por algún motivo, por alguna causa estratosferica que suele ocurrir en contadísimas ocasiones, el la estaba mirando ahora y la veía de otra forma, descubría certeza donde antes solo había indiferencia, se movían extraños resortes en su interior, a una velocidad de carro de bueyes, es cierto, pero algo estaba cambiando. Por primera vez en muchos años, a Ana, un hombre le había saludado más de una vez y eso en su sistema operativo era el detonante de un estado de incertidumbre feliz, de moderado júbilo, como cuando te entran unas tremendas ganas de tirarte al abismo y te recreas por tu templanza al no hacerlo.

Aquel viaje en autobús se podría resumir en muy pocas palabras y muchos silencios, apenas les separaban dos paradas de autobús por un tremendo abismo en su forma de pensar y de hacer, el se iba despojando de ese talante estereotipado que le servía para llevarse a la cama a las mujeres y protegerse de sus propios sentimientos. Su fin no era querer, ni siquiera ser querido, el solo quería conquistar voluntades, vencer inconvenientes y desarmar argumentos para tomar su trofeo en la cama, ni siquiera le gustaba hacer el amor con ellas, era solo una especie de gimnasia que proporcionaba cada vez menos placer salvo el del objetivo conseguido. Ella quería querer y ser querida, sobre todo ser querida.

Una parada antes de la suya el le dijo, ¿quieres que quedemos el próximo sábado?, si dijo ella, en la Plaza de Oriente en el último banco con estatuas según miras al palacio a la derecha, cerca del Palacio, ¿vale?, vale. A las cinco. Vale. Adiós, es mi parada.

La primera vez el llego a las cinco y veinte y ella llevaba esperando cuarenta minutos: Discúlpame, el autobús, parece que refresca, y poco más que el comentario meteorológico y los monosílabos de ella. A las nueve ella dijo que se tenía que ir ya, hilvanando la frase mas larga que había dicho y diría. Volvieron a hacer la ruta del autobús del primer día, y así un sábado y otro, al verano le sucedió el otoño y aquel banco de piedra se convirtió en inhóspito, y se trasladaron al Café de Oriente cercano, en la misma plaza. Después volvió la primavera y volvieron a su banco, y allí siguieron un año, y otro, y mas. Poco o nada sabía uno del otro, el siguió buscando mujeres y encontrándolas, a ella le apareció una sonrisa en la cara, pero ambos respetaban la cita del sábado.

Y un buen día el no la encontró, esperó pacientemente con el animo en vilo, con la esperanza de que en cualquier momento apareciese, a las dos horas se fue al Café sin perder de vista el banco, en el Café tampoco estaba, volvió al banco y regreso dos o tres veces mas al Café, nada, a las diez de la noche admitió la realidad y se fue al autobús.

Durante tres sábados mas repitió la misma historia, y ella no apareció, el cuarto sábado a las siete y media en punto, se puso a llorar como hacia muchos años que no lo hacia, y la gente le miraba pensando quizás en una desgracia familiar, el conocimiento de una enfermedad o vete a saber qué. Perdió su ilusión por conquistar mujeres, se despojó de su verborrea parasitaria, revocó hasta el ultimo chascarrillo machista que utilizaba, pensando que eso le haría bueno a ojos del destino y ella volvería, y su vida se hizo mas triste.

A veces, solo a veces, vuelve a aquel banco a imaginar donde estará ella, aunque su imaginación le hace crear una Ana que nunca existió y que el recuerda a la sombra de las estatuas de dos reyes a los que nunca miraron ni vieron.


© jjb

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