lunes, 26 de enero de 2009

Amaneceres

Tenían diecisiete años y muchas cosas por aprender. Se habían separado del grupo de amigos, que entonces se llamaba pandilla, por una costumbre atávica que por instinto, obligaba a los jóvenes de la especie a buscar pareja del otro sexo y separarse de la manada.

Eran novios, o eso al menos creían ellos, aunque no les gustaba ni el nombre, ni pensar nada en las raíces culturales y biológicas de aquello, ni utilizar aquella palabra para definir su relación. “Salimos” decían a quien quería escuchar. Su grupo era de chicos y chicas de la misma edad unidos por una única circunstancia, el lugar donde vivían, cuando tenían mas años podrían agregarse familiares, compañeros de otros colegios, hijos de amigos de los padres, pero en aquel momento su nexo de unión era su cercanía geográfica.

Los colegios les separaban, en ricos y pobres, en chicas y chicos, pero aquella plaza que no sabía de distingos les unía. Lo que realmente les separaba era la edad, uno o dos años era una barrera insalvable, el límite extremo para ser de los pequeños o de los mayores, era casi imposible que en aquellas pandillas hubiera hermanos, salvo que fueran mellizos o gemelos.

Tras un rupestre cortejo, más intención que pericia, se dijeron que “se gustaban”, el eufemismo que formalizaba sus relaciones o como fuera que se llamara aquello y después buscaron la intimidad y la encontraron fuera, pero al lado de la Plaza, cruzando la calle que entonces daba cabida a coches, y sobre todo a muchos autobuses de turistas, allí, extramuros, en un banco de piedra, entre dos enormes estatuas. Un día ella se fijó en las letras al pie de una de ellas, ponía “FERNAN GONZALEZ”, la curiosidad le hizo mirar la otra, y ponía “RAMIRO 2º”, después, durante las muchas tardes y algunas mañanas que allí pasaron, releyó lo que allí ponía, “REI DE LEON”, “1 º CONDE INDEPENDIENTE DE CASTILLA”.

No sabia nada de ellos, pero daba igual, al amparo de ellos hablaban, compartían secretos, disputaban objetos, gritaban, cantaban… él solía tomar la iniciativa alargando la mano un poco, un poco más allá de lo que unas normas no escritas fijaban. Ella le ponía en su sitio siguiendo las directrices de la férrea conducta que su madre le había inculcado y que básicamente podemos resumir en “hasta el matrimonio no hay sexo”, entendiendo como sexo cualquier muestra de cariño, acercamiento o conducta que supusiera un contacto físico con personas de distinto sexo, así que en el noviazgo serio, sólo admisible en las buenas familias a partir de la mayoría de edad, sólo podía haber expresiones frugales de cariño, un paseo de la mano, un beso en la mejilla, quizás otro en la frente. Para terminarlo de rematar las leyes tampoco ayudaban demasiado, porque la mayoría de edad estaba fijada entonces en los veintiún años.

© 2009 jjb

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