jueves, 8 de enero de 2009

Plaza de Oriente

Amanece en la Plaza, apenas un par de furgonetas de reparto, los dos guardias civiles perennes a la puerta de Palacio, dos transeúntes perdidos entre el ayer y el hoy y poco más. Amanece en la Plaza de Oriente y la historia se repite después de siglos, de personas que estuvieron y que no están y de la Historia que envuelve el espacio y lo condena y lo reduce. Ese frío que surge cuando amanece se transforma en escarcha en invierno y alegría en verano, las veinte estatuas de reyes antiquísimos permanecen inalterables en su piedra vital, el bronce de la estatua ecuestre se contrae unas mínimas micras que no afectan a los cálculos que pudo hacer Galileo Galilei, la vida es igual y distinta cada día. Las ventanas del Palacio permanecen cerradas, el Teatro Real se enfrenta al Palacio geográficamente como todos los días desde que Isabel II, esa reina tan madrileña como desmesurada, que logró que por fin fuera el Teatro Real.

Después, la vida comenzará en un Madrid que a esas horas bulle de gasolina y goma de neumáticos, de sueños no reparados y miradas de madrugón que saben de líneas de metro y horarios de autobuses; los coches que desaparecieron hace años de la Plaza, pasarán por los subterráneos y por los aledaños, intentarán llegar a donde nunca podrán llegar y se quedarán fuera porque fueron desterrados. Los seres humanos llegarán a la Plaza y abrirán los negocios que allí aún quedan, poblarán las oficinas que allí siguen y después esperarán a una nube de turistas que, disciplinadamente, marcharán a ritmo de maratón por sus rincones, con el único fin de poder contar a sus amigos que ellos también conocen la Plaza de Oriente de Madrid.

En esa Plaza conocí yo el olor de tierra mojada y por alguna razón, que ya conozco y que olvidé durante mucho tiempo, cada vez que lo huelo me recuerda un nombre y una cara de mujer, olvidé su cuerpo, pero da igual, porque probablemente su cuerpo también se olvidó de ella y ya solo sea un recuerdo. En esa Plaza peleé, y en esa Plaza pasé horas y horas que llenaban largos veranos que dejaban paso a larguísimos otoños, para después permanecer horas allí en los inviernos, esperando que pronto llegara el verano, y de tantas horas pasadas allí se me olvidó la Plaza que no era mas que un escenario puesto allí y olvidado a fuerza de verlo. No había Plaza, solo rutinas y sitios, que nos hacían mudar por diferentes partes de la Plaza. No sé muy bien por qué, pero cada una de las pandillas que allí nos juntábamos teníamos asignado un sitio por nadie, que respetábamos diariamente, hasta que sin saber por qué tampoco, cambiábamos a otro, eso sí, respetando los lugares ocupados por otros.

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