jueves, 13 de mayo de 2010

Sancha /37

Así pasó la noche que debería haber sido buena y cuando se iban mis hermanos les dije que les ayudaba a llevar las cosas al coche, lo cual era una novedad porque casi siempre me hacía el remolón cuando tenían que irse. Bajé y fui directo a la esquina de Lazo con Unión, miré, pero allí no había nadie, ni nada. Habían desaparecido las botellas, las bolsas, los bultos, incluso había desaparecido Cordero, y en ese mismo momento aumentaron mis incertidumbres y mis miedos.

Di una vuelta por las calles adyacentes, amplié el círculo, superé la zona, nada, no había rastros de Cordero en ninguna parte. Ni siquiera encontré a algún vagabundo en estado consciente para que mi conciencia se quedara tranquila charlando con él. Nada, así que desandé mis pasos para volver a mi casa, no sin antes volver a pasar por la calle Lazo para encontrarme de nuevo con la testaruda realidad. Allí no había nadie.

Pasé un buen rato sentado en el mismo sitio en el que estaba Cordero llorando hacía unas horas, intentando reproducir lo mismo que podría haber sentido él, provocando el llanto, persiguiendo sentirme mejor si al menos pudiera sentirme él por unos segundos, por un momento. Pero ni lloré, ni logré sentir que tenía sus mismas sensaciones, ni me sentí mejor sólo ahondando más en la herida, pensando que debería haber hecho lo que no hice y sin poder hacerlo, aunque fuera con un retraso vergonzante y cobarde.

No estaba, y lo cierto es que aquella fue la última imagen que tuve de Cordero porque en esta ocasión su ausencia fue definitiva. No se lo volvió a ver, o al menos ninguno de los rumores que circulaban de tarde en tarde tenía visos de verosimilitud, que si lo habían visto de cajero en un banco, que si coincidieron con él en un semáforo en el que estaba pidiendo. Eran simples invenciones, imaginaciones incruentas y aisladas. Nada, porque lo cierto es que apenas unos cuántos lo recordaron cuando ya hacía más días de los razonables para esperar que llegara con su traje impoluto y su corte de pelo de mil pesetas, pero no llegó.

Desapareció sin pena ni gloria, como mucho algunos decían hacemuchoquenoseleve, quéhabrásidodeél, pero poca cosa. Desapareció del mobiliario urbano y a nadie le produjo penas ni quebrantos. A nadie salvo a mí, que me quedé con las ganas de poder haber cambiado el curso de la historia y haber hablado con él para intentar comprenderle, para intentar ayudarle. Pero ni quise cuando lo vi aquella noche de navidades, ni pude encontrarlo después.

Me hubiera gustado saber si fue un importante hombre cercano a José Antonio, si era de una importante familia, si era ingeniero, el por qué un vencedor se había exiliado en las calles y se había aislado del resto del mundo tras los cristales de una botella, las razones que lo llevaron allí, las circunstancias que le impidieron salir. Pero sobre todo me invadían dos sentimientos convergentes y dispares de los que creo que nunca me liberaré, el haberle podido preguntar si, como parecía, era feliz llevando aquella vida de suciedad y alcohol, de humillaciones diarias y negaciones constantes, de aislamiento de la realidad y sonrisa permanente.

Pero lo que más me dolía, lo que estoy seguro que dentro de unos años seguirá atormentándome y posiblemente ampliándose, es el no haberle dicho a aquel hombre que me gustaba verle andar por las calles de mi barrio siempre sonriente, que me gustaría ayudarle si realmente necesitaba mi ayuda, que hablara conmigo cuando ya no pudiera más y necesitara desahogarse con alguien. Y yo pensaba que aquella impotencia por haber perdido a quien podía haber ayudado y no lo hice, me dio que pensar si tendría la misma sensación de culpabilidad con los míos que se fueran cuando llegara su momento, si tendría la impotencia de no haberles dicho lo que realmente sentía por ellos, si perdiera la oportunidad de decírselo por cobardía o por comodidad, y aquello me desbordaba.

© 2010 jjb

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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo que es bueno pensar que una noche de lágrimas y lamentos, de deseos de ayudar y no saber hacerlo sirvió para que dos personas recapacitaran. Esa noche la vida de Cordero dio un cambio para mejor. Tal vez le ayudó para dejar de ver el mundo a través de una botella y retomar su vida antes de que el alcohol apareciera. Y a ti, para descubrir que se debe decir lo que se siente cuando las personas aún pueden escuchar. No decirlo por cobardía es triste pero comprensible, pero no hacerlo por comodidad...no tiene razón de ser.

Anónimo dijo...

¿Es un cuento o una biografia?