miércoles, 12 de mayo de 2010

Sancha /36

Cordero estaba allí, a una distancia lo suficientemente lejana para que, ensimismado en su llanto y en sus efluvios de alcohol no me viera, pero lo suficientemente cerca como para que se me clavara en el alma como un cuchillo, como una daga envenenada todo el dolor de aquel hombre.

Quizás, pensé después, era impotencia, el desbordamiento de todas las negaciones, la concreción de la certeza sin posibilidad de dar marcha atrás. Pero era tan desgarrador, era tan tremendo ver a aquel hombre tirado en el suelo rodeado de los regalos que la supuesta caridad cristiana de algunos le había hecho llegar para no sentirse culpables y poder tener la noche en paz. Era tan dura la sensación de vacío que veía en aquel ser humano y era tal mi desconcierto que seguía allí parado y observando como el llanto no sólo no remitía, sino que se ampliaba y se duplicaba. Se transformaba en hipo y tos, en más llanto y más lágrimas, bajo el cielo de una noche de diciembre en Madrid.

Inmovilizado por el pánico, mi mente multiplicaba su velocidad de elaboración sin encontrar ninguna respuesta ni ninguna forma de responder. Quería ayudarle, tenderle una mano, ofrecerme para que pudiera compartir conmigo sus penas, desahogarse, hablar con él, pero no me atrevía, no podía hacerlo.

Inventé una excusa plausible. Si me acercaba, posiblemente se molestaría por haberle invadido su espacio en aquella circunstancia tan extrema, tan violenta, tan íntimamente atroz. Pero era eso, sólo una excusa, porque aunque pudiera haber sido cierto, es que no me atrevía a dar ese paso tan sencillo y tan improbable de ofrecerte a un desconocido que tiene problemas, para ayudarle.

No podía acercarme a él, no sabía qué decirle. No me atrevía a servirle de hombro amigo para que descargara toda su acumulación de penas y pesares. Posiblemente hubiera rechazado mi mano si se la hubiera tendido, posiblemente me habría echado de allí. Pero no me acerqué y en vez de las posibilidades de lo que podía haber ocurrido, en vez de hablar de lo ingrato de aquellos hombres que sólo beben y beben y que rechazan la ayuda cuando se la ofreces, en vez de todo eso y cien argumentos más que todos manejamos, me quedé con la inquietud de que había encontrado a alguien que necesitaba mi ayuda y no le había ayudado. Se había esfumado en la calle del Lazo mi visión romántica de la vida en la que ayudaba a los necesitados y protegía a los indefensos. Cambió mi forma de verme a mí mismo y desde ese día me jure que ayudaría a los demás cuando los demás me necesitaran. Pero era sólo eso, sólo un deseo, sólo un buen deseo navideño que no había realizado cuando iba camino de mi casa para encontrarme con mi familia y ser felices comiendo y bebiendo, cantando y riendo.

Aquella noche comí, bebí, reí, cante, jugué con los niños y tuve tiempo para pensar en aquel hombre roto por el llanto, preguntándome si seguiría allí, si estaría todavía llorando, si habría comido el turrón que tenía o bebido las botellas que le habían dado. Pensaba en él, pero sobre todo pensaba en mí y volvía a atormentarme por no haber sido capaz de acercarme a él simplemente para decirle que buenas noches, que feliz navidad, que si podía ayudarle. Qué se yo, decirle algo, pero no pude y no lo hice. Pero eso no era lo peor, porque ahora sabía que si me volviera a ocurrir, volvería a hacer lo mismo y con absoluta seguridad mantendría las mismas excusas que había manejado esta vez.

© 2010 jjb

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