viernes, 7 de mayo de 2010

Sancha /33

Oí un día a Jesús, el mejor tabernero del barrio, la persona que más apreciaba a Cordero, que había sido secretario personal de José Antonio Primo de Rivera, que se había salvado de milagro antes de que fusilaran a su jefe en Alicante y que mantenía muy buenas relaciones con gente de peso del Régimen como Arias Navarro que después fue Alcalde de Madrid y después el Presidente del Gobierno que llorando dio la noticia en televisión que Franco había muerto.

Era de buena familia y posiblemente fueran ellos los que de vez en cuando, de cuando en vez, se lo llevaban a reciclarle y a quitarle por unos días su adicción, la suciedad acumulada y lo rodeaban de algodones tratando de sustituir la locura y el desenfreno del alcohol por las comodidades de la vida ordenada. Pero siempre, muy a su pesar, con escaso éxito porque Cordero siempre encontraba un momento para buscar la puerta de salida.

Se dejaba querer, apreciaba el fragor de las sábanas limpias, el roce con la fina seda de un pijama, la rigidez de un buen colchón, el calor de una buena cobertura, un desayuno nada más levantarse, una ducha, una conversación, bueno un monólogo que él escuchaba con la sonrisa, un buen afeitado, un corte de pelo, las visitas, el semiencierro que dulcemente le imponían para evitar que saliera a la calle a reencontrarse con el vicio y el desorden.

A Cordero le gustaba muchísimo más el vicio y el desorden, para desespero de sus familiares más directos y para que los familiares políticos más directos aumentaran las críticas y las razones para olvidarse de él. Pero él buscaba siempre la válvula de salida a toda aquella comodidad que tanto le incomodaba.

La suegra de su hermano decía que Cordero era un esquinado, posiblemente lo decía porque era de Valladolid y porque tenía muchísima mala leche, pero a pesar de que en su boca sonaba a insulto sin darse cuenta aquella arpía había hecho la mejor definición de Cordero posible porque efectivamente era un tipo de trato difícil.

De esta manera y en menos que cantaba un gallo, pasaba de ser el Paco acomodado y vestido de sedas a ser el Cordero que vagaba libre por las calles del barrio de palacio. Bebía vino en sus tabernas y dormía con la luna como techo en cualquiera de las calles que frecuentaba. Pasaba de vivir en una casa de doscientos metros cuadrados, dieciocho ventanas y seis balcones, a otra de cinco mil metros cuadrados, como poco, con ventanas abiertas al mundo y sin necesidad de balcones, porque su desarrollo era horizontal y pegado al suelo.

Nadie podía entender las razones que llevaban a alguien a dejar un mundo de cuidados y atenciones, de comida caliente y cama limpia, de duchas y visitas, de paseos y misa dominical, por una vida desordenada y difusa, dependiente y sucia, egoísta y cerrada. Pero a él lo cierto es que se le veía feliz a pesar de no tener zapatos y caminar siempre con el centro de gravedad ausente.

Yo no quería juzgarle, para eso ya había bastante gente para hacerlo, pero no me caía mal aquel hombre que no se metía con nadie y al único que hacía daño era a sí mismo. Respetuoso con todos menos con su familia, a la que traía por el camino de la amargura porque no tenían más remedio que intentar sacarle de la calle para evitar ese eterno que dirán que tanto preocupa a la gente de bien.

Cordero hacía tiempo que, viviendo en su nube, había olvidado distinguir entre el bien y el mal y sólo apostaba por el más humilde calificativo de bueno y malo, adaptado a una pequeña fracción de tiempo y sólo cuando tenía cierto nivel mínimo de sobriedad, lo cual ocurría de Pascuas a Ramos.

© 2010 jjb

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