Quizás porque hubiera nacido hacía unos meses mi última sobrina, quizás porque los estudios no iban mal, posiblemente porque tenía una nueva novia o la de siempre de otra manera. No lo sé, pero sé que estaba más contento de lo habitual y extremadamente contento para ser Navidad, que me llevaba a una situación de defensa que aún no entendía pero que después entendí.
Es ese estado en el cual, sin saber por qué, te gustan más los amigos, te interesa más la gente, la vida te parece distinta, incluso te parece llevadera, y se te pone esa cara de tonto que es la parte visible de un estado interior falso y momentáneo, pero agradable, muy agradable. Suele aparecer cuando creemos que nos enamoramos, cuando te ocurren consecutivamente tres situaciones favorables, o dos, o cuando ves en la sonrisa de un niño un gesto espontáneo de vida, sin dobleces ni componendas, sin artificios.
Yo estaba en esa etapa seráfica y me movía por el planeta Tierra como entre algodones. Todo me parecía bien, todo me parecía dentro del orden general de las cosas y me gustaba. Y aquella tarde de un veinticuatro de diciembre, después de haber pasado la tarde con mis amigos en la Plaza Mayor viendo las casetas de los artículos de broma, viendo la enorme cantidad de gente que allí se juntaba para comprar de todo, apurando ese último cigarrillo antes de entrar a casa, bajando por la calle Unión camino de Amnistía, camino de casa, al mirar por si venían coches antes de cruzar la calle del Lazo, vi a Cordero.
Estaba sentado en un pequeño escalón delante de la puerta de un viejo taller con escaso paso a horas diurnas y ninguno a aquella hora de aquel día. Estaba abrigado con un abrigo cuyo dueño era tres veces Cordero de tamaño. Tenía a su alrededor dos botellas de sidra champán el Gaitero, varias pastillas de turrón, casi todas del blando, una botella de cava catalán barato, unos mazapanes, y algunas bolsas que podrían contener tanto bebida como comida. Todo ello rodeaba a Cordero y estaba intacto, sin que ni siquiera le hubiera puesto la mano encima, porque Cordero para mi sorpresa, para mi asombro, estaba llorando como un niño, como llora una viuda desconsolada, como sólo los que han sufrido desgarros profundos son capaces de llorar. Con la certeza absoluta de que aquel llanto no acabaría porque era el llanto escondido y ocultado de años de sonrisas y caras de satisfacción.
Cordero estaba llorando como no había visto llorar nunca a nadie antes y sorprendido y asustado no sabía que hacer. Estaba aterrado por aquel grito con sordina, constante y profundo, desgarrador.
© 2010 jjb
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2 comentarios:
Es una imagen muy dura ver a alguien así, triste, llorando.
Y da igual que sea Navidad, la fecha es lo de menos.
El no saber que decirle, el sentirte impotente ante esa persona que no adivinamos si quiere que le ayuden o simplemente desea aislarse en su mundo de alcohol porque es ahí donde realmente se siente protegido y a salvo.
Este es un cuento que empezó de una manera y ahora se ha vuelto duro y algo difícil de leer sin que alguna lagrimita asome, por muy fuertes que seamos o aparentemos ser...
Es una imagen muy dura ver a alguien así, triste, llorando.
Y da igual que sea Navidad, la fecha es lo de menos.
El no saber que decirle, el sentirte impotente ante esa persona que no adivinamos si quiere que le ayuden o simplemente desea aislarse en su mundo de alcohol porque es ahí donde realmente se siente protegido y a salvo.
Este es un cuento que empezó de una manera y ahora se ha vuelto duro y algo difícil de leer sin que alguna lagrimita asome, por muy fuertes que seamos o aparentemos ser...
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