jueves, 6 de mayo de 2010

Sancha /32

El sueño de Cenicienta se desvanecía en unas cuantas horas, la carroza se convertía en calabaza, los corceles en conejos. Para Cordero el viaje de vuelta al dar las doce o cualquier otra hora era que el traje de corte exquisito se convertía en un muestrario de lamparones, el chaleco se había perdido quién sabe dónde, los zapatos se los había vendido a un camarero de un bar de la Plaza Santo Domingo, los pañuelos eran ahora servilletas usadas, los gemelos no recordaba muy bien si los había vendido o se los había regalado a alguien. Y de aquel sueño sólo quedaba el corte de pelo a navaja con precisión suiza, porque el afeitado en la misma barbería estaba siendo olvidado por aquella indómita barba que ya le acompañaría durante toda la temporada en la que el cuento se convertía en una pesadilla y en la que las calabazas eran calabazas y los cuentos no se los creía nadie.

Cordero daba que hablar durante unos cuantos días en bares y calles. La pregunta general es que dónde estaba, quién lo recogía, por qué volvía. Al mismo tiempo que surgían las preguntas aparecían peregrinas teorías sobre Cordero. Que si era un marqués al que su mujer había abandonado y que se había entregado a la bebida, que si su hermano había sido un ministro de la Republica y hoy conservaba la fortuna familiar y él era el hijo descarriado, y otras muchas más que carecían de sustento ni tenían ni pies ni cabeza.

Cordero había vuelto a ser el Cordero de siempre. Su traje ya no llamaba la atención y estaba creando esa pátina que le imprimía un brillo sospechoso que mediaba entre lo mugriento y lo antiguo. Su cama volvió a ser una acera y de nuevo algunas manos bondadosas lo apartaban del paso o lo refugiaban en un sitio más protegido de las inclemencias del tiempo y de las miradas de los viandantes. La gente volvía a verle y algunos incluso se alegraban de que siguiera vivo porque ya le habían dado por muerto al hacer tiempo que no lo veían. Al final Cordero se había hecho un hueco mínimo, insignificante, minúsculo, si no en el corazón, en la imaginación de los que vivían en aquel barrio y que tenían tanta prisa en hacer sus cosas que apenas se entretenían en nada que no les afectara directamente.

Y comenzó de nuevo la rutina, aquella tremenda rutina de despertares a cualquier hora en cualquier sitio, con la garganta seca y el estómago deshecho, la búsqueda de las botellas, los vasos de vino, las excusas y las explicaciones, las palabras de negación, los consejos y de nuevo el limbo que le conducía a otra acera, a otro lugar a otro final o a otro principio, porque aquello era un círculo vicioso sin muchos cambios y con el recorrido conocido, pero en el que se desconocía cual era el principio y cual el final.

Y así pasaban los años y así se repetía la historia. De vez en cuando me encontraba a Cordero en posición horizontal descansando o, como decían entonces, durmiendo la mona. Otras veces lo veía en posición vertical, arrimando el codo a la barra de un bar en el que le fiaran y en el que silencioso se bebía un vino tras otra sin articular palabra y sin perder aquella sonrisa beatífica y calma.

Otras veces lo veía en su faceta de resucitado, vestido elegantemente y luciendo los signos externos de haberse sometido a un tratamiento intensivo de higiene. Pero eran las menos, quizás porque no sucedían muy a menudo aquellos momentos o quizás porque cuando ocurrían yo no coincidía con el itinerario de Cordero con el bolsillo lleno de dinero, que era otro distinto de su recorrido habitual.

© 2010 jjb

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