martes, 4 de mayo de 2010

Sancha /30

Jamás se había preguntado por qué bebía, como no te preguntas por qué te despiertas por las mañanas o por qué respiras. Son hechos repetitivos, apenas percibidos, como tener un dedo o un codo. Sólo te acuerdas de que lo tienes cuando te duele o cuando algo anómalo te ocurre. Su estado normal era estar borracho, la anormalidad era estar sobrio. Si lo hubiera pensado, que nunca lo hizo, se habría dado cuenta que tendría que remontarse hasta su niñez para tener certeza de haber estado más de cuatro o cinco horas totalmente sobrio.

La gente del barrio lo había admitido como a los otros, como un elemento indeseable del paisaje, y le huían como se huye de la peste porcina o de una vecina dicharachera. Tampoco le interesaban mucho las personas que encontraba a su paso, en el hipotético caso que las viera. Aparentemente nada le importaba a Cordero salvo la ingesta de aquel vino áspero de las tabernas, salvo el beberse el mundo lo más rápido posible para situarse en el limbo de la anestesia de los sentidos, en la antesala del abismo, en el preámbulo de la nada.

Cordero se llamaba Francisco, Paco posiblemente, pero nadie lo sabía. Era sólo Cordero, cuando dejaba de ser uno de los borrachos de la plaza Oriente para tener personalidad propia. Otras veces era elseñoresequecuandoseemborrachasequedaadormirenelsuelodedondeesté, porque esa era la característica que más llamaba la atención de la gente, verlo tirado en la calle, dormido o durmiendo. Nadie tenía la presunción que estuviera muerto o herido, o si lo pensaban no lo demostraban, porque sólo se apartaban para no tropezar con él y lo miraban como el que ve un objeto extraño en la vía publica.

Yo lo vi una vez levantarse. Fue una casualidad, empezó a moverse lentamente, se incorporó un poco, después se quedó sentado en la acera y empezó a estirarse como si estuviera en su cama, luego se frotó los ojos y si hubiera apagado el despertador habría repetido los mismos gestos que cualquier persona podía hacer en su cama por las mañanas, al levantarse.

Y es que aquella acera, cualquier acera, era la cama de Cordero, que podría haber sido tan inmensamente grande como la longitud de las calles de la ciudad, pero que él había limitado a aquel distrito de Centro, barrio de Palacio, por alguna razón que aún no conocía.

Después, otra vez empezar de nuevo. La única diferencia es que el día, la jornada natural de veinticuatro horas, carecía de sentido para Cordero que se dormía, abatido por su exceso de alcohol, a la hora que fuera del día o la noche y que se despertaba horas después de aquello sin hora fija, sin fijación de tarde o mañana, sin obligaciones y cuando fuera.

Lo mismo podían ser las dos de la tarde o las cuatro de la mañana, lo mismo podía ser en verano que en invierno. Sólo había un dueño, el alcohol, y su efecto en su cuerpo, el gran dictador de la vida de Cordero y de las horas de reposo o actividad.

No se metía con nadie, no discutía con nadie, pero a veces aparecían huellas de violencia en su cara y en sus manos. Eran peleas con otros borrachos que lejos de hacer piña se pegaban por unas migajas, unas gotas de vino o qué sé yo que disputa con resultado de sangre. No llegaba la sangre al río, pero se añadía a la dura geografía de su cuerpo, dándole aún un aspecto más preocupante.

© 2010 jjb

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