miércoles, 5 de mayo de 2010

Sancha /31

Cordero era un habitual en el barrio, tan constante como ajeno. Nadie lo echaba de menos ni de más pero lo reconocían cuando estaba en posición vertical o en posición horizontal. Unos maldecían, otros se preocupan, pero nadie decía nada. Todo era una perorata interior porque Cordero era tan discreto que ni siquiera provocaba reacciones ni a favor ni en contra. Para muchos, sin decirlo, era parte del mobiliario urbano y tan prescindible como un banco, una farola o una papelera.
De vez en cuando, quizás de mes en mes, o cada tres meses, sin una rutina concreta, sin plazos ni aparentes razones, Cordero desaparecía. Muy pocos se daban cuenta y esos pocos sólo eran conscientes cuando pasaban muchos días sin que visitara sus bares, no estaba. Nadie supo medir nunca durante cuanto tiempo se iba, nadie aventuraba si aquella huída era definitiva o no. Algunos pocos suponían que le había pasado lo peor, que uno de los otros borrachos de la zona en una reyerta le habría dado un golpe mortal, una navajada certera, un empujón con una mala caída. Otros pensaban que estaría reposando en el depósito de cadáveres o en el instituto anatómico forense a la espera de que alguien, vaya usted a saber quien, lo reconociera y lo identificara.

Era una conversación de bar, intranscendente, de igual calado que el resultado de un partido o la muerte de siete mil personas en China. Hablar por hablar, charlas de bar sin compromiso ni certeza, pero no pasaba de ahí. A nadie le interesaba demasiado lo que le pudiera ocurrir, salvo que fuera extremadamente malo, con lo cual podría convertirse en un tema más amplio de conversación.

Días después, semanas después, rara vez meses después, el día menos esperado, a la hora menos esperada, Cordero aparecía en un bar y deslumbraba.

Terno gris de fina raya blanca en donde se podía ver la tijera de un sastre de renombre, camisa blanca inmaculada con sus iniciales, F.C., bordadas en letra minúscula inglesa en la pechera, corbata de seda con tonos azules, zapatos de tafilete, calcetines de hilo de Escocia, pañuelo en el bolsillo de la chaqueta, gemelos de nácar y una sonrisa de oreja a oreja.

Estaba sereno, y saludaba a unos y a otros como un concejal que acababa de renovar su cargo. Invitaba a los que estaban y cinco minutos después preguntaba en tono discreto al dueño o al encargado, Manolo cóbrame también lo que te debía. Manolo no cabía en sí de gozo por recuperar lo que hacía meses que había dado por perdido y al mismo tiempo en recuperar un viejo cliente totalmente reciclado y que tenía toda la pinta de gastarse su dinero, abundante por lo que parecía, en invitar a propios y extraños en una ceremonia no convocada de vuelta a su hogar.

Paseaba Cordero su nueva imagen por un sitio y otro, sorprendiendo a unos y a otros, pagando deudas antiguas y recuperando nuevos créditos y amistades, bebiendo el vino de las tabernas con la sed de quien llevaba meses bebiendo agua e infusiones, con demasiada limpieza y excesiva disciplina, con horarios ajustados y conversaciones impuestas, con la sed del que aunque lo hubiera intentado no se ha convertido. Y no es un nuevo converso sino el viejo borrachín de siempre que se está dejando los codos de la chaqueta del traje de lujo en las barras de los bares y las mangas de la camisa en limpiarse la boca después de beber el vino de siempre.

Cordero bebía y bebía, y el uniforme de su fortuna se iba desvaneciendo vaso a vaso, gota a gota. La procesión del reencuentro iba bajando en intensidad según aumentaba el grado de acumulación del alcohol en la sangre y seguía visitando estaciones como si fuera Jueves Santo.

© 2010 jjb




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