jueves, 6 de agosto de 2009

Maribel / 27

Los quilos no se separaron de ella, ni las continuas voces de su marido que se enfadaba cada dos por tres, salvo aquellos meses que la madre de Joaquín estuvo en casa. La pobre mujer se había roto la cadera a causa de una caída y vivía en un ay continuo los seis meses que estuvo allí, antes de que una noche se fuera para siempre. Joaquín estuvo muy nervioso los días previos y muy tristes los días siguientes, incluso cariñoso y Maribel intentó animarle dentro de sus posibilidades.

Pero la alegría dura poco en la casa del pobre, según le gustaba decir a Maribel y al poco tiempo se reanudaron las críticas, las voces, parecía que todo lo hacía mal y poco a poco se fue acostumbrando a que realmente lo hacía mal y procuraba cambiar, pero era tan difícil.

Un día estaba muy excitado cuando vino de la calle y las niñas habían estado jugando y habían dejado el pasillo lleno de cosas. Aquello le sacó de sus casillas, Maribel se fue a la habitación fingiendo que estaba muy ocupada, él la siguió y allí, sin mediar palabra, le dio dos bofetadas que aunque con ganas y rabia, le dolieron más por la humillación que por el dolor físico. Se quedó sorprendida mirándole fijamente, con las manos en las mejillas, sin articular palabra, él se le quedó mirando como asustado, en una mirada que duró segundos que parecieron horas y posiblemente por no saber qué decir le dio la tercera, que desató el llanto seco de Maribel y de repente, el profundo deseo de que las niñas no se enteraran de nada, que nadie se enterara de nada, que pareciera que nada había ocurrido, porque allí no había ocurrido nada.

Fue al baño, se limpió la cara aún enrojecida, se enjugó las lágrimas, se sonó la nariz, se volvió a lavar la cara y respiró fuerte, con ademán resuelto salió por la puerta diciendo, a ver niñas, a recoger, que papá se ha chocado con todo lo que habéis dejado por ahí, vamos, las cuatro, no quiero que quede nada. De nada le sirvieron las quejas a las niñas, de nada las excusas habituales, allí se había formado un zafarrancho de limpieza que iba a conseguir arreglar aquel desaguisado en menos tiempo que se presigna una loca, allí había una normalidad de tal calibre que asustaba que todo fuera tan normal después de todo.

Se lo contaba a sí misma, si es lógico, si es que me descuido y bastante paciencia tiene este hombre conmigo, a partir de ahora le tendré todo preparado y las niñas tendrán que aprender a tener un poco de orden, si es que todo lo dejan por medio, todo manga por hombro.

Los buenos intentos, los buenos proyectos, las buenas intenciones, el mejorar, de poco o nada sirvieron para evitar las broncas, los gritos y los exabruptos. El tiempo, que todo lo cura, sirvió no para evitar aquella situación excepcional, sino para hacerla normal, para convertirla en natural, para hacer que lo raro fuera lo otro, la tranquilidad y los buenos modos. Aquel hombre estaba siempre enfadado, siempre con ganas de buscar las razones para denunciar la mala actitud de Maribel, la mala educación que le daba a las niñas, lo mal que hacía todo y ella lo aceptaba porque pensaba que tenía razón, que era su obligación que le llamara al orden para que ella no se durmiera, aceptaba de buen grado lo que diariamente le venía encima. Recibía como regalo de Dios los días que no le decía nada y rezaba diariamente para que no le pusiera la mano encima, aunque fuera con razón, pero no quería sentir el dolor y la humillación de aquella primera vez, aunque en lo más profundo de sí misma sabía que no sería la última.

Pasaban las semanas y los meses, las estaciones y los años, y no cambiaban las costumbres de Joaquín: su mal vino, sus estancias cada vez más largas en el bar de abajo, o en los bares de abajo. Maribel se refugiaba en sus niñas, que cada vez estaban más grandes, que cada vez razonaban más y que habían notado hacía mucho tiempo la actitud de su padre hacia ellas y le huían cuando sabían que estaba peor que otros días. Con el mismo empeño que esos días le entraba a su madre por fregar cortinas, limpiar rincones o repasar ropas, porque la vida es una suma de costumbres asumidas y situaciones repetidas y a veces la vida te enseña a huir de lo peor para refugiarte en lo malo. A veces la vida no la entiendes, pero la asumes porque no te queda otro remedio.

© 2009 jjb


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1 comentario:

Anónimo dijo...

Que fácil y barato le resulta a algunos hombres pegar a su mujer.
Habría que ver si este Joaquín es tan valiente con otro hombre o con una mujer de carácter mas fuerte.